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Diario Río Negro
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Rodolfo Chávez
Editor Responsable
 
  25 » Sep 2010
La muerte de El Gigante
  Murió Jorge González, el gigante de 2,36 metros. Sufría una enfermedad llamada gigantoacromegalia y diabetes. La que sigue es una fantástica crónica que escribió Leila Guerriero para la revista Gatopardo.


El Gigante que rozó el cielo

Creció, creció y creció hasta que llegó a ser tan alto como su casa. Jorge González mide dos metros treinta y un centímetros, tiene 37 años, vive a 1 200 kilómetros de Buenos Aires, en un pueblo caliente y olvidado, pero a los 19 años el mundo estaba a sus pies: formó parte de la Selección Nacional de básquet, estuvo a punto de jugar en la NBA, fue estrella de la lucha libre en Estados Unidos, viajó por el mundo y actuó con Pamela Anderson en Baywatch. La diabetes y un diagnóstico de gigantoacromegalia terminaron con sus sueños y regresó a la Argentina, donde vive sin empleo y aferrado a una silla de ruedas, imaginando que pudo ser más grande.

Por Leila Guerriero

Ésta no es una tierra extraordinaria. La provincia de Formosa, en el noreste argentino, es una planicie sin elevaciones con una vegetación que fluctúa entre el verde discreto de las zonas húmedas y los campos agrios de la sequía. No hay lagos ni montañas ni cascadas ni animales fabulosos. Apenas el calor del trópico mezclado con el polvo en una de las regiones más pobres del país. Y sin embargo allí, a orillas de un río llamado Bermejo, un pueblo de nombre El Colorado —donde 17 mil personas viven del trabajo en la administración pública y la cosecha del algodón— tiene, entre todas sus criaturas, a una criatura extraordinaria: El Colorado es la tierra del gigante.

Son las dos de la tarde de un día de noviembre. Las calles del pueblo se revuelven a 43 grados de calor y en el hotel Jorgito una mujer joven, de andar cansado, dice “Pase, le muestro su cuarto”. Los cuartos son así: cama, ventilador, la mesa, el baño. Cuando la mujer se va suena el teléfono y una voz honda —la excrecencia del eco de una catedral o de una bóveda— dice:

—Al fin. Ahora estás en mi territorio.

Desde su casa, a cinco cuadras del mejor hotel del pueblo, Jorge González, el gigante, se ríe.

Un resumen diría lo que sigue: que Jorge González nació el 31 de enero de 1966 en El Colorado, a mil doscientos kilómetros de Buenos Aires, hijo del matrimonio de Mercedes y Felipe, ama de casa ella, empleado de la construcción él, y que vivió con esa familia compartiendo lo poco que compartir se podía: un cuarto con sus hermanos (Plácida, Zunilda, Ricardo, Omar) y apenas la comida. Diría, también, que después de iniciarse a los nueve años en trabajos de los brutos —cosechar algodón, desmontar monte cerrado— a los dieciséis le propusieron integrar un equipo de básquet en un club de la vecina provincia de Chaco y él dijo sí. Que jugó en la Selección Argentina, fue elegido en el draft de la NBA, devino estrella de la lucha libre, viajó por treinta países, participó en la serie Baywatch, tuvo mujeres, tuvo chofer, tuvo dinero, y que hoy vive en el pueblo que lo vio nacer sin poder caminar, pobre, solo y diabético. Y diría, también, que todo eso le sucedió a Jorge González por ser una criatura extraordinaria de dos metros treinta y un centímetros de alto —un gigante— y que a eso —a esa altura— le debe toda su suerte. Le debe toda su desgracia.

El aire está asediado por una tormenta líquida que durará tres días con sus noches y transformará al pueblo en un infierno viscoso, pero por la calle Salta —de tierra, a cinco cuadras del centro donde centro quiere decir la plaza principal, municipalidad, un cine— todavía se puede caminar. El barrio es humilde y allí, bajo la galería de una casa cuyo jardín delantero está salpicado por envases vacíos de gaseosa y colillas de cigarro, junto a una camioneta Ford Bronco roja y vieja, sentado en un enorme sillón de madera como un trono, fumando, Jorge González hace lo de todos los días: espera, intenta hacer sus bromas.

—Ya me viniste a molestar. Pasá.

Después, se pone de pie y se aferra a la silla de ruedas de construcción casera que usa como andador —negra, de hierro, chirrido de hospital cuando la empuja— y queda claro que dos metros treinta es la altura de una casa.

