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Rodolfo Chávez
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  20 » Apr 2010
Debajo de los escombros
  En Chile, tras el terremoto que hizo estragos el 27 de febrero, todos los días pelean para recuperar la normalidad. Una mujer de Concepción contó que desde el día del temblor había dos cosas que la aproblemaban. Que ninguna máquina se hubiera acercado a limpiar los escombros caídos desde la casa lindante y que ningún organismo les haya informado cómo y dónde estaban sus tres vecinos. Todo se aclaró cuando una retroexcavadora limpió los malditos escombros y descubrió los tres cadáveres. Acallado el impacto inicial es bueno saber un poco más sobre la tragedia.
La que sigue es una nota publicada por la Revista Gatopardo.




La política entre las grietas y las olas

El 27 de febrero, uno de los terremotos más fuertes de la historia moderna sacudió la zona centro-sur de Chile. Luego, un tsunami arrasó la costa. Los desastres naturales precedieron un cambio de gobierno, otro sismo latinoamericano. Éste es un viaje a todas las zonas afectadas.

Por Francisca Skoknic | abril 2010 | Publicado por la Revista Gatopardo


Apagué el cigarrillo y me fui a acostar en la madrugada de ese sábado 27 de febrero con la firme convicción de que sería el último, de que esta vez sí dejaría de fumar para siempre. Mis buenas intenciones nunca habían durado tan poco. Un fuerte remezón me despertó a las 3:34 de la mañana. Me di vuelta en la cama y traté de seguir durmiendo. En Chile los temblores son habituales y en un cuarto piso lo mejor es cerrar los ojos y esperar que pasen. Pero esta vez fue distinto. La tierra no se movía en forma horizontal, sino que saltaba. Se sentía un rugido, como si todo se estuviera quebrando, incluyendo los cimientos, los muros, mi edificio entero.
Cuando atiné a levantarme me costó mantener el equilibrio. El terremoto duró una eternidad que, según los sismólogos, se reduce a casi dos minutos, amplificados por un terror que no conocía y una magnitud de ocho grados (8.8 en el epicentro, a más de 500 kilómetros al sur de mi habitación en Santiago). El quinto sismo más potente de la historia moderna, sentenciarían luego los expertos.
La tierra por fin dejó de moverse. Pero no mi departamento. No me atrevía a abrir las cortinas. Estaba segura de que afuera todos los edificios se habían derrumbado. Pude respirar al divisar sus siluetas bajo la enorme luna que iluminaba esa noche la ciudad sin electricidad. Una grieta pequeña adornaba ahora las paredes de mi departamento y parte del agua del estanque del wc se había salido con el movimiento. Libros, copas, maceteros y discos habían caído al suelo, ahora cubierto de vidrios.
Me vestí a ciegas. Sólo me preocupaba armar un pequeño kit de supervivencia que incluía linterna, pilas, radio y los malditos cigarrillos que ya no sería capaz de soltar. Mientras todos los vecinos bajaban a la calle, yo opté por el absurdo: me quedé y aguanté ahí cada una de las réplicas que se sucedieron esa noche y el día siguiente.
El cargamento de pilas me sirvió para mantener la radio encendida durante el resto de la noche. Las noticias eran vagas. El epicentro había sido mar adentro en la Octava Región, pero nadie lograba comunicarse con el sur del país.
A las 5:40 escuché la voz de la presidenta Michelle Bachelet. Había aterrizado desde Buenos Aires sólo dos horas antes del terremoto, pero tomó su auto y partió sin escolta a la Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior (ONEMI). Llamaba a la calma y decía que si bien una ola de grandes proporciones había ingresado a la isla Robinson Crusoe, “no habría riesgo de tsunami”. La Presidenta intentaba aplacar el terror de un país con más de cuatro mil kilómetros de costa, tomando el mando. Sus palabras que infundían seguridad se transformarían muy pronto en el peor error de su mandato, al que sólo le quedaban 12 días.
Ahora se conocen los absurdos detalles de lo que sucedió esa madrugada. Cuesta creer que el organismo especializado en tsunamis de Estados Unidos haya llamado a la Armada chilena para dar la alerta, pero el oficial de turno no entendía inglés. Buscaron un hispanohablante y aún así el marino no computó el mensaje. No hay riesgo de tsunami, transmitió a la ONEMI, según el registro de las grabaciones. El desastre nos sirvió para enterarnos también de que en el país que se jacta de que “las instituciones funcionan”, el Servicio Sismológico Nacional opera de lunes a viernes y en horario de oficina.
