“(…) cómo me cuesta quedarme, me cuesta marcharme, me cuesta olvidar (…)”, le canta el uruguayo Jorge Drexler, establecido en España, a su país natal. Y con esa frase es posible que se identifiquen muchos de los jóvenes que se van del hogar. Después del duro desafío de irse a otro lugar, nos enfrentamos a una vuelta a casa que resulta más difícil de lo que parecía.
Pasamos varios meses tratando de acostumbrarnos al movidísimo ritmo de la gran ciudad, con sus ruidos y sus mares de gente y, cuando volvemos, nos extrañamos del silencio atronador y la quietud. Por más raro que parezca, el nido, nuestro antiguo hogar, parece muy distinto. Tal vez nosotros cambiamos, y nuestros ojos crecidos nos hacen verlo diferente.
Es entonces cuando nos invade la decepción de no encontrar aquello que añoramos por meses. Porque cada situación es irrepetible y, por más que regresemos a nuestras ciudades, es imposible volver a los días de escuela secundaria y las despreocupadas reuniones con amigos. Cada uno parece haber emprendido su camino, y nosotros somos extranjeros en nuestras queridas ciudades.
Es en ese momento cuando cuesta quedarse y marcharse, cuando uno no sabe si tiene que querer u olvidar, si no es de ningún lugar o pertenece a los dos lados. De cada uno depende la relación nueva con el viejo hogar: mientras algunos regresan cada vez menos, hay otros que se acostumbran a la idea de ser de dos sitios y de ninguno al mismo tiempo.
Lo importante es recordar que no podemos renegar del lugar de donde venimos. No está mal preferir volar cada día más lejos, pero también es positivo recordar que ese hogar siempre va a pertenecernos y que nunca dejaremos de ser bienvenidos por nuestros compañeros de nido.

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