En el living hay una computadora, un sillón enorme como el de la galería, videos de Terminator y El Padrino. En las paredes, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, fotos de antiguas glorias de la NBA —Spud Web, Glenn Doc Rivers, Dominique Wilkins— y de Jorge González embutido en un cat suit de “Hombre Montaña” apretando a Pamela Anderson en bikini en el set de Baywatch. A un lado está su cuarto, siempre cerrado, al que llama “El Templo del Amor”. Hacia el fondo, una cocina sin ventanas donde el mobiliario llega al pecho de una persona de un metro setenta. En diagonal, el baño con el inodoro y el bidet montados sobre un escalón de cemento y dos botiquines: uno, a una altura esperable; el otro cerca del techo. Frente al baño, el cuarto de Carlitos —medio hermano de Jorge, ocho años, hijo del segundo matrimonio de su padre— con un televisor siempre encendido y perchas con portatrajes de dimensiones jurásicas cubiertos de polvo. Detrás, un jardín con parrilla, un perro, un lavarropas pudriéndose entre pastos altos.

Jorge González empezó a construir esta casa junto a aquella en la que pasó su infancia el mismo día en que se fue de El Colorado, cuando tenía planes de volver e instalarse aquí con la mujer que más quería, la que más quiso: Mercedes, su tan querida, su doña madre. Ahora, a un lado y otro, pared por medio, viven sus hermanos: Omar —32 años, empleado de un taller mecánico— y Ricardo —33, desocupado, padre de Valentino, un niño de dos.

—Carlitooo.
—¿Queeé?
—¿Me traés la insulina, papi?

Carlitos —el pelo corto, los modos hoscos— aparece con los aplicadores de las ciento cincuenta unidades de insulina diarias que necesita su hermano mayor. Jorge se levanta la camiseta, apoya un aplicador en la cintura, duda un segundo, aprieta.

—Carlitos vive acá desde que murió mi viejo, en agosto pasado. Sabe que no lo necesito. Que se puede ir si quiere, pero que para quedarse acá tiene que cumplir mis reglas.

—¿Y cuáles son tus reglas?
—No te las voy a decir, a mis reglas.

Después, asegura que sólo tiene buenos recuerdos de su infancia.

—Cuando uno no es consciente de la miseria, lo pasa bien.

Jorge González creció sabiendo qué cosa eran los lujos: todo lo que él y su familia no podían hacer. Ir al cine, comprar ropa, tomar gaseosas, un helado.

—Éramos muy pobres, pero yo tenía un gran alivio cuando llegaba a casa. Mi mamá era todo para mí. Yo le ponía la cabeza en el regazo y ella me empezaba a tocar despacito, como cuando los monos les tocan la cabeza a los monitos. Me sentía tan vulnerable, tan protegido…

Empezó a trabajar a los nueve años vendiendo diarios, lavando autos, cortando el césped, cosechando algodón, y aunque a los seis parecía de catorce y a los doce medía un metro noventa, nadie —ni él ni su madre ni su padre— vio en eso nada extraño. Pensaron, simplemente, que era un niño alto, un niño grande.

—Para mí la altura era una cosa normal. No era un problema.

Sin embargo Blanca Ocampo —vecina y amiga, más de cincuenta años, dos hijos, un metro dieciocho, enana— dice otra cosa:

—Él siempre fue acomplejado con la altura. Los chicos se reían de él. Nosotros estábamos mucho tiempo juntos y la gente decía “Uh, el gigante y la enana”. A mí nunca me molestó. Pero a él le molestaba que le dijeran grandote.

Sea como fuere, a los 13 años la altura empezó a dejarlo afuera de algunas cosas. Del futuro, por ejemplo.

—Cuando empecé el secundario no conseguía zapatos de mi tamaño, y me hacía fabricar unas sandalias franciscanas. Iba así al colegio, hasta que un día el director me dijo “En sandalias no puede venir más”. Y el hijo de puta no me dejó entrar más.

La vida siguió, sin colegio y con trabajo, hasta la mañana del 21 de septiembre de 1982 cuando —con 16 años y dos metros dieciocho— Jorge González entró a aquel bar.

—Era un pool, pasé antes de ir al trabajo y me vio un viajante que estaba dejando mercadería. Me dijo que iba a hablar con los dirigentes del Hindú Club de Resistencia, un club de básquet. Dos días después vinieron dos tipos. El viajante les había hablado de mí. Del monstruo de El Colorado. Me dijeron que si quería probarme tenía que ir con ellos. Yo no quería, pero mi vieja me convenció. Me dijo “Andá, probá, acá siempre va a haber lugar para vos”. Me fui ese mismo día, a las ocho y cuarto de la noche.

—¿Te gustaba el básquet?
—Era un trabajo. A quién le gusta su trabajo.

Y así, sin vocación, Jorge se fue.

—Se fue por nosotros —dirá después su hermano Omar—. Si hubiera sido por él, no se hubiera ido nunca. Pero no pensó en él.

Aquel septiembre el hijo de Felipe y de Mercedes tuvo una ambición desmesurada: no la de ganar dinero ni la de hacerse rico ni la de ser famoso, sino la de salvar a un pequeño grupo de personas: Felipe, Mercedes, Plácida, Zunilda, Ricardo y Omar. Sus padres, sus hermanos. Cuando marchó feliz a su futuro ya era —y no podía saberlo— un inmolado.


***


Llegó a Resistencia, capital de la provincia del Chaco, vecina a la provincia de Formosa, con lo puesto: un jean, una camisa, un bolso vacío.

