Como suele decirse en estos casos: la vida de Michael Clayton es un océano de contradicciones. Ha llegado a la mediana edad sólo para descubrir que no posee nada. Es dueño de una carrera, cierto, pero su papel como “hombre capaz de obrar milagros” en una de los bufetes más importantes del mundo, no termina de convencerlo. Clayton está muy lejos de ejercer la abogacía. Es más bien un limpiador, alguien que se dedica arreglar los desastres que hacen cada tanto los poderosos o los hijos, primos y amantes de los poderosos. Pero ya hablaremos de todo eso.
Volviendo a su situación patrimonial. Para cuando la historia comienza, Michael está tratando de salir como puede de un verdadero atoyadero. Meses antes, él y su hermano, un alcohólico redimido, habían puesto un restaurante en Manhattan. De un modo que no explica el guión, su hermano lo arruinó y el negocio se vino a pique. Ahora Clayton está 75 mil dólares abajo y su socio desaparecido en acción. No tiene el dinero, por supuesto, y ese no es el mayor de sus problemas.
Primero una urgencia: un colega del estudio llama a Clayton y le explica: tengo un cliente muy importante que acaba de atropellar a alguien. Representa la mitad de mis ingresos. ¿puedes arreglarlo, Michael?”. Si, claro que puede.
Ahora lo importante: su mejor amigo, Arthur Edens (interpretado por el excelente Tom Wilkinson) acaba de tener un brote psicótico y en una reunión en donde se diririmía parcialmente el futuro del caso más importante del estudio ha decidido desnudarse como una ofrenda a una de las demandantes. De hecho, la película comienza con la voz de Arthur, explicándole a Michael que de pronto se ha dado cuenta que no es un ser humano si no una pieza infecta expulsada por un organismo cuya única función es destruir la vida de las personas: se refiere a su bufet y se refiere a la empresa agroquímica que durante seis años él mismo ha defendido brillantemente con uñas y dientes.
También mandan a Michael a arreglar semejante desastre.
“Michael Clayton” fue escrita y dirigida por Tony Gilroy, quien tardó seis años en concretar el proyecto (si, los mismos seis años que lleva Edens facturándole horas a la empresa que representa). Se filmó en uno de los mayores estudios de abogados de Manhattan: Dewey Ballantine (hoy Dewey & LeBoeuf) ubicada en el Calyon Building de la Sexta Avenida.
El proceso de Gilroy fue largo y hasta cierto punto tortuoso. Tenía un buen guión -el hombre se especializa en ellos ha trabajado, por ejemplo, en la saga de Bourne- pero le faltaban los actores. Y, entre estos, necesitaba al menos a una estrella para obtener distribución internacional. La cosas se fueron dando: tuvo a Tilda Swinton, quien simplemente se apropió del papel en el que interpreta a una feroz ejecutiva, y luego a Tom Wilkinson, a quien le basta con ser Tom Wilkinson para llenar la pantalla. El guión le interesó a Steven Soderbergh y con él llegó George Clooney. Aquí viene lo interesante, porque aunque la producción deseaba fervientemente a un actor de la categoría de Clooney, la historia en sí requería que George Clooney actuara de cualquier otra cosa menos de George Clooney. No sé si me explico, si Clooney quería aparecer y enriquecer el filme sin dañar su delicada textura debía olvidarse que era un hombre encantador. Así fue. Con esa consigna esta estrella de Hollywood logró una de sus mejores y convincentes actuaciones. Al final, Tilda Swinton se llevó el Oscar a la mejor actriz secundaria y la película obtuvo otras nominaciones y críticas entusiastas.
Esto también suele decirse en estos casos: he visto Michael Clayton media docena de veces ¿Qué hay allí? Pues, Clayton es un homenaje a la capacidad de sobrevivir que tienen ciertas personas. Porque, en definitiva, eso es él, alguien que aun superado por las circunstancias sabe qué puertas tocar. Y cuando nada resulta, tiene un poco de suerte.
Cansado de su papel, en la bancarrota, a punto de cruzar el umbral de su presente en llamas hacia una crisis que lo enviará quién sabe a qué Purgatorios, Michael camina una fría madrugada, en el medio del campo, donde unos caballos pastan. Casi alcanza a tocarlos con las manos cuando su Mercedes Benz estalla en mil pedazos. Entonces vuelve corriendo y lo comprende todo: agarra sus documentos y su reloj y los lanza al fuego. Se vuelve un ser anónimo. Una vez más.
