No debo ser el primero que después de muchas horas de insomnio ha terminado por ver el 80 ó 90 porciento de las películas que tienen los videoclubes de su ciudad o pueblo. De modo que el día en que, por vaya a saber que sortilegios del destino, descubrimos que nos queda uno por conocer, y que, encima, almacena estrenos y clásicos codiciados, pues es para descorchar champagne. Eso me ha pasado a mí en los dos últimos meses. Celebro a este estimado colega, alma gemela en la pasión por los filmes de todos los tiempos.
¿A qué va todo esto? Pues a que, el propietario de quien les hablo, también ofrece en una pequeña repisa libros usados y no tiene empacho en venderlos a bajo precio. De modo que ahora cada vez que visito mi video amigo también salgo cargando con un libro que me falta o del cual deseo otra edición. Hace unos días, alquilé “Unfamous”, acerca del periodo en que Truman Capote escribió su novela “A sangre fría”, justo cuando iba a pagar encontré que el amigo vendía “Matar a un ruiseñor” de Harper Lee. Como saben, esta escritora es quien acompañó a Capote en toda la primera parte de su investigación del terrible asesinato múltiple. Ayer, junto con alquilar “Crimen perfecto”, con Anthony Hopkins, una película que me pareció mala y que toma al espectador por bobo, compré “Los crímenes de la calle Morge”, del maravilloso Edgar Allan Poe. Supongo que cuando llegue la colección completa de “Los Soprano”, compraré un libro barato y de tapas amarillentas que se llama “Vida de un ganster”, anónimo.
Hay escenas, momentos que justifican películas enteras. O las ratifican. “Copiando a Beethoven” tiene uno maravilloso. Es justo cuando el genio sordo acude a la ayuda de una asistente para dirigir en el estreno de su Novena Sinfonía. Ella permanece entre los músicos, escondida marcando el tiempo de la obra. Música, imagen e interpretación son capas que en esta secuencia de alrededor de 10 minutos van superponiéndose con maestría. Una maestría que uno debe adjudicarle a su directora Agnieszka Holland. El filme cuenta con la actuación de Diane Kruger y Ed Harris. Ambos en papeles complejos y que resuelven con elevado espíritu.
David Mamet es un creador de pequeñas joyas cinematográficas. Sus paisajes a veces de tan breves resultan asfixiantes aunque siempre conmovedores. Una de sus películas más destacadas es una de acción llamada “Spartan” (Búsqueda desesperada”) que tiene a Val Kilmer como protagonista. Y si dos cosas podía pedir un cinéfilo amante de la acción es volver a ver a Kilmer en un papel de estas características (ya había hecho un trabajado tremendo en “Fuego contra fuego” de Michael Mann) y a Mament al frente de un policial con escenas de mucho dinamismo.
En “Spartan” nadie es presentado formalmente, ni siquiera la trama. Sólo se sabe que alguien, una chica ha desaparecido y, por motivos que ignoramos, hay que encontrarla antes del lunes. Los involucrados en la búsqueda no parecen policías y tampoco actuan como tales si bien son capaces de utilizar el largo brazo de la ley como aliado. De una intriga en otra el guión se va transformando en un viaje peligroso que desembocará en un punto de no retorno. Los finales de Mamet se caracterizan por dejarnos vacíos, llenos de una materia oscura que no estaba allí cuando comenzamos a ver la película. Esta no es la excepción.
En más de una oportunidad Truman Capote aseguró que nadie sabía el infierno por el cual había pasado durante los años en que escribió “A sangre fría”. Bueno, al menos en parte, nos llegó la oportunidad a sus lectores de fisgonear el Cadalso del escritor norteamericano. Dos películas ayudan a entender la trama secreta del personaje. “Capote” y “Infamous”. Ambas están brillantemente interpretadas y ambas poseen momentos estremecedores. Lo curioso de este asunto, y perturbador además, es que luego de que Capote atravesara con su persona la historia del crimen de los Clutter, ya no se pudo jamás dividir la crónica policial en sí, de la novela de Capote. Una y otra están poderosamente conectadas. Y, para ser exactos, lo están de un modo trágico.