—En el Hindú Club me mandaron a un hotel y me dieron un adelanto de plata que era el equivalente a lo que yo ganaba en seis meses. Le mandé la mitad a mi vieja, me compré diez cigarrillos, encendedor, me fui a un bar y me emborraché. Yo nunca había estado en un hotel, así que cuando me bañaba secaba los azulejos, tendía la cama. La primera vez que quise bajar no sabía cómo funcionaba el ascensor. Entraba y salía, y pensaba “¿Cómo bajo?”. Volví a la habitación, levanté un teléfono, un tipo dijo “Hola”, le dije “Mire, quiero bajar y no sé”. Me tuvieron que venir a buscar. Pero yo estaba en la gloria. Yo no conocía el jabón de tocador, siempre me había bañado con jabón de lavar la ropa, café no había tomado nunca. Y en Resistencia había de todo. Jabón, café, ravioles, bifes. Nada podía ser mejor que eso.

Empezó a aprender las reglas de ese deporte que ignoraba, y aunque nunca, mientras estuvo en el Hindú, intervino en un partido, la noticia del enorme jugador que entrenaba en aquel club de provincias no tardó en llegar a Buenos Aires. El 8 de marzo de 1983, en una emblemática revista deportiva llamada El Gráfico, el periodista Osvaldo Orcasitas publicaba un artículo titulado “Nuestro básquetbol tiene un diamante de 2,17”: “Estamos en el punto cero de una historia. El futuro dependerá de él, de sus ganas de aprender. Pero también del apoyo que se le brinde, de la preocupación que haya por orientarlo”. Ese mismo año, Jorge fue contratado por el club Gimnasia y Esgrima de La Plata, en la provincia de Buenos Aires, a cientos de kilómetros de su pueblo natal.

—Vino una persona de dos metros veinticinco, muy joven, muy desprotegido —recuerda Ismael Cericiolo, por entonces jugador del plantel de Gimnasia y Esgrima—. Se llevaba bien con sus compañeros y era tremendamente goloso. Bajaba a la madrugada, se comía dos docenas de medialunas y después desayunaba con nosotros.

En 1985 un técnico llamado León Najnudel lo incorporó a Sport Club de Cañada de Gómez, en la provincia de Santa Fe, y fue allí donde empezó a revelarse como un jugador de talento, al punto que ese mismo año fue convocado para la Selección Nacional.

—Nunca habíamos tenido un jugador tan alto y con sus condiciones —recuerda Antonio Chiche Gornatti, asistente por entonces de Finger, el director técnico de la Selección—. Era talentoso, pero no utilizaba todo su potencial porque tenía piedad con sus adversarios: andaba por la cancha pidiendo perdón si tropezaba con alguien. Tenía un enorme complejo con su tamaño. En las concentraciones no quería salir del hotel para que no lo vieran, y comía de forma desaforada. Pesaba 175 kilos y necesitaba bajar unos treinta. Lo habían operado de una rodilla y su peso no ayudaba. Los entrenadores discutían mucho con él por esa cuestión.

Aunque hoy Jorge asegura que su peso era normal (“Tenía tres o cuatro kilos de más”), en 1989 declaraba a la revista El Gráfico que, en efecto, arrastraba “mi drama de siempre: el peso”. De todos modos era un basquetbolista reconocido, y en diciembre de 1987 viajó a España con la Selección Nacional para jugar el Torneo de Navidad.

—Y debe haber habido un problema de vuelos, porque tuvimos que quedarnos todos a pasar el 24 de diciembre en Madrid. Fue la mejor Navidad de mi vida. La pasé solo, en la habitación del hotel, con la mejor comida que te puedas imaginar, con champaña. Por la ventana se veía el Paseo de la Castellana, nievecita, luces en los árboles...

Y fue entonces cuando el engranaje de lo que acechaba se puso en marcha. Mientras Jorge González comía y brindaba y veía la nieve caer, en Estados Unidos un hombre llamado Richard Kane, cazatalentos de los Atlanta Hawks, equipo de básquet del emporio de Ted Turner, miraba un video de la Selección Argentina durante el Torneo de Navidad en Madrid y se relamía con eso que no parecía posible: ese increíble hombre ágil de dos metros treinta.
Y ése, así, fue el principio del fin.


***


Es de noche y la calle Salta, bajo un par de faroles anémicos, es un vórtice oscuro. En el living Jorge fuma despacio, una toalla sobre el hombro para secar el sudor eterno y tanto. Sobre la silla negra hay cigarrillos, un mate, sus boquillas.

—¿Querés cenar? Pidamos pizza. De cuatro quesos.
—¿Van a traer pizza con esta lluvia?
—Cuando Jorge quiere, Jorge quiere.

La silla oficiará de mesa para los vasos, la pizza, la gaseosa. Carlitos, sentado en un sillón a espaldas de su hermano, comerá cinco porciones mirando el piso. Jorge, ninguna.

—Yo nunca ceno.
—¿Eso es bueno para tu diabetes?

