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Adelanto del Mediomundo del jueves.
Mucho antes de que internet se hiciera popular, Jacinto y Olga se fueron conociendo mediante la rudimentaria herramienta del correo postal. Su historia de amor trascendió las fronteras de mi pueblo porque un día salió en los medios nacionales. Así fue que me enteré. El, vendedor de diarios, ella ama de casa. Después de haber descubierto la dirección del otro en una revista dedicada a los corazones solitarios, intercambiaron postales de sus respectivas geografias, esquelas que goteban miel y besos dibujados en la forma de labios rojos. Cosa de chicos que compartían dos adultos que andaban en sus cuarenta. Ninguno era una pinturita. Tampoco abrigaban esperanzas al respecto. No venía al caso la belleza del otro. Desde niño él había aprendido a disfrazar su voz de ave tropical en un sonido feroz que escupía la palabra “diarios” en una esquina del centro. ¡Diariooooooo!, gritaba y nunca llegaba uno a enterarse de si alcanzaba a pronunciar la “s” que explicaba a cabalidad su producto. Ella usaba vestidos amplios, tapizados en flores, chillones, desvergonzados. Verdaderos manteles quitados de las mesas de un restaurante de comidas típicas.
De las cartas pasaron a las llamadas telefónicas pero no por mucho tiempo puesto que entonces en mi pueblo había un único teléfono público, grande y negro, al que se le daba aliento con una enorme manija igual que se hacía con un Ford T. Por supuesto, era caro. Finalmente Olga se volvió cuerpo y alma. Se vieron, se enamoraron, se casaron. El la conquistó con el defecto de su voz y la rebeldía de su barba al ras siempre incipiente. Y a pesar de su condición humilde, Olga lo aceptó. Ella por su parte sólo tuvo que meterse en la cocina para demostrarle que si, efectivamente, era su princesa. |
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