Hay más de un libro sagrado en el biblioteca personal de cada uno.
Durante años hemos escuchado que los libros sacros, aquellos dictados por los labios de Dios, son escasos y definitivos. Sin embargo, a riesgo de insinuar una religión caprichosa e individualista, diré que he encontrado otras formas de espiritualidad en tantos otros textos que no necesariamente arrastran el cuerpo de la divinidad. Algunos, de hecho, parecen tan lejos de ella como cerca de la piel de los hombres y mujeres que ejercen de personajes.
Creo que puedo avanzar un poco más en mi teoría. Si una inteligencia existe y tiene un propósito en este universo abrumador, bien es capaz de hablar a través de la voz de sus hijos más rebeldes, los más extraños e incluso los menos pensados.
Un libro con la impronta de lo infinito lleva consigo el derecho y poder de sacarnos del fango. De inspirarnos. De empujarnos más allá de nuestras penas o de nuestros exilios emocionales.
Hurgando en lo profundo de su dolor y bajo las ropas de los fantasmas del horror nazi, Primo Levi, fue capaz de revindicar la humana dignidad ¿No tuvo Neruda algo de dios mitológico cuando le cantó a cada una de sus mujeres y a cada una de las cosas de este mundo? ¿No nos enseñó Susan Sontag a entender la enfermedad como un elemento pausible de la propia existencia? Y ha sido Paul Auster quien bosquejó la telaaraña inaudita que subyace a la coincidencia de las coincidencias. Y así. Un largo, espléndido y populoso “así”.
Cuando un poema nos traslada de la oscuridad a la sombra, creo que habla dios. O un ángel. O la imitación de un ángel, que sé yo. Cuando un párrafo de un libro nos anima al cambio mientras la duda carcome. Cuando una línea luminosa nos invita a ir de viaje y aceptamos complacidos. Cuando descubrimos unos versos ajenos que incluiremos junto a un ramo de flores. Cuando subrayamos una oración que no queremos, que no debemos, olvidar porque por ella seguimos y seguiremos. Entonces, habla dios. Hablan las voces milenarias. El corazón de todos aquellos que una vez amaron.
Esta es la historia de Mandy y de su celular. Mejor dicho: esta es la historia de Mandy, de su celular y el celular de su padre. O, más definitivo aun, esta es la historia de Mandy, su padre y de todas sus amigas que tienen su propio teléfono.
Mandy es un pobre niña rica que vive en un reino apenas un poco más acotado y modesto que Camelot, el barrio privado donde respira su Príncipe Azul y un grupo de chicas tan odiosas como las hermanastras de Cenicienta. Por ser quien es y como es, Mandy, debe soportar una brutal impopularidad en la escuela. Es linda pero no es hot. Y su celular, aunque la comunica, lo hace de modo deficiente puesto que es un viejo modelo “sapito” que no tiene video cámara. Todo cambia el día de su cumpleaños cuando, como por arte de magia, el chico de sus sueños la rescata de ahogarse en una pileta, y más tarde, ya recuperada (y extasiada), recibe de parte de su padre un video-celular. Sin embargo, el mismo aparato que la enaltece la encadena a su progenitor, el que la obliga a reportarse cada media hora. Condenada igual que un personaje de Sartre, la pobre Mandy, se debate entre engañar al hombre o perderse la fiesta del año a la cual fue invitada por el pibe ideal.
Muchas pero muchas de las cosas que le ocurrirán a Mandy antes de que pueda cruzar el umbral de Camelot quedarán registradas en su teléfono o en el de alguien más. Las chicas, de este o del otro bando, terminan funcionandp como faros, como cámaras de transmisión o como directoras sin censura de un reality show adolescente. Mandy es retratada cuando se abraza inocentemente a su chico, imagen que llega precisa y certera al teléfono del padre. Luego, como revancha, una amiga suya grabará en video y retrasmitirá a todo el planeta Camelot, el momento en que su cruel oponente vomita sobre una mesa. Casi ninguna obviedad quedará vedada a los ojos de los otros.
El filme se llama “Fotografía esto”, está dirigido por Stephen Herek y protagonizado por Ashley Tisdale (la mala malísima de “High School Musical”) y el muy buen actor Kevin Pollak. Aunque tiene un argumento típicamente veraniego y pasatista, contiene esta línea de pensamiento que nos revela que tan lejos hemos llegado a la hora de observar la realidad a través del prisma de una minicámara. Y que tan cómodo nos resulta, de paso.
La película tiene momentos que grafican esta tendencia de un modo brutal. Seremos testigos privilegiados de como Mandy engaña a su padre quien insiste en verla estudiando cada 30 minutos exactos. Mandy produce imágenes, de ella y sus amigas concentradas en sus deberes, especialmente para el celular de su padre. Logra verdaderos imposibles. Su creatividad es tan infinita como los recursos multimedia de su teléfono.