Se encogerá de hombros con desprecio. Mirará la calle, una víscera brillante y resbalosa.

—Si no viene viento del sur, nunca va a parar de llover.

Cada año, en el mes de junio, la nba realiza su draft, una selección de jugadores para la nueva temporada que implica un contrato provisorio con el equipo. Aquella Navidad de 1987 Richard Kane había visto jugar a Jorge González en España y pensado que valía la pena apostar por él. El draft se realizó el 28 de junio de 1988.

—Yo estaba en Buenos Aires, comunicado con el corresponsal en Nueva York —recuerda Osvaldo Orcasitas, el periodista de El Gráfico—. En la tercera ronda me avisó que había quedado Jorge González con el puesto número 54. Fue el primer jugador argentino de la historia en ser elegido en un draft de la nba. Era una locura, una cosa demencial, importantísima. Llamé por teléfono a León Najnudel, que estaba entrenando en Cañada de Gómez, y le dije “León, pará el entrenamiento, Jorge quedó en el draft”.

Un par de meses más tarde, el 19 de agosto, Brendan Suhr, asistente de Mike Fratello, el entrenador de los Atlanta Hawks, llegó a Cañada de Gómez con un contrato que prometía cien mil dólares al año en caso de que el argentino ingresara, efectivamente, al equipo. Para eso tenía que ir a Atlanta y realizarse una serie de exámenes y pruebas. En enero de 1989 Jorge viajó a Estados Unidos, fue tapa del USAToday, se hizo sus estudios y regresó con una serie de instrucciones que incluían, sobre todo, la de bajar de peso. Si las cumplía, jugaría en la nba desde la temporada siguiente.

—Jorge, en el básquet, siempre estará en tiempo potencial —dice Osvaldo Orcasitas—. Nunca se sabrá hasta donde hubiera llegado.

En un artículo publicado en El Gráfico del 14 de febrero de 1989 Jorge González, desde Atlanta, decía: “Hasta ahora he ido a tres partidos de los Hawks y ganamos los tres. Bueno, ganaron. ¡Es que ya soy un hincha fanático del equipo y lo siento así!”.

—Yo nunca tuve esperanzas en la nba. Ya me habían operado de una rodilla, y sabía que no iba a quedar.
—¿Entonces por qué viajaste para hacerte los estudios?
—¿Quién le dice que no a un mes en Estados Unidos?


***


El Colorado es un sitio literal: están la farmacia El Talismán, la pinturería Arco Iris, la distribuidora de productos sueltos Re–Sueltos, la bicicletería El Rodado. En la avenida San Martín —bulevar salpicado de palmeras muy Caribe— hay agua de lado a lado cuando llueve y polvo muy entusiasta cuando no. El gran momento del pueblo es la mañana. Entre las nueve y las doce las casas están abiertas, hay autos y adolescentes y motos y camiones, y un aire de que algo —todo— puede suceder.

Pero después no pasa nada.

La siesta se esparce como una ola caliente y entre la una y las cinco de la tarde las puertas se cierran y no hay vecinas ni autos ni motos ni negocios. A esa hora, como todos los días, Jorge González duerme. Después, cuando despierta, toma sus mates, quizás se ducha, se sienta en la galería, y allí, a veces, su sobrino de dos años se trepa a sus piernas flacas, juega con él, se ríen.

Pero, salvo esas pequeñas cosas, los días son iguales. El mundo que ve desde su silla siempre el mismo: una casa amarilla y esa moto. Los vecinos. El portón de chapa.


***


Fernando Bastide, representante de Jorge González durante años, dice, en un bar de Buenos Aires, que las posibilidades en la nba eran remotas.

—Un año después de los estudios que le habían hecho en Atlanta, me llamó Richard Kane y me preguntó por las condiciones físicas de Jorge. Le respondí que estaba igual, me dijo que entonces las posibilidades de entrar a la nba eran remotas, y me preguntó si yo creía que le interesaba hacer lucha libre en la compañía que pertenecía al grupo de Turner. Le pregunté de cuánto dinero estábamos hablando, y me dijo que no me podía decir, pero que para que tuviera una idea Hulk Hogan, el luchador más famoso, ganaba un millón de dólares por año. Llamé a Jorge, le conté y le advertí que tenía que pensarlo bien porque esto implicaba abandonar el básquet. El preguntó “¿Hay plata?”. Le dije que si le interesaba teníamos que viajar para ver de qué se trataba. Ya en el avión me dijo que quería que por lo menos le pagaran dos mil dólares por mes para terminar su casa en El Colorado. Y yo le contesté “Jorge, si estamos haciendo lo que hacemos, dos mil dólares no es plata. Vamos por un dinero mucho mayor”.

Y el dinero era, en efecto, mayor: el contrato está fechado en 1990, entre Jorge González y la World Championship Wrestling (wcw) y promete un pago de 150 mil dólares más 700 por semana en concepto de viáticos durante el primer año, de 225 mil dólares por el segundo, y de 350 mil por el tercero. Jorge vio esos números, regresó a Buenos Aires, se despidió del básquet, volvió a Atlanta, entrenó tres meses con el japonés Hiro Matsuda y debutó el 20 de mayo de 1990 con un sobrenombre obvio: El Gigante.

