Hoy me enviaron las cifras de visitantes de Mediomundo. Me alegran, son humildes pero crecientes. Durante el mes de agosto el blog recibió 2806 visitas únicas (es decir, pertenecientes a distintos individuos o lectores). Y fueron visitadas más de 8000 páginas. También puedo agregar que se realizaron alrededor de 150 comentarios a lo largo de 53 post. Jugando como un chico con un editor on line (que descubrí gracias a eblog.com) es que armé la imagen de arriba.
¿En qué punto toman contacto un luchador de sumo y un profesor de secundaria? ¿Utilizan los vendedores de casas métodos similares a los que hicieron crecer al Ku Klux Klan? Apenas dos preguntas descabellas de las varias que dos especialistas responden apelando a la economía, la estadística y el sentido común en un polémico libro llamado “Freakonomics”, reeditado y que se consigue en librerías de la región.
La realidad admite muchas lecturas. Las hay esotéricas, filosóficas, poéticas, económicas. Es factible incluso imaginar derivaciones de estas mismas categorías. Hace ya un año que fue publicado en castellano un libro que viene a replantear nuestra forma de ver los comportamientos sociales a lo largo de la historia. Ha sido reeditado y se consigue en las librerías de la región.
“Frekonomics”, del destacado economista Steven D. Levitt y del periodista Stephen J. Dubner, establece una serie de preguntas existenciales que a primera vista resultan descabellas.
¿Que hay en común entre un luchador de sumo y un profesor? ¿cuales son los puntos de contacto entre los métodos de los vendedores inmobiliarios y los miembros de Ku Klux Klan? Si uno mira las cosas a través del cristal con que lo hacen estos especialistas americanos, tendrá la oportunidad de descubrir un mundo que si bien se desarrolla sobre acciones cotidianas muchas de ellas pueden ser estadísticamente computadas y explicadas.
Mediante una fórmula nada desdeñable que combina sentido común con herramientas económicias Levitt y Dubner, acercan extremos que parecen distantes y opuestos.
En términos simples, y que ameritan leer profundizar en el libro para hacerse una idea cabal de cada planteo, los autores explican que los miembros de esa organización fanática llamada Ku Klux Klan, mantenía conductas de ocultamiento de la información, los cuales les ayudaban a mantenerse invulnerables a los avances de una sociedad menos discriminativa y más justa. Este sistema semeja al que utilizan aun hoy los vendedores que se guardan para sí mismos datos claves. Son las cifras y tendencias de mercado encriptadas las que luego les permiten rotar, siempre a su favor, el acto de la compra-venta. Por ejemplo: saber que intenciones tienen las partes involucradas y estar al tanto de las posibilidades del negocio inmobiliario global a la suba o la baja en los próximos meses.
Pero así como el escenario cambió para el Ku Klux Klan, que en tanto secta terminó expuesta públicamente hasta perder su capacidad de ejercer el terror, también lo hizo para con los agentes inmobiliarios. La información, o buena parte de ella, navega libremente por internet. Esto le permite saber a un comprador si la frase “mercado en baja” que sale de los labios de un vendedor es verdadera o falsa. Los autores demuestran en uno de sus artículos, cómo la comisión de su comisión de un vendedor (al menos en Estados Unidos) varía levemente aun si la casa en cuestión se vende en una cifra mayor a la esperada. Un hecho que hará que el profesional prefiera vender rápido por menos, que lento por no mucho más.
Otro de los textos señala que pueden observarse conductas corruptas entre los luchadores de sumo, un deporte considerado sagrado en Japón. Detrás de los resultados inapelables, hay una serie de cálculos matemáticos referidos a la posición en los rakings de los luchadores, que les hacen tomar decisiones claves antes de una pelea. En la arena, la victoria y la derrota tienen prologaciones directas en el estilo de vida de quienes participan. Este es uno de los motivos por los cuales muchas veces el favorito, que ya ha salvado su posición, pierde frente a un peleador que aun necesita un triunfo más para no caer de la lista de los privilegiados. Levitt y Dubner no hace realmente suposiciones. Para confirmar sus teorías apelan a los números que dejan poco espacio a la duda.
