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30 » Jul 2009 |
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El doble del doble |
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Alejo Stopansky
Apenas terminó el programa de televisión me puse a escribir algo. Llevaba media página pero el texto no me terminaba de cerrar. Me quedé reflexionando y, sin llegar a una conclusión sobre el asunto, observé cómo una de las sillas se acercaba hacia mí. Supuse que el cansancio me hacía ver todo más extraño que de costumbre. De pronto oí una voz más grave que la mía:
―¿Sabés quién soy? —preguntó.
No quise contestarle nada. Tal vez eso hizo que se molestara porque la voz empezó a tomar cuerpo, mi misma forma, salvo que su perfil era similar a la que muestra el descascarado espejo del baño.
―No te asustés ―irrumpió casi pegado a un costado― soy el corrector.
Me quedé en silencio, algo turbado. El corrector se interesó en lo que yo había escrito, a pesar de las sabias lecciones del mundo que me aconsejaban desairar palabras disonantes.
―Entiendo que no me quieras hablar ―reaccionó―. ¿No te enojás si llamo a otro?
Lo miré a los ojos y le contesté:
―Hacé lo que quieras.
Sin demorar nada, apareció otro hombre más, digamos que un parónimo del corrector. Este último me explicó que no iba a leer el borrador porque para eso estaba el lector.
―¿El lector? ―pregunté.
―Sí ―afirmó―. Veo que cambiaste en algo. Dejale el lugar a él ―indicó con una seña del tipo «salí de la silla».
El lector era más pausado. En voz alta se dispuso a leer el bosquejo que yo había hecho:
Diatriba contra Pedro de Santabárbaras
He oído a un hombre que, arrogándose dotes de hierofante, enaltecía cierta doctrina epicúrea. Fue truncado en su vano intento de exponer ante el selectísimo ateneo en donde descuellan los estudiosos de las novelas socráticas ―albergo la esperanza de ojear alguna― aún a estudio de nuestros más distinguidos mistagogos.
»Mas como no quiero ponerme gárrulo con mis muy poquísimos leedores, penuria que atribuyo a la sabiduría doméstica, arremeteré con lo que este secuaz pretende enredarnos: tres apotegmas que no merecen llamarse aforismos, pues ya se sabe que están reservados a los cultos de veras.
El cenobita ha alzado vuelo tras inmiscuirse en fugaces crónicas delictivas, sitio que le valió para hacerse llamar «Pedro de Santabárbaras» o parecida cosa. Es paladina la afinidad que pretende tener con Tales de Mileto, Empédocles de Agrigento o Josezno de Segur.
Valiéndose de la celebérrima postura del príncipe dinamarqués, aunque sosteniendo una copa, el apóstata de las reglas de la salud bramó: “Prepárate para entrar en mi cuerpo”. No hace falta hesitar el más elemental razonamiento para afirmar que en verdad desea, con tamaños ambages, arrastrarnos a los espantosos designios de Dionisio, allí donde presiden el frenesí y las protervas conjuras contra la concupiscencia.
Con su habitual tono lascivo espetó: “Bebe de mi copa y serás inmortal”. Ciertamente que un beodo jamás vuelve de esa extravagancia. No es más que otro modo de incitarnos a sucumbir a los placeres mundanales. Y, por fin, cuando le preguntaron si no tenía miedo de que alguien robase sus pertenencias, contestó: “Nada pueden quitarme”. Hubo allí un larvado elogio a Diógenes, sí, al cínico, que rechazó el ofrecimiento de Alejandro cuando a pregunta de análoga factura respondió: «que te corras del sol». Para peor, parece que el señor Santabárbaras ya cuenta con un cenáculo fundado por él mismo. Me temo que pronto vindicarán los notables y esa fundación será fundición».
El corrector subrayó todas las palabras en desuso. Me preguntó por qué había puesto «hierofante». Yo le contesté que mi personaje se creía un «maestro de nociones recónditas». Con una palabra podía expresar más de una cosa. Él fustigó mi forma escritura porque era de otro tiempo, inverosímil y hasta rebuscada. Las fue sustituyendo por otras.
Cuando terminó su trabajo, el lector abordó nuevamente su tarea pero sugirió otras voces que, según él, le daban calidad sonora. Para mí prescindían de mis preciadas figuras retóricas.
Los dos intrusos comenzaron a discutir fuertemente en si usar tal o cual vocablo, sobre si el sustantivo tenía que preceder o no a los adjetivos —¿habrán desconocían los epítetos?—, cosas de ese tipo. Yo tomé más distancia. La discusión llegó a un punto en no pude distinguir quién era quién. Al parecer, mi opinión no les importaba en absoluto. Me pregunté qué podía hacer para terciar en esa disputa, hasta que llego mi autor, me tomó del brazo y me invitó a dar un paseo para que «estos forasteros» —dijo, con énfasis— se las arreglasen entre ellos. |
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