—¿Te gustaba la lucha?
—Era un trabajo. A quién le gusta su trabajo.

Su idea era ganar algún dinero, ahorrar, y regresar al básquet en tres, en cuatro años. No era imposible: él era un hombre fuerte, un hombre joven, un hombre sano.

—Su decisión de integrarse a la lucha libre no nos sorprendió —dice Antonio Chiche Gornatti, el asistente de la Selección Argentina— porque la nba tuvo menos paciencia que sus dirigentes argentinos. Cuando vieron que no había bajado de peso, lo tentaron para ir al circo.

En tres meses, Jorge aprendió a hablar inglés y empezó a viajar por Estados Unidos a razón de veintisiete pueblos en treinta días, entregado a una dieta de hamburguesa y coca–cola. Tenía chofer, hoteles cinco estrellas, entrenador y volaba por el mundo en primera clase —Japón, Hawai, México— mientras se entregaba al vicio de comprar camisetas y calzoncillos con los que llenaba maletas que almacenaba en el hotel Howard Johnson de Atlanta, donde tenía su base. Sus colegas ya no eran elongados muchachos libres de humo sino señores atornillados a sus músculos con apodos como El Enterrador o El Carnicero. No tenía entrenadores que controlaran su dieta y vigilaran que durmiera nueve horas por día, sino tipos macizos como tapones que sólo querían que agregara masa a su inmensidad y estuviera despierto y sobrio para la pelea del día siguiente. No estaba rodeado de suaves muchachas de pueblo sino de un rosario de carne infinito e igual —siempre esposas de amigos o ex novias de compañeros, siempre desesperadas por probar su carne de campeón— en el que se distingue un solo nombre propio: Kimberley Pattillo, una enfermera nacida en Georgia.

—Kimmy —dice, sacando de su billetera una foto liliputiense en la que se adivina a una muchacha rubia y romboidal, sonriente—. Estuvimos catorce meses juntos, y un día ella se fue. No sé por qué. La llamé muchas veces para preguntarle, pero nunca contestó.

—Habrás sufrido.
—No. Conocí muchas mujeres. Me acuerdo una vez de la ex mujer de mi chofer…

De ese periplo regresaba cada tanto a El Colorado, portando maletas repletas de ropa para dejarlas allí, en esa casa donde tenía previsto su futuro.

Pero algo salió mal —muy mal— y el 9 de febrero de 1992, a los 45 años, Mercedes, su madre, murió por una dolencia cardíaca crónica.

—Yo tenía 17 años —dice Zunilda— y no sabíamos cómo ubicar a Jorge que estaba en Estados Unidos. Hicimos mucho por mantener el cuerpo. La tuvimos tres o cuatro días en la casa, pero él no pudo llegar. Llegó tres días después del entierro. Fue como arrancarle un pedazo.

—Desde ese momento —dice Jorge— no creí más en nada. Dejé de creer en Dios. Se supone que él se la llevó. Y por qué, si mi mamá era todo para mí.
Después de aquella muerte su padre empezó amores con quien sería madre de Carlitos; Plácida, la hermana mayor, se fue a vivir a Buenos Aires; Zunilda a estudiar un profesorado a la capital de la provincia; Omar y Ricardo, los hermanos de 15 y 16, quedaron solos, y Jorge, que decidió quedarse en El Colorado más tiempo del que la compañía para la que trabajaba le había otorgado, regresó a Estados Unidos y se encontró con el contrato rescindido por incumplimiento. Y así, como si nunca hubieran existido, los 350 mil dólares por el tercer año de trabajo se desvanecieron en el aire.


***


Son las diez de la mañana. La puerta del living está abierta y la casa exuda un silencio ominoso, amenazante.

—¿Puedo pasar?
—No —retumba la voz calculada: descortés.

La lluvia ha colapsado este pueblo sin cloacas, y el baño de la casa del hombre que estuvo en el Caesar Park y viajó en Cadillac rebosa humanas inmundicias. La cocina permanece oscura y en la pared del fondo hay un cuadro enorme —otro más— del Sagrado Corazón. En el tacho de basura, cajas vacías de medicamentos, ampollas usadas de insulina. En la heladera un trozo de carne, fiambre, queso. Una toalla del Ritz Carlton se seca sobre una silla. Desde el cuarto de Carlitos llegan los ruidos ahogados del televisor.

—Carlitooo.
—¿Queeé?
—Traéme agua, papi. Con hielo.

Esa mañana, toda la mañana, delegaciones de estudiantes de otros pueblos se acercarán para preguntar si pueden tomarse fotos, conversar, pero él dirá que no, que está ocupado.

—Soy el oso del circo de todos estos. Vienen a ver al monstruo de dos metros treinta y a cagarse de risa: “Uy, no sabés las manos que tiene, la cabeza”.