Ante la magnitud de un terremoto que tuvo lugar a una hora tan inoportuna, la Presidenta se saltó las formas y llamó personalmente a la Armada para confirmar la información. No habría tsunami, le repitieron.
El error costó caro. Días más tarde encontraría en Dichato, un pequeño balneario de la Octava Región, a Rosa Jofré, quien huyó a los cerros de la mano de su hijo de nueve años y cargando a su pequeña hija en brazos. Fue una de las pocas localidades en que los bomberos, aún sin notificación oficial, alertaron de la posibilidad de un tsunami. Rosa corrió dejando atrás una casa que nunca más volvería a ver. “La gente escuchaba radio en el cerro, se confió en lo que dijo Bachelet y bajó”, me contaría, culpando a la Presidenta de lo que pasó después. La última ola, la más destructiva, entró a Dichato poco después de las 7 a.m. Catorce muertos y 40 desaparecidos marcaba el registro oficial en esa localidad costera. Al ver el pueblo en ruinas, uno se pregunta cómo no hubo más víctimas.
Pero en la madrugada del sábado 27, Dichato y sus casas arrasadas de cuajo por el tsunami, las montañas de autos apilados como si fueran de juguete y ese olor a descomposición que me golpearía cinco días más tarde, no existían en mi cabeza. Ni siquiera sabía ubicar a Dichato en el mapa. A pocas horas del peor terremoto que haya azotado a Santiago, me quedé con las palabras tranquilizadoras de Bachelet y la confusión que se apoderaba de los periodistas que transmitían desde las radios cuando comenzaron a llegar mensajes de radioescuchas que hablaban de una ola gigante. “No hay tsunami”, insistían las autoridades.
Y yo, que había perdido parte de mi sentido común, me obsesioné con borrar los rastros del terremoto en mi departamento. Barría, limpiaba y movía todo lo que pudiera caerse con las réplicas. Sin luz y sin agua, al final de la tarde me convencí de partir a la casa
de mi hermano a pasar la noche con toda mi familia entre colchones y sacos de dormir.
Recién ahí pude ver las primeras imágenes del desastre y dimensionar lo ocurrido. Fue un shock. Enormes barcos estacionados en el centro de ciudades destruidas evidenciaban la potencia del negado tsunami. La destrucción en muchas localidades costeras era total. “Imágenes dantescas” era el lugar común que repetían los periodistas en televisión, escasos de adjetivos para describir las terribles escenas que registraban sus cá-
maras. Preveían cientos de muertos; miles de desaparecidos.
Esa noche cenamos camarones y otras exquisiteces rescatadas de nuestros congeladores inservibles sin electricidad. La tierra seguía temblando y cada remezón me hacía sentir culpable por ese lujo y la seguridad de un techo firme, luz, agua y hasta internet.
Como si el golpe de la naturaleza no hubiera sido suficiente, supermercados y grandes tiendas comenzaron a ser saqueados por turbas incontrolables en las ciudades más dañadas. Hombres, mu-jeres y niños salían desde las tiendas llevándose no sólo alimentos. Algunos llegaban en camionetas y cargaban refrigeradores, lavadoras y hasta televisores de plasma. Se aceleró la angustia ante la posibilidad de desabastecimiento, y aun en las zonas menos afectadas la gente salió a comprar, o más bien a acaparar, todo tipo de víveres.
Al temor por los incesantes temblores se sumó entonces la inseguridad. En Concepción, los vecinos se organizaron en comités de protección. Con improvisadas barricadas en sus calles, impedían la entrada de desconocidos e incluso sacaban armas. El miedo se apoderó de pueblos y ciudades.
Innumerables tesis se han escuchado en estos días para explicar por qué ciudadanos comunes y sin antecedentes penales se convirtieron en delincuentes de la noche a la mañana. Hay quienes creen que el terremoto fue sólo el detonante de la rabia contenida por la enorme inequidad social chilena. Puede que haya algo de eso. Lo que sí es seguro es que todos cambiamos un poco después de ese día, sobre todo quienes viven más cerca del epicentro. Allí, luego de los saqueos, el desabastecimiento se hizo crítico. Los servicios básicos —agua, luz, teléfono, suministro de gasolina— tardaron días en reponerse, mientras la ONU cifra en 200 mil las familias que quedaron sin hogar. Además somos millones los que intentamos recuperar la normalidad pese a las réplicas que todos los días mantienen vivo el temor a un nuevo terremoto.
 
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