En uno de los artículos mas controvertidos de “Freakonomics”, sus autores establecen que el descenso en las tasas de criminalidad en los 90 en Estados Unidos, no se debió a conceptos tales como “Tolerancia 0” y severidad en la calle, que tan populares se volvieron entre los políticos de aquellas épocas sino a un hecho acontecido muchos años antes. Los especialistas encontraron las raíces de este fenómeno de “paz urbana” en la voluntad de una joven de 21 años, pobre y sin educación, que sabiéndose embarazada quiso abortar en Texas. Se llamaba Norma McCorvey y su deseo de interrumpir la gestación fue tomado por diversas organizaciones y personas que levantaron una bandera y estructuraron un discurso pro aborto. Las consecuencias sociales y, por supuesto, económicas en la sociedad americana quedarían a la vista.
Levitt y Dubner, postulan que el hecho de que toda una generación de chicos no deseados por sus padres no naciera, influyó directamente en la tasa de criminalidad. Esos cientos de miles de jóvenes que deberieron haber sido criados en la pobreza y la indiferencia simplemente jamás llegaron al mundo.
La fotografía es una síntesis del contenido del artículo, Chuck Palahniuk, Hervé Kempf, su libro y una postal de un campo de la Patagonia en verano.
Primero fue el espacio físico, con consecuencias irreversibles. Ahora nos queda el espacio virtual. ¿Sobrevivirá a sus creadores?
Hace unos meses, un amigo, me comentó que su familia quería vender algunas hectáreas de sus campos. El precio: alrededor de 1000 dólares la hectárea. Un regalo. Claro, son tierras en el fin del mundo y de difícil acceso, pero ubicadas en zonas de increíble belleza inhóspita.
Me sorprendió. No hay mucho de eso por estos días. Tal vez hoy alguien venda tierras a tales precios aunque en el desierto. En lo profundo de la selva. O junto a los glaciares en zonas inaccesibles. Tal vez.
Con los años el espacio físico se ha vuelto escaso y oneroso. La realidad de un mundo en crisis y contaminado no hace más que profundizar la tendencia. Al punto de que en muchos casos no hay espacio justamente porque se encuentra envenenado.
Existe un paralelo entre aquellos años en que un pedazo de tierra, un río, un lago, hasta una montaña podían costar apenas unos pesos, y estos, en los que el espacio virtual tiene el valor de una baratija. Me pregunto si un día recordaremos con nostalgia, los años en los que podíamos subir en cualquier momento y bajo cualquier denominación un sitio personal en la blogósfera. Si añonaremos la época en que nos proclamábamos reyes de fragmentos del espacio virtual.
Tal vez, vuelvo con los “tal vez”, estemos saturando también esa parte del universo. Siglos atrás el hombre supuso que la tierra no tenía fin y cuando se lo encontró, apostó a que al menos su riqueza sería interminable. Ambos supuestos resultaron falsos.
Hace unos días que estoy leyendo un libro muy interesante y de un título que no deja espacio para la duda: “Como los ricos destruyen el planeta”, del periodista especializado en temas ecológicos Hervé Kempf. Si se leen las estrelíneas de este informe estremecedor, se encontrará uno además del salvaje abuso por parte de diversas empresas para con el medio ambiente, así como también el retrato de la abundancia que una vez fue nuestra. De todos. Porque, aunque no lo sabíamos, la calidad del aire, del agua y la tempratura del planeta, constituían y constituyen un asunto global pausible de ser afectado seria y definitivamente por particulares. Es decir, aquella historia de la mariposa que aletea en China y hace que las cosas cambien en Brasil, es verdadera. Curioso, mientras China desplaza a Estados Unidos como potencia económica mundial, también se sube al triste podio del país más contaminado. Porque si bien los chinos poseen una basta geografía, es su propia polución la que lo está segregando a una velocidad pasmosa.
También era falso entonces el supuesto de que al pervertir un río, por ejemplo, estábamos en realidad afectando sólo a ese río. Sin mayores implicancias externas. La naturaleza ha dado muestras de que todo está conectado y de que no existen fuerzas individuales que subsistan por sí mismas y que no dependan de otras mayores o menores a lo largo de una maravillosa cadena de causalidades sobre la que existimos sólo a título de invitados y no como dueños.