Se creen que porque estoy siempre acá tengo que atender a todo el mundo. Mañana vas a tener que venir temprano porque tengo que mirar la carrera de Fórmula Uno que empieza a las doce. ¿Dónde estabas ayer, que te llamé al hotel y me dijeron que no estabas?

A veces pasa noches así: los pies le arden como si tuviera clavos y se levanta con humores perros. Un Nerón déspota, enloquecido.


***


Después de la muerte de su madre, la carrera de Jorge no se detuvo. En 1993 firmó contrato con una compañía de lucha federada en la World Wrestling Federation (wwf), e hizo algunas incursiones televisivas y cinematográficas. Participó de un capítulo de Baywatch, y compartió set con Pamela Anderson. Hizo películas de género como Wrestlemania IX y Thunder in Paradise I y II, en 1993 y 1994, en las que fue enemigo del rubio de bigotes —alguna vez contrincante de Rocky Balboa— Hulk Hoogan. En las fotos de esos años Jorge aparece en la Florida o en Hollywood Boulevard, musculado, barbudo, saludable, sonriente, junto a un Ferrari o un Cadillac, junto a su chofer o a muchachas en bikini.

—Cuando quedamos solos, Jorge se hizo cargo de nosotros —dice su hermano Omar—. Éramos dos chicos de 15 años y él nos mandaba plata, pero con 600 dólares por mes sin un adulto que nos ponga límites fue un descontrol.

—Yo le pedí que me compre un terreno, nada más, pero mis hermanos despilfarraron mucho —dice Zunilda—. Jorge les puso una casa de venta de cerámica y la fundieron. Tenían camionetas cero kilómetro, un negocio y un casino enfrente de la casa.

Mientras, en Japón y en Florida, en México y en Atlanta, Jorge hacía su trabajo: golpear y dejarse golpear, caer duro con la espalda y duro también con la cadera. Fueron uno, dos, tres años de masacre sobre un cuerpo castigado. Porque aunque él dice no saber que era diabético, que se retiró de la lucha en 1996 después de una pelea en Japón por una lipotimia que lo derribó del ring (“no había comido, me desmayé y me desperté paralizado por el golpe, me asusté y dije ‘me retiro’”), sus hermanos aseguran que, en 1996, hacía cuatro años que Jorge sabía.

—Él tuvo un coma diabético en Estados Unidos después de la muerte de mi madre —dice Zunilda—. Ahí le descubrieron la diabetes, y desde entonces se empezó a aplicar insulina.

De todos modos, después de aquella pelea en Japón, Jorge abandonó la lucha para siempre y regresó a El Colorado. Quería terminar su casa, seguir vinculado con el básquet, llevar una vida tranquila y viajar cada tanto a Estados Unidos.

—Quería vivir seis meses en Nueva York y seis meses en El Colorado.

Jamás volvió a salir de allí.


***


La camioneta —la Ford Bronco roja, vieja— se desliza bajo la lluvia. Una de las escobillas del limpiaparabrisas está despegada, el parabrisas astillado y el vidrio de atrás no es vidrio, sino un trozo de plástico pintado de rojo que impide la visión.

—Ésta es mi amante, mi esposa, mi novia, mi silla de ruedas —dice Jorge, mientras conduce.

Para apretar el acelerador o el freno levanta la pierna derecha con la mano y la arroja sobre el pedal, pero la camioneta se desliza sin sobresaltos. Señala la cancha donde jugaba al futbol, el aserradero donde compraba leña para la cocina, su estatua frente a la cancha de futbol de un club llamado Los Halcones: el torso desnudo, los brazos en alto, sostiene un cinto de campeón de lucha libre.

—La hizo un escultor local. No se la dejaron poner en la plaza, y le pregunté al dueño del club si la podíamos poner en un lugar donde no moleste. Y ahí está.

—¿Tiene placa?
—No. Cuando me muera le van a poner.

Después, en el centro, señala los negocios pujantes, los que no, los que podrían ser suyos.

—Aquel hijo de puta me debe seiscientos dólares. Y ahora no sabés toda la plata que tiene. Yo, con lo que tuve, ahora podría tener un departamento en Buenos Aires y vivir del alquiler, o tener dos departamentos en la ciudad de Corrientes, o…

A su paso niños y mujeres lo saludan, y él responde con un gesto flojo, anémico.

—Mirá esa Traffic... cómo me gusta. Pero ahora no puedo comprar nada. El otro día me quería comprar un dvd, pedí prestada una tarjeta de crédito y nadie me quiso prestar. Y pensar que yo tenía una American Express con límite de cien mil dólares, tenía trajes carísimos.
—¿Dónde quedó todo eso?
—En el pasado.

Cada tanto, la camioneta se detiene frente a una verdulería, un almacén o un kiosco, y un verdulero o un kiosquero se acercan y Jorge grita:

—Ocho alfajores y dos turrones.
O:
—Dos kilos de bananas de las buenas.

