“Jack, ¿cuanto tiempo te tomó escribir “En el camino”?”, le pregunta Steve Allen a Jack Kerouac, al tiempo que acompaña su pregunta con un acorde de jazz en el piano.
-Tres semanas, responde Kerouac.
-¿Y cuanto tiempo estuviste viajando?, retruca Allen.
-Siete años, explica el autor.
Tres semanas para dar a la luz una obra maestra de la literatura del siglo XX y, aun más, para escribir uno de los mejores compañeros de viajes que conozco.
Porque cada viaje merece su propio libro. Una suerte de manual de instrucciones. Su brújula. Y esta que es época de viajes, de vacaciones, de necesarias huidas, podría ser aprovechada también con un propósito literario.
Llevo la mochila pesada. Pero, en un debate interno con el sentido común, insisto a rajatablas: mis amigos deben ir conmigo. Necesito que me susurren al oído -mientras acomodo el cuerpo en el “sillón-cama” de un colectivo- sus historias, sus universos puertas adentro. Afuera el paisaje transcurre lejano y silencioso aunque mis oídos y mis ojos asisten a una ópera de imágenes y sonidos plenos.
He llevado alguna vez “En el camino” conmigo. Me ha servido, me ha inspirado, me ha impulsado a cruzar la frontera del espejo. Sería una persona distinta si no hubiera leído a ciertos escritores. Kerouac es uno. Hice mía su búsqueda de la libertad, su respeto por el paisaje y su intenso amor por las charlas interminables a orillas del fuego.
Hace poco que volví de mi peregrinación anual. Entre rutas interminables y obligadas esperas, me abracé a “Justine”, de Lawrence Durrell y aprendí de sus mujeres que habitan esta increíble novela, acerca del amor, el desamor, el éxtasis de la piel y la nostalgia de lo imposible.
También cargué “Elegía para un americano” de Siri Hustvedt, una sobresaliente escritora norteamericana que es conocida como “la esposa de Paul Auster”. Como siempre, a medida que lo iba leyendo, fui dejando pequeñas migas de pan entre sus páginas, minúsculas pistas de atención sobre su laberíntico camino que me permitieran el regreso. Una de las páginas que marqué dice: “No existe frontera precisa entre el recuerdo y la fantasía (...) construimos nuestros propios relatos y no podemos separar las historias que creamos de la cultura en la que vivimos”. Y en otra página: “Nuestros recuerdos siempre resultan alterados por el presente, ya que la memoria no es estable sino mutable”.
Y en eso estoy, reinventando mi pasado.