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El culo de una arquitecta
por Pedro Mairal (*)
No suelo concordar con el prójimo varón sobre cuál es el mejor
culo. Noto un gusto general por el culito escuálido de las modelos
flacas. A mí me gustan grandes, hospitalarios, macizos. Me gusta el culo
balcón, que sobresale y se autosustenta como un milagro de ingeniería. El
culo bien latino, rappero, reggaetón, de doble pompa viva y
prodigiosa.
Me salen versos cuando hablo de culos. Quizá porque en los
culos hay algo más antiguo y atávico que en las tetas, que en realidad son
una intelectualización. Las tetas son renacentistas, pero el culo
es primitivo, neanderthaliano. Con su poder de atracción
inequívoca, su convergencia invitadora, es un hit prehistórico. Despierta
nuestro costado más bestial: el del acoplamiento en cuatro patas. Las
tetas son un invento más reciente, son prosaicas. El culo, en cambio, es lírico,
musical, cadencioso, indiscernible del meneo de caderas, del ritmo, la
batida de la bossa que retrata a la garota que se aleja en Ipanema.
Porque el culo siempre se aleja, siempre se va yendo,
invitando a que lo sigan. Se mueve en dirección contraria de las tetas que
siempre vienen y por eso suelen ser alarmantes, amenazadoras, casi bélicas (me
acuerdo de las tetas de Afrodita, la novia de Mazinger Z, que se
disparaban como dos misiles). Las tetas confrontan, el culo huye, es elegía de sí
mismo, se va yendo como la vida misma y deja tristes a los hombres pensando
qué cosa más linda, más llena de gracia aquella morena que viene y
que pasa con dulce balance camino del mar.
Las mujeres argentinas tienen orto, las colombianas jopo, las
brasileras bunda, las mexicanas bote, las peruanas tarro, las
cubanas nevera o fambeco, las chilenas tienen poto. O mejor dicho, las chilenas
no tienen poto, según mis amigos transandinos que se quejan de esa
falta y quedan asombrados cuando viajan por Latinoamérica. Yo mismo casi me
encadeno a la muralla del Baluarte de San Francisco en el último Hay
Festival de Cartagena de Indias para no tener que volver y poder seguir
admirando el desfile incesante de cartageneras o barranquilleras cuyos
culos altaneros merecían no este breve artículo sino un tratado
enciclopédico o un poemario como el Canto General.
De las cosas que hacen las mujeres por su culo, la que más
ternura me da es cuando lo acercan a la estufa para calentarlo. No lo pueden
evitar. Pasan frente a una chimenea o un radiador y acercan el culo,
lo empollan un rato. El culo es la parte más fría de una mujer.
Siempre sorprende al tacto esa temperatura, el frescor del cachete en el primer
encuentro con la mano.
Durante el abrazo, se puede llegar a los cachetes de dos
maneras.
Una es desde arriba, si la mujer tiene puesto un pantalón, pero es
dificultoso y lo ajustado de la tela impide la maniobra y la palmada vital.
La otra forma es desde abajo y eso es lo mejor, cuando se alcanza el
culo levantando de a poco el vestido, por los muslos, y de pronto
se llega a esas órbitas gemelas, esa abundancia a manos llenas. En ese
instante se siente que las manos no fueron hechas para ninguna otra cosa
más que palpar esa felicidad, para sentir con todos los músculos del
cuerpo la blanda gravitación, el peso exacto de la redondez terrestre.
Se suele pensar que, en el sexo, la posición de perrito somete a la mujer.
Pero hay que decir que abordar por detrás a una mujer de ancas
poderosas puede ser todo lo contrario: es como acoplarse a una
locomotora, como engancharse en la fuerza de la vida, hay que seguirla, no es
fácil, uno bomba, carbón para la máquina. Es uno el que queda sometido a su gran
expectativa, absorto, subyugado, vaciándose para siempre en la
doble esfera viva de esa mantis religiosa.
Una vez vi un hombre de unos 45 años dando vueltas al parque,
corriendo tras su personal trainer. Lo curioso es que era una
personal trainer, y las calzas azules de esta profesora de gimnasia evidenciaban
que tenía un doctorado en glúteos. Como el burro tras la zanahoria, el
hombre corrí atras ella sin pensar en nada más que ese seguimiento
personal. No me sorprendería que a la media hora hubiera un grupo de
corredores trotandodetrás, en caravana. La música de los culos es la del
flautista de Hamelin. Los hombres, con su legión de ratones, van tras ella,
hipnotizados. Las mujeres saben aprovechar sus recursos. Yo trabajé en una
empresa en el mismo piso que una arquitecta narigona (esas narigonas sexys)
y con un 'tremendo fambeco'. Ella sabía que era su mejor ángulo y lo
hacía valer, con unos pantalones ajustados que dejaban todo
temblando. Era una de esas oficinas cuadradas, llenas de líneas rectas: el almanaque
cuadriculado, la tabla rectangular del escritorio, la ventana, los estantes,
las carpetas de archivos. Un lugar irrespirable de no ser por el
culo de la arquitecta que a veces pasaba camino a tesorería o a la fotocopiadora. Su
culo era lo único redondo en todo este edificio de oficinas. Lo único vivo
yo creo. Nunca intenté nada (se decía que tenía un novio), pero en
una época yo pensaba escribir una novela con los acoplamientos heroicos que
imaginé con ella. Una novela que iba a titular, con un guiño a Greenaway,
'El culo de una arquitecta'.
No escribí ni dos líneas de esa novela, pero sí algunos poemas
que ella nunca leyó. Me acuerdo que la veía antes de verla, la
intuía en un ritmo particular que tenía el sonido de sus pasos, un peso, un roce
de la cara interna de sus muslos de falsa mulata. Cuando aparecía en el
o.rabillo de mi ojo, ya sabía plenamente que se trataba de ella. Y pasaba y
todo se detenía un instante, el memo, el mail, la voz en el teléfono,
todo se curvaba de pronto, no había más rectas, todo se ovalaba, se
abombaba, y el corazón del oficinista medio quedaba bailando. No exagero.
Además era plena crisis del 2002. Todo se derrumbaba, caían
los ministros, los presidentes, caía la economía, la moneda, la
bolsa, caía el gran telón pintado del primer mundo, caía la moral, el ingreso per
cápita, todo caía, salvo el culo de la arquitecta que parecía subir y subir, cada
vez más vivaracho, más mordible, más esférico, más encabritado en su
oscilación por los corredores, pasando en un meneo vanidoso que
parecía ir diciendo no, mirame pero no, seguime pero no, dedicame poemas pero no.
Ojalá ella llegue a leer esto algún día y se entere del bien que me hizo
durante esos dos años con solo ser parte de mi día laborable pasando con
tanta gracia frente al mono de mi hormona. Y ojalá se entere también
que, cuando me echaron, lo único que lamenté fue dejar de verla desfilar por
los pasillos respingando el durazno gigante de su culo soñado
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