En uno de los capítulos del libro “Error humano”, de Chuck Palahniuk (que comenté hace un par de días aquí), encontré un pasaje que viene a cuento y es muy interesante para entender el principio de una contaminación en todos los órdenes: “El filósofo Martin Heidegger señaló que los seres humanos suelen considerar el mundo una reserva permanente de materiales que podemos usar. Como unas existencias que podemos procesar para convertirlas en algo más valioso. Arboles que dan madera. Animales que dan carne. A ese mundo de recursos naturales brutos lo llamó Bestand. Parece inevitable que la gente sin acceso a las formas naturales del Bestand como son los pozos petrolíferos o las minas de diamantes recurran al único stock de que disponen: sus vidas. Cada vez más, el Bestand de nuestra era es nuestra propiedad intelectual. Nuestra ideas. Las historias de nuestras vidas. Nuestra experiencia”. Y más abajo continúa Palahniuk: “El problema de ver el mundo como Bestand, dijo Heidegger, es que te lleva a usar las cosas, a esclavizar y explotar las cosas, a las gente, para tu beneficio personal”.
Ahora bien, ¿Qué nos hace suponer que no está ocurriendo ahora mismo algo parecido con el espacio virtual sobre el cual vertimos tanto nuestras ideas como basura de la más diversa? ¿Llegará un día también en que la red que ahora nos sirve de pañuelo y refugio se convierta en una geografía apretada y falta de espacio por nuestra propia acción? Hay al menos una posiblidad de que el espacio que creemos sin fronteras, en rigor, las tenga.
Hay síntomas. El International Herald Tribune publicó un artículo acerca de la posibilidad de un colapso en 2011. Uno de los argumentos que sostiene esta teoría apunta al uso creciente de internet y sobre todo a la creciente demanda de una “web multimedia”. El eje de la web 2.0.
Sin embargo, más inquietante aun es reflexionar acerca de si existe un correlato entre la contaminación de la naturaleza, que termina afectando nuestros organismos -diversos estudios en Europa han demostrado cómo los jóvenes del Primer Mundo cargan en sus cuerpos con muchas más toxinas que sus antepasados y según la Agencia Europea para el Medio Ambiente en Europa, cada año, mueren alrededor de 60 mil personas como consecuencia de una prolongada exposición a las partículas contaminantes que se encuentran en el aire-, y la contaminación de los espacios audiovisuales y lo que esto le produce a nuestra mente generación tras generación.
Damos por sentado que décadas de basura audiovisual, en el futuro nos dejarán un saldo igual a cero. Fuera de toda consecuencia. En parte por eso la admitimos. Bajo la denominación de entretenimiento nos permitimos exponernos a todo. Hace unos años le escuché decir a Rodolfo Mederos que su médico de cabecera le había prohibido escuchar cierto tipo de música. Desafinados abstenerse. Podría aplicarse esto mismo a la literatura, al cine y a la televisión, ni hablemos.
Pero el juego de lo políticamente correcto nos impide admitir que hay espacios, reductos tanto mentales como tecnológicos que están agotando sus posibilidades y que establecer de la familia hacia dentro determinadas pautas, digamos sanitarias, de uso de lo que escupen los medios no vendría mal.
Se reduce el mundo, se reduce también el ancho de nuestra sobrecargada banda mental.
Mal que nos pese, no somos infinitos ni nos expandemos a medida que un increíble volumen de información entra por nuestros sentidos.
Así como existen reglas para cuidar el lugar donde acampamos o nos tomamos un copa, así como son conocidas las prevenciones acerca de no comer un kilo de asado por día, también es una realidad, que toda esa sustancia no física pero que tiene forma y textura que nos estamos metiendo dentro y que de un modo otro expulsamos, por ejemplo, a la red, está obrando en nuestro espíritu.
Una vez más estamos frente a una encrucijada.
Gastar cuando se tiene todo el dinero del mundo es un verdadero desafío. Los nuevos millonarios han encontrado diversos pretextos para sacar la billetera: aviones y submarinos de lujo, islas y palacios con piletas incrustadas con diamantes, relojes de un millón de dólares y más.
Ya lo dijo Marilyn Monroe en uno de sus raptos de sabiduría: “El dinero no hace la felicidad, pero es mejor llorar dentro de un Rolls Royce”.