Las diez razones de Bruno para ver Bruno en EL Show de David Letterman
Homofóbico, misógino, antisemita, admirador de Stalin y sexópata. Por si se lo perdieron, ése sería Borat. Y cuando aún no se han apagado las brasas por todo lo que provocó hace tres años este supuesto reportero de televisión de Kazajistán, ahora llega "Bruno", otra perversa, estúpida y divertida creación de Sacha Noam Baron Cohen. El artículo completo en "Río Negro": "Políticamente muy incorrecto"
Les dejo un adelanto de un artículo más extenso que aparecerá este viernes en ESC acerca de la relación entre el cine y las epidemias.
El cine siempre tuvo un lugar en su agenda para las grandes pestes que asolaron a la humanidad. De hecho, hay más de una película por cada enfermedad que se nos pueda ocurrir.
En internet el periodista Darío Lavia ha elaborado para el sitio Quintadimension.com, un completo (casi obsesivo) informe acerca de la relación entre las enfermedades y el cine para los que quieran profundizar en el tema.
En todos los casos mencionados el criterio predominante fue la realidad. Una mirada que cambió radicalmente con el pasar de los años hasta que se estableció una idea mucho más paranoica en la que se ha venido asociando enfermedad con Apocalípsis. Es probable que al menos una parte de la civilización actual (la que produce películas justamente) se haya olvidado de que los virus y las pestes en verdad existen, y esto impulsó una buena cantidad de argumentos en los que la enfermedad adquiere el rostro monstruoso de un chupasangre o un zombie. Títulos como la saga “Soy leyenda” (remake de dos clásicos del género vampiro)“Resident evil”, “Exterminio” (y las secuelas de ambas), la “Trilogía de los muertos” de George Romero, hablan por sí sólos acerca del recursos que más y mejor se han utilizado en la industria del entretenimiento en los últimos años.
Hubo excepciones: “Epidemia” con Dustin Hoffman, se hace eco de las epidemias de ébola que acabaron con tribus enteras en Africa en los 90; “12 monos” de Terry Gilliam, alertó sobre el accionar de ciertos grupos fundamentalistas (aunque al final la película da un giro y todo se explica distinto) capaces de usar un arma bacterológica o similar para exterminar a la sociedad moderna; la más reciente “The Happening”, plantea una disputa ¿futurista? por el espacio vital entre la madre naturaleza y las personas.
También se han visto hace poco otras opciones cinematográficas, es el caso de “La amenaza de Andrómeda”de Mikael Salomon, remake del filme del mismo nombre (1971), dirigido por Robert Wise, y basada en la novela de Michael Crichton acerca de una epidemia que dejó vivos a un niño y un anciano; “Al otro lado del mundo”, con Edward Norton, Naomi Watts, sobre una relación amorosa que se desarrolla en medio de una epidemia en China; “Ceguera”, de Fernando Meirelles, una adaptación de la obra de José Saramago “Ensayo sobre la ceguera”.
Vaya uno a saber si se consigue en los videoclubes pero no vendría mal darle su segunda oportunidad a la versión cinematográfica de “La Peste”, de Luis Puenzo. Y si el libro de Albert Camus anda cerca ¿por qué no avanzar entre sus páginas?.
Para finalizar el muestrario un filme japonés. “Infection” de Masayuki Ochiai, relata la cotidiana y desgarradora rutina de un grupo de médicos atrapados entre las paredes y las carencias de un hospital público. En medio de la decadencia, la indiferencia y la burocracia este grupo de médicos y enfermeras debe enfrentar una sobrepoblación de enfermos y hasta el principio de una devastadora epidemia.
Y si, suena conocido.
Algún día tenía que suceder. Y fue ayer, en Bangkok. Cada uno muere en su ley, de modo que si Manuel Vázquez Montalbán se apagó como el juguete a pilas de un niño en el aeropuerto de esa agitada ciudad, abrazado al manuscrito de su última novela, David Carradine lo hizo dentro de un armario sospechosamente atado ¿En que estaba ocupando sus horas vacías, el bueno de David, mientras sus amigos lo esperaban a cenar? Se sabe, si hay un paraíso de las licencias, ese es Bangkok. Nadie podrá afirmar que su epitafio no estuvo a la altura de su leyenda.
