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Parte de esta columna la escribí escuchando este clásico de Tears for fears. Supongo que tiene sentido.
Esta es la típica conclusión que otorgan los años: en este baile no hay redención posible. Vivir es luchar con escasos y raros momentos de sociego en el medio. Podría, incluso, reformular la idea: vivir es el desafío de nadar o sufrir el incómodo percanse de ahogarse. La paradoja de avanzar sabiendo que jamás se llegará.
Es el transcurso hacia lo que queremos, no lo que queremos específicamente, lo que valida el propósito. De tanto escribirla, he terminado por creerme esta oración.
Si el fin fuera, por ejemplo, leer todos los libros de Truman Capote, me perdería de pleno, el goce de explorar lo intenso de su literatura. No es Nueva York, sino la alegría de recorrerla con el mapa guardado en el bolsillo. Ni los hijos por los hijos, sino el verlos crecer y los besos que recibirás en cualquier momento.
De cada uno de estos aliados necesitamos para combatir el ritual del esfuerzo.
Porque la vida, leí por ahí, es una lección absurda. Un curso en el que aprendemos a comportarnos cuando ya es demasiado tarde. Si supiéramos a los 20 los que sabemos a los 50. Si tuviéramos el kilometaje de los abuelos cuando nos convertimos en padres primerizos ¿No te parece un chiste cruel todo esto?
¿Qué sucede cuando alcanzas tus sueños?, escucho por la radio de labios de una joven locutora nocturna. La respuesta es una curiosa contradicción: te decepcionan, te cansan, te resultan odiosos. Los sueños, querida amiga, no se protagonizan. Son energía creada para movernos |
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