Son las cinco y media de la tarde cuando se detiene frente a una carnicería, y está a punto de abrir la puerta —de bajar a hacer sus compras— cuando se acuerda.

—Ah, no, cierto —dice.

El aire se llena de dolor y de cuchillos hasta que un hombre con delantal de carnicero se acerca, pregunta qué va a llevar, y Jorge, imperturbable, dice:

—Un pollo.

Las calles asfaltadas son pocas y el pueblo es barro profundo. La Ford Bronco roja y vieja salta, patina, ruge, derrapa, hasta que en una esquina se detiene y ya no vuelve a arrancar. Un intento. Otro. Otro más.

—Voy a llamar a Ricardo.
—Si él no puede...
—Va a poder.

Llama. Avisa. Cuelga. Mira alrededor. Señala a tal y cual vecina, dice que si no estuviera casada quizás estaría con él, que tal otro era su amigo cuando él tenía dinero.

—Cuando uno deja de tener plata nadie se acuerda, nadie lo quiere.

Entonces, el auto de Ricardo aparece en la esquina.

—Ahí viene tu hermano.

Jorge apoya la cabeza sobre el volante, que se cubre de pequeñas gotas de sudor, y dice, ausente:

—No sé si Ricardo me quiere. Yo me conformo con que me respete.

En 1996, cuando regresó al pueblo, su casa estaba todavía sin terminar, sus hermanos no tenían trabajo, y de todos los negocios que había emprendido —comprar y vender autos, invertir en un campo de cincuenta hectáreas, poner la fábrica de cerámica— ninguno había dado más resultado que el de hacerlo perder plata a manos llenas.

—Cuando vino —dice su hermano Ricardo— se dio cuenta enseguida que las cosas no iban a ser como él pensaba. Empezó a tener muchos dolores, un pinzamiento en las vértebras que no le permitía caminar erguido, se empezó a marear, a perder el equilibrio.

Los clubes de básquet no mostraron interés por un hombre con el cuerpo resentido y en 1997, lleno de dolor, Jorge viajó a Buenos Aires para hacerse estudios más completos. Y fue allí, en el Hospital Italiano, donde escuchó por primera vez el diagnóstico que nunca había sospechado.

—El médico me dijo que habían detectado una cosa un poco complicada.

La cosa un poco complicada era una enfermedad llamada gigantoacromegalia, con una prevalencia de 3 personas en un millón, producida por el exceso de una hormona de crecimiento llamada IGF–1, cuyos síntomas, además del crecimiento descontrolado del cuerpo (y eso incluye mandíbula, nariz, orejas, labios, laringe y lengua) son piel sudorosa, voz ronca, apneas del sueño, pérdida de la visión, agrandamiento de las vísceras abdominales y del corazón, impotencia sexual y, claro, diabetes.

—Él tiene un diagnóstico muy tardío —dice su médica actual, Mirtha Guitelman, coordinadora del área de neuroendocrinología de la división Endocrinología del Hospital Carlos Durand de la ciudad de Buenos Aires—. Por lo general, los gigantes tienen diagnóstico desde chicos. Debe haber cincuenta casos como el de él publicados en el mundo. Porque en 99% de los casos esta producción anormal de IGF–1 se debe a un tumor en la hipófisis, y Jorge no tiene tumor, así que no sabemos qué es lo que provoca su enfermedad. Por ahora está controlado y no hay motivos para pensar que no pueda vivir todos los años que quiera. Todo depende de cómo vaya llevando su diabetes. Lo que viva depende de él.

Para cuando supo que la suya era una enfermedad grave que debió haber tratado allá en la infancia, Jorge llevaba dos décadas sacándole provecho al atributo que lo estaba masacrando, no tenía ningún ingreso y el medicamento para controlar su crecimiento costaba —cuesta— 3 500 dólares. Volvió a su pueblo sin saber qué hacer, y allí las cosas se pusieron peor.

—Un día sentí un hormigueo en las piernas. Se me durmió un pie, después el otro, y un día no sentí nada. No tenía sensibilidad y ya no me pude parar. Se llama neuropatía diabética, es un daño de los nervios por la hiperglucemia.

Empezó a caminar con un bastón y, sin empleo, sin futuro y ya sin piernas, decidió que el Estado le debía alguna cosa y salió a mostrar lo que le estaba sucediendo. Algunos periódicos, revistas y programas de televisión contaron la historia del gigante abandonado, y entonces hubo ayudas solidarias, partidos a beneficio, pero nada como lo que él quería, lo que quiere: un ingreso fijo.

—El tendría que recibir un subsidio del Estado, tendría que ser un héroe —dice su hermano Ricardo—. Él salió de acá a los 16 años, era un chico jardinero, que lavaba autos, que cosechaba el algodón. Yo lo ayudo pero me da miedo lo que vendrá. Va a tener problemas renales, los problemas en las piernas van a ser peores, va a perder la vista. Él tiene una enfermedad que lo está matando y hace años que no tiene un ingreso y gasta y gasta. No puede ser que viva solo, que no tenga a una persona que le prepare la comida.

