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Hace muchos años ya que en la Patagonia sur se provocaron unos gigantescos incendios con el fin de hacerle lugar al futuro ganado y a las ovejas. Recree la situación desde un ángulo ficticio. Supongo que es la síntesis de mi propio imaginario, de la cultura en la que nací y de la realidad misma: las extenciones mudas y recuperándose muy lentamente.
Nosotros comenzamos el fuego.
No era tarde cuando Guido y yo encendimos las primeras antorchas. Era septiembre. El cielo perfectamente azul sobre nuestras cabezas. Mejor, dijo Guido, así notamos la diferencia. El día y la noche. Yo tenía mis dudas. Pero como no sabía si al final eran dudas o miedo, preferí seguir adelante. No me gusta pasar por cobarde cuando en realidad no sé si algo está bien o mal de mi parte. Don Arturo había dicho que era necesario, por lo que Guido y yo no agregamos nada. Nunca agregábamos un bocado de todos modos. Seguíamos órdenes. Ibamos a ser los primeros de muchos que harían lo mismo.
Guido había dibujado sobre un papel de embalaje un arco que pretendía anticipar lo que ocurriría. Te lo marco para que sepas, me explicó. Es que cuando empiece no va a parar más. Va a ser como si el sol cayera a pique y se enterrara en la Tierra. Verás una medialuna gigante, roja, ardiente, olas de fuego del tamaño de un cerro y un muralla de humo negra. Impenetrable. Nadie. Nada. Si queda un sólo guanaco, un puma o nosotros mismos en el área, moriremos chamuscados igual que una mariposa sobre un hierro caliente. Después de un rato, horas, no quedará un alma que respire o piense pero el sol seguirá ardiendo. No me preguntes hasta cuando. Hasta donde. Será el infierno y lo habremos despertado nosotros. Dicho esto hizo una mueca que interpreté como orgullo, satisfacción, certeza de posterioridad.
El, Guido Mansilla, y yo, Saturnino Aguilar, comenzamos el primer y más devastador incendio de la Patagonia. El fuego que destruiría los bosques del fin del mundo con el propósito de dejarle espacio a las ovejas que alimentarían el estómago de Europa. Eso dijo, Don Arturo, y a mi me sonó a cuento escosés. A demasiado, aunque era cierto y era mentira porque aun se hizo jamás llegó a cumplirse en su totalidad.
Por aquella proeza cruel, pasaríamos a los libros de historia. Dejaríamos de ser dos peones anónimos en el último confin de los mapas.
Nunca me imaginé que me convertiría en el Diablo. |
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