“La próxima vez que fallen en atraparlos, en lugar de disparales a ellos, primero los mataré a ustedes, inútiles.”
Este es apenas un botón de muestra de los muchos y oscuros diálogos que tienen lugar en el transcurso de “La Pandilla Salvaje”, de Sam Peckinpah.
Hay otro: “Puedo montar, Pike, puedo montar, pero no puedo ver. ¡Mátame!”. Luego se escucha el disparo.
Se dice que “La pandilla salvaje” marcó el definitivo final de la era del western. Años después vendrían los llamados western crepusculares como el clásico “Los imperdonables” y, la muy reciente, “La proposición”, sin embargo, la vitalidad del género habría dado su canto de cisne con esta obra maestra del autor de “Perros de Paja”.
En varios niveles “La Pandilla Salvaje” no es un western característico. Tiene varios elementos propios del spaguetti pero de ahí en más toma un viraje que lo deja en un lugar insospechado. Así como es insospechado su principio y su final, dos mini obras conceptuales parte de una poderosa obra mayor.
Recordemos el principio: la primera escena abre con un grupo de militares perfectamente uniformados entrando al pueblo de San Rafael. Los señores, con una elegancia que derrite fronteras, ayudan a cruzar la calle a una dulce señora. Luego entran al banco del lugar, lo asaltan y descubren que han caido en una trampa. Da igual. Salen a los tiros y entre los suyos y los de los cazarecompenzas que los esperan, matan, literalmente, a medio pueblo.
El segundo momento del filme es cuando deciden vengar la muerte de uno de sus amigos a manos de un general revolucionario, ambicioso y borracho (no en ese orden). Sin mayores preámbulos, lo atacan en su fiesta privada y se debaten a los tiros contra unos 200 soldados quienes tardan un buen rato en matarlos. Esta última escena representa un hecho cinematográfico sin precedentes que nunca más se volvió a presenciar en la historia del género.
“La pandilla salvaje” puede sostener una extensa gama de percepciones. Su director defendió la violencia implícita apuntando con el dedo hacia el asesinato de JFK y la guerra de Vietnam. No es casual, después de todo fue filmada a fines de los 60 (post revolución de las flores), y ambientada en 1913 (el principio de la producción en serie). Otros simplemente vieron el gérmen de una violencia gratuita que se reproduciría en muchas otras películas de los años 80.
En materia de estética cinenatográfica, el filme de Peckinpah, dejó un huella que hasta hoy no se ha borrado. El director utilizó todos los recursos que llegaron hasta sus manos con la idea de transmitir mediante la flexibilidad de la imagen una estructura narrativa válida por sí misma. O sea, por un lado va el guíón: un grupo de pandilleros que viaja de pueblo en pueblo asaltando lo que se les cruza. Por el otro, la búsqueda visual: escenas en relento con el propósito de subrayar pasajes, y fracciones y más fracciones de cuadros que componen un fastuoso rompecabezas traducido en un western atípico pero respetuoso de la tradición.
Un lectura más profunda aun da cuenta de la caída del forajido en un nuevo contexto social donde el automovil reemplazará al caballo, las metralletas a los revólveres y los rifles, y la codicia por el poder, al deseo por las cosas simples de la vida que pueden procurar un par de miles dólares, tales como whisky, mujeres, y más whisky. Por supuesto, no nos olvidemos de las puestas de sol y los caballos.
O, como canta Ricky Nelson, en “Río Bravo”: “my rifle, my pony and me”.
Otro diálogo para el recuerdo pone a dos de los protagonistas en una cómica encrucijada laboral.
Pike, el jefe de la la pandilla, le dice a Dutch, su amigo: “Este iba a ser mi último asalto, luego pensaba en retirarme”. A lo que Ducth responde: “¿A dónde van a retirarse unos tipos como nosotros?”.
No muy tarde ambos encontrarían la respuesta tan esperada.