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El norte era todo el resto. Lo ajeno. Era el opuesto a nuestras vidas ordinarias.
El sur era frío, el norte caliente. El sur el margen, el norte el centro. El sur era blanco y negro, el norte en colores. El sur triste, el norte alegre. En el sur sólo había casas chatas, en el norte los edificios.
Todavía hoy, una parte de mi insiste en pensar en esos términos. Todavía me siento un personaje de película vieja, mientras el norte es puro estreno.
El norte era la conjunción de todos los elementos que pululaban lejos del sur.
En el norte vivían los personajes que conocía por cine y televisión. El norte eran esas postales de nuestros tíos ricos.
Tardaría mucho en entender que el norte no es un punto geográfico clavado en el mapa sino una cuestión afectiva y un estado espiritual.
Hasta los 11 años creí con fe ciega que los colectivos de dos pisos, color rojo eran comunes en el norte. Pensaba que todo el norte, ciudades como Santiago, Buenos Aires o Madrid, estaban repletas de ellos porque en una serie inglesa los veía circular por la calle. Y Buenos Aires, por ejemplo, queda al sur. Puede decirse que queda al norte del extremo sur.
En el norte todas las mujeres tenían las tetas grandes. En el norte todos hablaban inglés o castellano doblado al caribeño. En el norte había ponys, vaqueros y pistolas.
El norte quedaba al final del arco iris. Tan inalcanzable e inconsistente como un rayo de luz. Tan fuera de nuestras vidas como unas vacaciones a Marte.
El norte era el edén y nosotros la génesis. |
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