Sábado 25 de octubre de 2003
 

El olfato policial

 

Por Jorge Gadano

  En octubre del año pasado, la Corte Suprema de Justicia que presidía Julio Nazareno dictó una sentencia en favor del “olfato” policial. El texto, firmado por Nazareno, Moliné O’Connor, Belluscio, López y Vázquez, reconoció a la policía el derecho a detener a una persona por la sola presunción de que podría tratarse de un delincuente.
El protagonista del caso fue Carlos Tumbeiro. Lo vieron, en un lugar de Buenos Aires vecino a una villa de emergencia del Bajo Flores, “nervioso” y en actitud sospechosa. La crónica periodística no describe la “actitud” que causó la sospecha.
Ante la exigencia policial el “sospechoso” mostró su documento, que estaba en regla. No obstante lo metieron dentro de un patrullero y, mientras consultaban si tenía algún pedido de captura, le “encontraron” dentro de un diario que llevaba consigo una bolsita de nailon que contenía cocaína.
La sentencia de primera instancia fue condenatoria. En la casación el tribunal dijo que la detención de Tumbeiro no había sido legal y lo absolvió. Pero, en la instancia suprema, el máximo tribunal del país sentenció que los resultados justifican los medios. Es decir: aunque no se haya cumplido con todos los recaudos para detener a una persona, si el operativo da un resultado positivo la “desprolijidad” queda salvada. El fiscal Eduardo Casal aportó lo suyo: dijo que hay personas que “incitan” a que se sospeche de ellas, y para aclarar su pensamiento explicó que la cercanía de una villa justificaba “el celo puesto por la policía en su tarea de prevención”.
Hasta aquí la parte que toca al olfato policial según la Corte de espíritu riojano. Pero ahora, mientras los ministros sobrevivientes no paran de pensar contra cuál de ellos irá el próximo cañonazo oficial, el olfato del gobierno se ha vuelto contra ciertas conductas y prácticas de la jerarquía policial. Y es así que casi no pasa día sin que se sepa del relevo de uno o varios jefes.
Por lo general, por no decir siempre, es la gente pobre la víctima del pretendido olfato. En mayo pasado los “olfateados” fueron un discapacitado mental, Marcelo Cechetto, que vivía de limpiar vidrios de automóviles en una esquina porteña, y un mendigo alcohólico, Fermín Cabral. La Federal “olfateó”, los revisó y, cuándo no, les encontró marihuana. Para peor, viajaban en un auto robado. Pero todo había sido armado. A Cechetto un sujeto de civil le prometió una recompensa si lo acompañaba a cobrar una deuda. Cabral se sumó porque hacía falta un amigo para ayudar. El desconocido los subió a un auto y los trasladó hasta otro barrio de la ciudad. Allí les dijo que lo esperaran y se fue. Entonces llegó la policía e inmediatamente después la televisión.
Un juez de instrucción y uno federal -que intervino por el “hallazgo” de la marihuana”- le creyeron a la policía y procesaron a los detenidos, que permanecieron en prisión un año y cuatro meses. El mes pasado un tribunal federal descubrió el fraude y quedaron en libertad. Pero Cechetto, tuberculoso en estado grave, quedó internado en el hospital Muñiz.
Los usos de los indigentes son variados. El más común es el servicio que prestan a punteros políticos para aportar sus votos a algún candidato. También son masa de maniobra de algún traficante de subsidios experto en el corte de calles, rutas y puentes, y en no pocos casos son carne de cañón de policías ávidos de anotar méritos en su legajo. A la vez, las víctimas de los delitos -cerca de 600 diarios sólo en la Capital Federal- ven en la televisión, que no falta en el lugar del procedimiento en el momento oportuno, que la policía no cesa en la persecución del delito.
Según un prolijo informe publicado en el diario “Clarín”, entre 1995 y 2002 se comprobaron 75 de estas farsas policiales, mediante las cuales 123 personas fueron privadas de su libertad. La mayoría de ellas fueron extranjeros, a los que siguen en la estadística mendigos y sin techo, desocupados, chicos de la calle, adictos, prostitutos y prostitutas.
Este relato, dedicado al agudo olfato de la policía, podría servir, dado vuelta, para mostrar hasta qué extremos ha llegado la degradación del Estado en la Argentina. Lo que impresiona en los casos reseñados no es la corrupción, ni la brutalidad, sino la absoluta ausencia de sensibilidad, la crueldad más inhumana.
La Argentina ha sido, durante las últimas décadas, una eficiente máquina de producción de una gran masa de subhumanos que, cuando no delinque, acosa con la mano tendida a quienes son capaces todavía de soltar una limosna. Pero la subhumanidad no para ahí: están del otro lado quienes los usan para los menesteres descriptos, y arriba de todos los responsables políticos, aquellos que dirían que éstos son “gajes del oficio” de quienes se dedican a la política.
     
     
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