Como Mickey Rourke, Randy ha estado solo muchos años. Tuvo su momento de gloría pero ya pasó. No sabemos cómo, simplemente se fue. Sin embargo, esa marea de sucesos dejó a Randy desnudo e incomunicado. El tiempo pasa facturas onerosas y para gente como Randy alguna de ellas pueden ser impagables.
Tantas batallas ha soportado que su cuerpo es hoy un perfecto tatuaje del dolor. Y son tantos los tendones rotos, los huesos trizados, las venas aplastadas bajo el peso de los oponentes, que es un milagro que la máquina siga en marcha. Es poco lo que queda pero hay. No es un secreto que la vida también hizo un buen trabajo con su corazón o, mejor dicho, con los dos corazones posibles en cada hombre, el músculo que empuja, y el otro, ese que se siente en el pecho pero que guarda sus fotografías en la parte trasera de la cabeza. Por patético que suene a este samurai sólo le quedan postales tristes en el carrete.
Su intento por recomponer su vínculo con su hija hace más evidente aun que ciertas cosas cuando se rompen se quedan así para siempre. Randy no ha cambiado mucho, su nena, ahora una joven estudiante que lo lleva en el alma como una herida, lo sabe. ¡Qué remedio! Fuck you, Randy.
“Quise borrarte, fingir que no existías pero no pude”, le confiesa en una desgarradora conversación que ambos mantienen caminando por lugares que una vez transitaron cuando ella era apenas una niña.
La suerte de Randy está echada. Un guerrero sólo sabe guerrear. El amor han golpeado su puerta demasiado tarde.
El último de sus actos será también el que mejor lo define: Randy, suspendido en el cielo del ring, haciendo el golpe que lo volvió célebre: la cornada.
Curiosamente, el ocaso de Randy proyecta la resurrección de Mickey Rourke. Bienvenido a casa, le dijo Sean Penn en la entrega de los Oscar, como una forma de premiar este increíble trabajo actoral. Eso, bienvenido seas Randy. Un gusto tenerte entre nosotros.