El padre aceptará lo que ve. En términos estrictamente técnicos la chica hace sólo lo que él le pide: que represente un papel. Al final el amor triunfará. De un modo tan inexplicable como suele desarrollarse la pasión en todas sus edades Mandy conquista a su príncipe en la fiesta de gala. Aunque la felicidad es compartida, nadie aplaude. Todos tienen sus dedos demasiado ocupados en su celular, reenviándose el beso de los novios los unos a otros.
“Jack, ¿cuanto tiempo te tomó escribir “En el camino”?”, le pregunta Steve Allen a Jack Kerouac, al tiempo que acompaña su pregunta con un acorde de jazz en el piano.
-Tres semanas, responde Kerouac.
-¿Y cuanto tiempo estuviste viajando?, retruca Allen.
-Siete años, explica el autor.
Tres semanas para dar a la luz una obra maestra de la literatura del siglo XX y, aun más, para escribir uno de los mejores compañeros de viajes que conozco.
Porque cada viaje merece su propio libro. Una suerte de manual de instrucciones. Su brújula. Y esta que es época de viajes, de vacaciones, de necesarias huidas, podría ser aprovechada también con un propósito literario.
Llevo la mochila pesada. Pero, en un debate interno con el sentido común, insisto a rajatablas: mis amigos deben ir conmigo. Necesito que me susurren al oído -mientras acomodo el cuerpo en el “sillón-cama” de un colectivo- sus historias, sus universos puertas adentro. Afuera el paisaje transcurre lejano y silencioso aunque mis oídos y mis ojos asisten a una ópera de imágenes y sonidos plenos.
He llevado alguna vez “En el camino” conmigo. Me ha servido, me ha inspirado, me ha impulsado a cruzar la frontera del espejo. Sería una persona distinta si no hubiera leído a ciertos escritores. Kerouac es uno. Hice mía su búsqueda de la libertad, su respeto por el paisaje y su intenso amor por las charlas interminables a orillas del fuego.
Hace poco que volví de mi peregrinación anual. Entre rutas interminables y obligadas esperas, me abracé a “Justine”, de Lawrence Durrell y aprendí de sus mujeres que habitan esta increíble novela, acerca del amor, el desamor, el éxtasis de la piel y la nostalgia de lo imposible.
También cargué “Elegía para un americano” de Siri Hustvedt, una sobresaliente escritora norteamericana que es conocida como “la esposa de Paul Auster”. Como siempre, a medida que lo iba leyendo, fui dejando pequeñas migas de pan entre sus páginas, minúsculas pistas de atención sobre su laberíntico camino que me permitieran el regreso. Una de las páginas que marqué dice: “No existe frontera precisa entre el recuerdo y la fantasía (...) construimos nuestros propios relatos y no podemos separar las historias que creamos de la cultura en la que vivimos”. Y en otra página: “Nuestros recuerdos siempre resultan alterados por el presente, ya que la memoria no es estable sino mutable”.
Y en eso estoy, reinventando mi pasado.
Se vive sin saber.
Se vive como se puede.
Y ambas cosas son ciertas.
Los preciosos momentos que enlazan nuestra historia transcurren en desorden. A los tropezones. A veces no tenemos nada entre las manos, y a veces hay tantas y buenas cosas que, incapaces de contenerlas, se nos escapan entre los dedos.
Pero se vive, ese es el punto, y contra el dolor no queda otra alternativa que reflexionar y empujar. Ir en procura del siguiente capítulo.
Como una lección interminable, cada día hay una oportunidad floreciente de encontrar la clave.
Sólo nos volvemos concientes de nuestros tesoros cuando estos se ausentan. Con la escases no extrañamos la abundancia sino el simple hecho de tener una centavo en el bolsillo. Con el dolor, recordamos el tiempo en que no padecíamos y nuestra sonrisa era neutral como la de un Buda. Con el cansacio, los días en que paseabamos ágiles sin que nada nos preocupara.
El sabor de una manzana. La velocidad de un beso. La inmensidad abriéndose sobre nuestras cabezas cuando regresamos al amanecer a nuestra cama. La última hoja del libro. La paz de las 5 AM. La mirada extraña y sabia de un perro. Una remera sin estrenar. Una llamada que no esperabas pero que alegra las horas grises. Una conversación que deriva en una cerveza y en proyectos varios y en risas y en la contradictoria promesa de otros encuentros no planificados.
De todo eso y más somos dueños. Siempre. Casi siempre. Flamantes propietarios de hechos únicos. Irrepetibles. Eternos en la memoria.
Cada vez que emprendo la lectura de un libro, que inicio un viaje, que participo de una charla que me provoca. Cada vez que descubro una canción que vale la pena escuchar cien veces. Cada vez que siento en mi piel cómo gira el mundo, lo esfímero que es este juego de risas y llantos, me vuelvo apoenas consciente y prolongo el paisaje frente a mis ojos.