La nueva aristocracia del dinero ha entendido el concepto y se muestra completamente distinta a la que en tiempos pasados gobernó el planeta por medio del ejercicio de la fuerza y la posesión de la tierra. No todos los ricos son dueños de un castillo (alguno que otro si, claro), ni todos cuentan con alucinadas fábricas de chocolate (¿Recuerdan a Willy Wonka?). Tampoco les resulta necesario almacenar sus monedas de oro en gigantescas cajas fuertes al estilo de Rico Mac Pato. Es más algunos de estos millonarios concentraron sus fortunas en recipientes virtuales que a su vez les permiten acceder a bancos de monedas virtuales aunque capaces de comprar objetos bien concretos: un avión 747 o una isla en el Caribe.
La figura del millonario ha quedado devaluada. Para ingresar al flamante Olimpo de la ganancia y el gasto, se debe ser billonario. Rico a secas, no alcanza.
Hasta hace un par de décadas el sueño de cualquier operador de Bolsa de Wall Street, era cosechar un millón de dólares antes de los 40 años y llamarse a retiro a la campiña francesa. Bueno, olvidense de una vocación tan escasamente ambiciosa. El club de los ricos del siglo XXI sólo admite clientes que arrancan con una cifra de “suscripción” de 1000 millones de dólares. Parafraseando a Noami Campbell, por menos de eso, nadie se levanta de la cama en este equipo.
En la era de los libros de autoayuda al estilo de “Padre rico, padre” de Robert Kiyosaki, la sociedad contemporánea ha visto surgir al mayor número de millonarios de toda su historia.
Según la revista “Forbes”, en la actualidad existen 1.062 personas que poseen una fortuna superior a los 1.000 millones de dólares -hace 10 años había 209 billonarios-, mientras que otros 10 millones de personas tienen más de un millón de dólares. No es de extrañar que este selecto conjunto de personalidades adineradas busque signos de distinción: un objeto (un submarino reacondicionado), una acción (volar alrededor del globo y perderse en el camino) que los ayude a diferenciarse de sus pares con billeteras tan abultadas como las suyas. Y esta gente si que sabe ir de shopping.
“Hay cosas que el dinero no puede Comprar. Para todo lo demás, MasterCard”. Todo lo demás es de un rango muy amplio. ¿En qué gastaría usted si su fortura fuera lo suficientemente enorme como para comprar cualquier cosa que se le venga a la mente?
Una lista de lo que algunos magnates hicieron ya con su dinero sirve de ayuda e incentivo: podría hacer como el magnate indio Lakshmi Mittal y comprarse una mansión en Londres por 165 millones de dólares, que tiene una pileta incrustada en piedras preciosas, una sala de fitness y un garage para 20 vehículos.
O como Vijay Mallya, compatriota del primero, quien hizo su fortuna al frente de la cervecera United Breweries Group, y adquirir una colección de 260 automóviles, 14 yates, un Airbus A380, que él considera su casa, y porqué no, viñedos en Francia y California, además de una escudería en Fórmula 1: Force India.
O como el príncipe saudita Al-Walid bin Talal bin Abdul Aziz Al Saud, que posee dos ejemplares idénticos de cada modelo de Rolls Royce, uno para él y otro para sus guardaespaldas.
Ya lo dijo Marilyn Monroe en uno de sus raptos de sabiduría: “El dinero no hace la felicidad, pero es mejor llorar dentro de un Rolls Royce”.
La figura del millonario ha quedado devaluada. Para ingresar al flamante Olimpo de la ganancia y el gasto, se debe ser billonario. Rico a secas, no alcanza.
Hasta hace un par de décadas el sueño de cualquier operador de Bolsa de Wall Street, era cosechar un millón de dólares antes de los 40 años y llamarse a retiro a la campiña francesa. Bueno, olvidense de una vocación tan escasamente ambiciosa. El club de los ricos del siglo XXI sólo admite clientes que arrancan con una cifra de “suscripción” de 1000 millones de dólares. Parafraseando a Noami Campbell, por menos de eso, nadie se levanta de la cama en este equipo.
