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Viernes 23 de diciembre de 2005 |
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La mediocridad avanza |
No es un consuelo, pero la Argentina dista de
ser el único país en el que el deterioro de la educación
es motivo de viva inquietud. En Francia y en Alemania, antes célebres
por la calidad de sus colegios y universidades, la conciencia de que
ya no figuran entre los mejores del mundo preocupa mucho a los gobernantes,
empresarios y, si bien en menor medida, a la élite intelectual.
Incluso en Estados Unidos, el país que de acuerdo común
cuenta con la mayoría abrumadora de las mejores universidades
del mundo, los síntomas regresivos se multiplican.
Según un informe que acaba de difundir el Departamento de Educación
estadounidense, en los diez últimos años aumentó
de manera notable la proporción de los norteamericanos que,
a pesar de haber obtenido un diploma universitario, son incapaces
de entender textos que no sean muy sencillos. Mientras que una década
atrás más de la mitad sabía hacerlo, en la actualidad
sólo el 41 por ciento puede captar el sentido de lo que lee.
Aunque son muchas las causas que contribuyen a este fenómeno,
no cabe duda de que la más significante es la pérdida
de interés en la lectura. Tanto en los Estados Unidos como
en nuestro país, son cada vez más los que prefieren
otras fuentes de información o diversión, lo que acaso
no sería preocupante si, como han aventurado algunos teóricos,
en adelante importara menos la palabra escrita. Sin embargo, éste
no es el caso. Quienes descuidan la lectura no poseerán los
conocimientos verbales necesarios para comprender lo que está
sucediendo en el mundo y, por lo tanto, enfrentar con alguna posibilidad
de éxito los desafíos planteados por los cambios constantes
que son tan característicos de los tiempos que corren.
Aquí, es habitual achacar el deterioro del sistema educativo
a la prolongada crisis económica, a los paros docentes constantes,
a los cambios improvisados por políticos y, en ciertos círculos,
a la influencia nefasta de la noción peregrina de que por ser
la enseñanza intrínsecamente autoritaria, los docentes
deberían limitarse a permitirles a los alumnos expresar lo
que se supone ya tienen adentro, actitud que implica que nadie tiene
derecho a examinarlos y, de tal modo, discriminar entre quienes han
aprendido bien y los que se han aferrado a la ignorancia. Aunque se
puede discutir el peso relativo de tales factores y de otros, el que
en muchos países, entre ellos algunos que son muy ricos, la
calidad de la educación se haya deteriorado tanto en los últimos
años hace pensar que estamos frente a una tendencia universal
de origen sociopolítico vinculado con las presiones igualitarias
propias de todos los países democráticos. Sería
lógico. Puesto que en el ámbito educativo, lo mismo
que en casi todos los demás, cuando impera un clima competitivo
habrá pocos ganadores y muchos perdedores, es natural que éstos
terminen imponiendo sus criterios embistiendo no sólo contra
los presuntamente privilegiados sino también contra la idea
misma de que algunos merezcan más respeto que otros, pero sucede
que sin competencia es inevitable que el nivel general propenda a
bajar.
En Estados Unidos, los debates en torno de la decadencia del sistema
educativo se han intensificado debido a la conciencia de que el surgimiento
espectacular de países enormes como China y la India, donde
la educación sí conserva todo su prestigio tradicional,
tiene profundas connotaciones económicas y geopolíticas.
Tal y como sucedió en 1957, cuando la Unión Soviética
lanzó el primer satélite espacial, los norteamericanos
temen que si no reaccionan a tiempo podrán verse rezagados
en el campo estratégico de la economía del conocimiento,
lo que presagiaría el fin de su preeminencia actual. En cambio,
en nuestro país pocos parecen suponer que, en última
instancia, nuestro destino común depende del estado del sistema
educativo. Por cierto, escasean los que se sienten alarmados por la
brecha que ya se da entre los logros locales en esta materia fundamental
y los de países antes equiparables como España e Italia,
mientras que la irrupción de China y la India –es decir,
de más de dos mil millones de personas– en los mercados
internacionales es tomada por una nueva oportunidad comercial, no
por un reto que nosotros también tendremos que enfrentar o
resignarnos a un futuro signado por la pobreza y la marginación.
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