Formó parte de los elencos de más de 100 películas a lo largo de un carrera en la que hubo de todo. David Carradine era un trabajador del oficio. Tuvo el privilegio de actuar para Ingrid Bergman, como la rutinaria tarea de batirse a tiros con cuanto villano se le cruzara en un western de baja producción. En materia de cine David no tenía un paladar exquisito pero si un estómago de hierro.
Su éxito (o la posibilidad de permanecer en el Olimpo de los actores inolvidables) devino de un robo descarado. A principios de los 80 alguien le birló una idea brillante a Bruce Lee y con el guión en mano un grupo de productores fueron a golpear la puerta siempre disponible de Carradine. Por supuesto, él aceptó y desde entonce cada vez que alguien mayor de 35 años ve el rostro amplio y curtido de David Carradine, exclama, murmura o señala sin temor a equivocarse: ¡mirá, Kung Fu!.
Curiosamente, Carradine no tenía el menor conocimiento de artes marciales hasta ese momento. Fue la serie la que cambió su carrera cinematográfica aunque se tratara de una tira de televisión (muy bien dirigida y que introdujo llamativos e innovadores recursos narrativos); y fue el personaje el que transformó el resto de su vida.
Carradine pudo encarnar muchos otros papeles. Tenía el talento y probablemente la disposición pero el signo de Kung Fu lo obligó a pasar gran parte de su existencia arriba de un caballo, disparando un arma o resolviendo a las patadas cualquier conflicto callejero. Lo hizo en los 70 con “Kung Fu”, en los 80 en diversos filmes de acción de mayor o menor envergadura, en los 90 con “Kung Fu: la leyenda continúa” y en el nuevo siglo, es público y notorio el llamado de Quentin Tarantino para “Kill Bill”.
Aun en los periodos más difíciles y de mayor sequía laboral Carradine pudo asirse de esa cadena de plata que lo sostuvo hasta lo último. Pensemos en que el actor escribió no hace tanto un libro llamado: “El espíritu del shaolín”, demostrando así una perfecta sintonía entre el personaje y la persona. Cuando Tarantino lo contrató para protagonizar la segunda parte de Kill Bill (en la primera sólo alcanzamos a ver sus manos), no hizo más que reafirmar la estructura del mito.
El desarrollo natural del actor ya transfigurado en fábula, era asumir un papel en el cual padre e hijo, es decir, David y Kwai Chang Caine, se volvieran uno sólo en la pantalla. Entonces nació Bill, un malo malísimo por el cual el espectador no puede sino sentir simpatía. Como Kwai Chang Caine, Bill fue a un monasterio y se las vio feas. Sin embargo, al contrario que Kwai, Bill tomá el camino del mal, hace dinero y espera a su destino en una lujosa mansión en compañía de su hija.
Porque si bien David es un asesino y su banda está integrada por lo más despreciable que uno pueda encontrar en esta tierra, no es menos cierto que la chica del sable le ha roto el corazón.
Bill merece más que ningún otro ser humano morir por atrocidades como la de balear a su ex y a todos los presentes en plena capilla cuando ésta estaba por casarse con el dueño de una disquería en El Paso. Su final en “Kill Bill 2” también está vinculado al amor: se trata de un golpe letal. Un golpe al corazón emitido por la mujer que tanto ha amado.
Esta fue la muerte más gloriosa de David Carradine en la pantalla. Un viejo tramposo que se disfrazó de chino siendo tán típicamente americano (nació en Los Angeles), que engañó a varias generaciones haciéndose pasar por un luchador cuando no levantaba la patita mas allá de los 10 centímetros del piso, que tomó todo lo que la vida le dio (unas 118 películas, tantas otras series y hasta un curso en DVD de Tai Chi) y con eso hizo una fortuna.
El último truco de David todavía se puede ver en su sitio web. Un anónimo escriba se lamenta de la inesperada muerte del actor pero no demora en pedir una donación de los fanáticos. Siempre viene bien un puñado de dólares para el resto del camino.