La “verdad” de los asesinatos cometidos por Dick Hickock and Perry Smith ha quedado, para bien o para mal, registrada bajo la pluma de Truman Capote.
Suponemos que el relato de Capote es de una exactitud tan pasmosa que ya no hace falta indagar por otras zonas. En rigor, no hay dos versiones noveladas de la matanza de lo Clutter más si dos filmes sobre la vida de Capote con este metido de lleno en la investigación.
Capote consigue la morbosa proeza de transformarse en el locutor y en el testigo oficial de un crimen espantoso. Han habido una enorme cantidad de crímenes a lo largo de la historia pero este en particular atravesó el tiempo porque un genio de la escritura decidió prolongarlo como un hecho artístico. “No me importa si el crimen se resuelve o no”, practicamente le grita Capote al policía local Alwin Dewey, el día en que el oficial no quiere revelarle información clasificada.
La manera en que Capote se encontró con el asesinato de esta familia de granjeros fue de lo más pueril: mediante un artículo en el diario que ocupaba apenas el pie de una página. Capote llevó ese acontecimiento al nivel de super noticia por el hecho, en principio, de ser él quién terminó dándole color y forma al rompecabezas del crimen.
Capote consiguió su mayor anhelo para ese momento de su carrera acaso algo quebrada por la inercia del reconocimiento: desarrolla gracias a su talento un producto literario inédito a partir de una instancia de no ficción. Con ello, el autor de “Plegarias atendidas”, escaló a un pico de popularidad comparable al de las estrellas de cine y virtualmente se hizo rico. Fue su gran obra, su novela regidora, y luego de esta vino el declieve.
Lo que le ocurrió a Capote, salvado las distancias de dramatismo, le ha pasado a otros genios del firmamento rockero y científico. Personajes que por unos años se muestran productivos e inteligentes y luego de tocar el cielo con las manos se derrumban para jamás encontrar la manera de volver sobre sus pasos.
Capote dejó de escribir novelística para centrarse en aquello que su espíritu podía concebir luego de la tarea colosal que le significó “A sangre fría”. Por eso se refugió en el periodismo, y en la crónica. Sus relatos reunidos en “Música para camaleones” conforman una selecta prueba de que su capacidad para percibir la realidad, sopesafrla y traducirla con un ritmo y una textura sobresalientes no había desaparecido.
Lo que gritaba ausencia en la humanidad de Capote, era su espíritu, el sentido último por el cual él, o cualquiera, debía seguir con vida después de retratar la obra cruel de unos hombres con los cuales estableció un pacto de colaboración que se convertiría en un laberinto sin salida.
A su modo, Capote terminó siendo partícipe de la muerte de los Clutter, en tanto testigo a posterior.
Ambos filmes son recomendables y, por supuesto, la novela es un paisaje que no podemos eludir.
Este invierno comencé a leerla por segunda vez, pero la dejé por la mitad. No soy capaz de entender que sucedió en mi interior. Salvo que esta vez, con mi curiosidad ya saciada, la novela me afectó, me hizo mal.
“A sangre fría” se transformó en el diario de vida de un crimen. Un libro sagrado y maldito al mismo tiempo. Un templo de recursos para quienes pretenden acercarse a los vericuetos del periodismo y un lugar de conmoción para los que buscan emociones fuertes.
Son dos los infiernos que allí se relatan: el de quien lo refirió para el resto del mundo, y el los involucrados, esos hombres y mujeres que un día asistieron a la cita del odio y la locura.
Raquel London apareció un día por casa. Sonreía graciosamente, me dijo que le gustaban los libros, la charla. Su simpatía revelaba también su natural elegancia. Como si viniera transportada de un castillo medieval o de una corte europea.
Raquel hace muchas cosas, y una de ellas es tomar excelentes fotografías. Ha recorrido el mundo y ahora vive en Patagonia. Su mirada es profunda, intensa, fresca. Cuando hace el click, descubre una vez más el sur.
Ahora tiene un sitio personal con sus imágenes. Se los recomiendo.