En la era de los libros de autoayuda al estilo de “Padre rico, padre” de Robert Kiyosaki, la sociedad contemporánea ha visto surgir al mayor número de millonarios de toda su historia.
Según la revista “Forbes”, en la actualidad existen 1.062 personas que poseen una fortuna superior a los 1.000 millones de dólares -hace 10 años había 209 billonarios-, mientras que otros 10 millones de personas tienen más de un millón de dólares. No es de extrañar que este selecto conjunto de personalidades adineradas busque signos de distinción: un objeto (un submarino reacondicionado), una acción (volar alrededor del globo y perderse en el camino) que los ayude a diferenciarse de sus pares con billeteras tan abultadas como las suyas. Y esta gente si que sabe ir de shopping.
“Hay cosas que el dinero no puede Comprar. Para todo lo demás, MasterCard”. Todo lo demás es de un rango muy amplio. ¿En qué gastaría usted si su fortura fuera lo suficientemente enorme como para comprar cualquier cosa que se le venga a la mente?
Una lista de lo que algunos magnates hicieron ya con su dinero sirve de ayuda e incentivo: podría hacer como el magnate indio Lakshmi Mittal y comprarse una mansión en Londres por 165 millones de dólares, que tiene una pileta incrustada en piedras preciosas, una sala de fitness y un garage para 20 vehículos.
O como Vijay Mallya, compatriota del primero, quien hizo su fortuna al frente de la cervecera United Breweries Group, y adquirir una colección de 260 automóviles, 14 yates, un Airbus A380, que él considera su casa, y porqué no, viñedos en Francia y California, además de una escudería en Fórmula 1: Force India.
O como el príncipe saudita Al-Walid bin Talal bin Abdul Aziz Al Saud, que posee dos ejemplares idénticos de cada modelo de Rolls Royce, uno para él y otro para sus guardaespaldas.
Se puede seguir la huella de Richard Branson, propietario del imperio Virgin, y adquirir una isla privada de 30 hectáreas en el Caribe.
Cuando el dinero no es problema hay que encontrar verdaderos desafíos para gastarlo. Uno de los más nuevos son las propiedades de alto, altísimo perfil. El paradigma es una sofisticada serie de edificios pensados para personas a las que el planeta les queda chico. El jeque Hamad bin Jassem bin Jabor al-Thani, viceprimer ministro de Qatar, pagó u$s 230 millones por un departamento de 1.800 m2 con terraza frente al Hyde Park, en Londres. Se trata de un hogar dulce hogar que forma parte del One Hyde Park, un suntuoso complejo para ultra-millonarios. Entre sus beneficios incluye un sistema de ventilación que difunde aire purificado, un spa en cada departamento, un equipo de seguridad integrado por ex comandos y panic rooms. El edificio está comunicado por un túnel con un hotel de cinco estrellas que proporciona el room service.
Ultimamente se han puesto al tope de las elecciones los medios de transportes. Un Airbus A380, con diseño interior de Hermès, cuesta 300 millones de dólares (al menos eso es lo que pagó el príncipe saudita Walid bin Talal por el que guarda en el garage). Por unos 30 millones se puede adquirir un helicóptero también con diseño de Hermès. Y si se pretende ir más lejos, un submarino de lujo Phoenix 1000, se cotiza en 56 millones de dólares. Incluye 454 m2 de superficie habitable en cuatro niveles, con varios suites para los invitados.
Ultimamente se han puesto al tope de las elecciones los medios de transportes. Un Airbus A380, con diseño interior de Hermès, cuesta 300 millones de dólares (al menos eso es lo que pagó el príncipe saudita Walid bin Talal por el que guarda en el garage). Por unos 30 millones se puede adquirir un helicóptero también con diseño de Hermès. Y si se pretende ir más lejos, un submarino de lujo Phoenix 1000, se cotiza en 56 millones de dólares. Incluye 454 m2 de superficie habitable en cuatro niveles, con varios suites para los invitados.
(* En el Suplemento Económico de este domingo podrás leer más sobre el tema)
A continuación les dejo, como material complementario y no directamente relacionado, la introducción de un libro sobre economía y sociedad que puede iluminar la mente de muchos. Se llama "Freakonomics", una forma de explorar la realidad de un modo muy original.