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Mucho antes de que internet se hiciera popular, Jacinto y Olga se fueron conociendo mediante el ida y vuelta del correo postal. Su historia de amor trascendió las fronteras de mi pueblo el día en que salió en los medios nacionales. El, vendedor de diarios, ella ama de casa. Después de haber descubierto la dirección del otro en una revista dedicada a los corazones solitarios, intercambiaron postales de sus respectivas geografías, esquelas que goteaban miel y besos dibujados en la forma de labios rojos. Cosa de chicos compartidas por dos adultos que andaban en sus sufridos cuarenta. Ninguno era una pinturita. Tampoco abrigaban esperanzas al respecto. No venía al caso la belleza del otro.
De las cartas pasaron a las llamadas telefónicas pero no por mucho tiempo puesto que entonces en mi pueblo había un único teléfono público, grande y negro, al que se le daba aliento con una manija. Por supuesto, era caro. Finalmente Olga se volvió cuerpo y alma. Se vieron, se enamoraron, se casaron. El la conquistó con el defecto de su voz de cantor afónico de diarios y la rebeldía de su barba al ras eterna e incipiente. Y a pesar de su condición humilde, Olga lo aceptó. Ella por su parte sólo tuvo que meterse en la cocina para demostrarle que si, efectivamente, era la princesa del sabor. Una dama refugiada detrás de vestidos amplios, tapizados en flores, chillones y desvergonzados. Ninguno podría haber sido nunca tapa de "Vogue" pero, hasta donde yo sé, se amaron.
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