En 2001 sucedió la catástrofe final. En un hotel de la ciudad de San Luis, donde se realizaba un encuentro de clubes a su beneficio, el bastón se le enredó en la alfombra, Jorge rodó por el piso y el fémur derecho se le quebró con el ruido que hacen las cosas rotas, secas.

—Se quebró a lo largo: se rajó. Nunca en mi vida lloré tanto de dolor. Me operaron, me dieron 27 puntos, y estuve tres años rehabilitándome.
Cuando se levantó de la convalecencia ideó esa silla de ruedas, negra y chirriante, y no quiso volver a caminar.

Desde marzo de 2006 una empresa privada paga su seguro médico, un laboratorio farmacológico lo ayuda a costear los viajes a Buenos Aires para hacerse los estudios que lo mantienen vivo y, cuando lo invitan a programas de televisión, él pide sus favores: ropa para sus hermanos, una computadora. Por lo demás, no recibe subsidio del Estado, vive de ahorros, y gasta, exactamente, doscientos setenta y cinco dólares por mes.

Hace mucho que la vida se transformó en esto que es: supervivencia.

Son las seis de la tarde y no ha comido nada desde el día anterior, a mediodía.

—Pensé que la mujer de Ricardo me iba a hacer el pollo, pero no pudo.
—¿No te podés cocinar un bife?
—No. Me puedo cortar y como soy diabético no me cicatriza.
—¿No podés pedir que te cocinen para dos o tres días?
—No me gustan las cosas recalentadas.
—¿Y Carlitos?
—Él tampoco comió porque dice que me quiere acompañar. Le dije que si aguanta, a la noche nos comemos unas hamburguesas.
—¿Eso es bueno para tu diabetes?
—No.
—¿Te medís la glucemia durante el día?
—No. Pero conozco tan bien mi cuerpo que no necesito controlarme. La muerte es la única solución de la diabetes. De a poco se va muriendo el cuerpo.

Además, la acromegalia produce muerte temprana.

—¿Quién te dijo eso? Tu médica dice...
—Internet.
—O sea que te vas a morir.
—Sí.
—¿Y cómo te llevás con la idea de la muerte?
—Y, se lleva. Me pregunto por qué me tocó esto. Pero al no tener respuesta, me queda aceptar lo que soy.
—¿Y qué sos?
—Un hombre solo.

Esa noche comprará seis hamburguesas con huevo, mayonesa, lechuga, tomate, mostaza y ketchup. Comerá dos; Carlitos, tres.

Será una noche rara. Hablará durante horas y, cuando termine, habrá dejado de llover, la calle será una alfombra de insectos bajo la luz lechosa de los faroles, y al día siguiente habrá un sol incendiario. Interminable.

Empezará hablando de sus sueños.


***


Que una vez soñó con serpientes, dirá. Que soñó que estaba en una cama llena de serpientes y que no podía hacer nada. Y que otra vez soñó que se había muerto y que lo llevaban en su cajón al cementerio y que se reía porque pensaba que no iba a entrar en el nicho: que sobraba un pedazo de él de más de un metro. Que la única ambición que tuvo alguna vez fue la de poder curar con las manos y que por eso aprendió reiki por televisión. Que se quiere enamorar. Que recuerda los viajes por Estados Unidos con el chofer y el Cadillac y Willie Nelson en el pasacasete, y que nadie puede acostumbrarse a haber estado así y estar como está él: preso de sí, encerrado. Que de todos modos, si es que existe algo santo y grande y poderoso, lo que le pasó es todo bendición porque, antes de ser lo que fue, era un chico que plantaba melones y sandías y después pudo conocer grandes hoteles, autos y mujeres que se sentían privilegiadas por acostarse con él, el más grandote de la compañía. Que una de ellas, después de una noche de pasión, se hizo tatuar su rostro en el antebrazo. Que no se quiere morir, pero que igual se muere. Que ya vivió diez años más de lo que esperaba. Que si tuviera muchísimo dinero cambiaría el piso de cemento del garage por uno de cerámica y compraría un dvd y arreglaría su Ford Bronco vieja y roja e intentaría que sus hermanos no tengan apuros económicos. Que su familia depende de él, que Ricardo no tiene trabajo, que Carlitos está a su cargo y que así va a ser, como siempre fue, como será mientras se pueda. Que sabe que pensó en todos menos en él, pero que ya está. Que si alguien le hubiera dicho, en su momento, cuál era la diferencia entre mil y diez mil y cien mil dólares, hubiera hecho otras cosas. No sabe cuáles: otras.

—Pero los deportistas pobres no tenemos masters en economía.

En el silencio claro de la noche —el aire blando todavía de humedad— se agacha sobre las rodillas, se mira los pies inútiles.

—Qué pena que esto me pasó ahora. Si hubiera sido a los 50... Pero ahora... Qué pena.
Desde el cuarto de Carlitos llegan las risas, los ruidos de una película de Jackie Chan.
 
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