Somos una pared mágica capaz de absorber luz y devolver estallido.
Días atrás recuperé un libro que le había prestado a un gran amigo, Fernando. Se llama “Sobre los acantilados de mármol”, de Ernest Jünger. Es una historia excitante y aleccionadora. No entiendo porqué, tomando en cuenta su ritmo y la deliciosa locura que despliega el autor, nadie la llevó al cine aun. Lo leí hace un par de años a la velocidad de la luz y luego lo recomendé y lo pasé.
En sus párrafos iniciales, el personaje de Jünger reflexiona acerca del buen vivir y las posibilidades del amor, la felicidad y el placer. Por supuesto, viene a colación. Dice:
“Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver más y de los cuales estamos más implacablemente separados que por cualquier distancia. Y las imágenes de la vida son más seductoras todavía vistas en el reflejo que nos dejan, y pensamos en ellas como en el cuerpo de una amada difunta que reposara bajo tierra y que de pronto se nos apareciera, como un luminoso espejismo. Una y otra vez nos entregamos a nuestros sedientos ensueños y tratamos de revivir el pasado, deteniéndonos ante cada uno de sus pormenores y de sus detalles. y cuando tal hacemos nos parece que nunca hemos sabido apurar las posibilidades de la vida y del amor, pero nuestro arrepentimiento no puede hacer emerger lo que en definitiva se ha hundido para siempre en la nada. ¡Ojalá que este sentimiento fuera una lección que pudiéramos tener presente en cada momento de felicidad!”.
La carta llegó con muchos años de retraso.
Me corrijo, la carta llegó apenas unos días después de ser enviada desde algún lugar de la capital pero su contenido, al menos en lo que a mi madre concernía, había perdido sentido décadas atrás. Lo que allí le expresaba el hombre, con amor sosegado aunque definitivo, era parte de su pasado. Una juventud que ella no pretendía rescatar.
Es como si siempre hubiera deseado tener más años de los que tuvo. A los diez quería tener veinte y a los veinte, cuarenta. Ahora que tiene 65 de tanto en tanto asegura que no morirá a los 85.
Mi madre se llama Bernardita, pero para su enamorado siempre sería Luz. Luz, como le decían en aquellos sus veinte años cuando él la conoció. Tengo una fotografía suya de entonces: su rostro llenito, atravesado por una sonrisa dulce. Usaba el pelo con un toque chic, un poco alto, como acostumbraban las chicas de la época.
No conozco bien los pormenores del romance. Tal vez él era mayor, tal vez estaba casado o comprometido. Quizás ella le temía y nunca quiso dar el salto. Lo cierto es que terminaron. A los 23 conoció a mi padre a quien primero amó, después sufrió, hasta el día en que con un par de cosas en el bolso se marchó.
Para cuando la carta de su enamorado llegó a mi pueblo, Luz era, sin duda alguna, Bernardita y llevaba 15 años con otra persona. No era feliz pero al menos no debía salir corriendo por la ventana de tanto en tanto.
Tampoco conozco en detalle el contenido de la carta. Mi madre me lo mencionó con la profundidad con la que un adulto le cuenta a un chico una vieja anécdota. Pero supe que al menos en ese momento se encontraba separado. Que poco después de casarse su ex le había hecho tirar a la basura las fotografías que conservaba de mi madre y que, aun a costa de posibles peleas, había escondido algunas en un cajón.
Ahora que estaba solo y maduro, con dos hijas hermosas y en buena posición económica, quería volver desde la lejanía al presente. En rigor, él jamás había terminado de irse.
Recordé la anécdota mientras leía uno de los relatos del libro “Amores en fuga” de Bernhard Schlink. El escritor relata la historia de una pareja, cuya mujer muere enferma y recibe meses más tarde una carta de amor de su amante y que, por supuesto, lee el viudo.
A mi madre la carta se la entregó en mano una amiga de su pretendiente. Según me aseguró, ella no le respondió de igual forma. Apenas si le transmitió a la mensajera unas pocas palabras: “dile que ya no soy la misma persona”. Y eso fue todo. Salvo por el hecho de que yo ahora recuerdo los hechos.
Se me ocurre que las cartas de amor tardías, las cartas de amor que jamás son enviadas por temor al rechazo o simple vergüenza, deben sumar millones. Doy por seguro que las hay perdidas en cajones, baúles y altillos de personas que una vez amaron a tal punto que tuvieron que ponerlo en palabras.
Y una carta de amor merece una oportunidad de ser escuchada. Aunque no pase a mayores, aunque sea un mueca de luz transcurriendo lentamente por el espacio. Aunque sea un poco naif. Merece respeto. Una sonrisa. Una mirada al horizonte.
No me gusta la idea de que una carta escrita con pasión, perfumada y arregladita como para una fiesta, termine en el buzón de una casa que ya nadie habita.