Miércoles 22 de octubre de 2003
 

El Consenso de
Buenos Aires

 

Por Aleardo Fernando Laría

  En 1990 un economista del Institute for International Economics de los Estados Unidos, John Williamson, hizo una lista con las principales reformas económicas impulsadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en América Latina. Las denominó el Consenso de Washington, en referencia a que las sedes de estas instituciones se encontraban en Washington. La expresión alcanzó rápida difusión y se popularizó para designar el decálogo del neoliberalismo.
Las reformas contenidas en el Consenso de Washington apuntaban a dar respuesta a los problemas de descontrol presupuestario e hiperinflación que lastraban el crecimiento de los países latinoamericanos. Se aseguraba que la excesiva intervención del Estado en la economía era la causa principal de esos desajustes. En consecuencia, se propiciaba una desregulación general de la economía, confiando en la capacidad autorreguladora del mercado.
Las principales medidas recomendadas por los organismos multinacionales consistían en la privatización de las empresas públicas del Estado, la desregulación del mercado de trabajo, la liberalización de los flujos comerciales y la apertura radical de la economía a los flujos internacionales de capital. Reclamaban el equilibrio presupuestario y ponían el acento en la independencia de los bancos centrales para evitar la financiación inflacionaria de los déficit.
La crisis de la deuda externa que estalló en 1982 otorgó al Fondo Monetario Internacional un gran poder en la negociación de los créditos, y esto favoreció las políticas de condicionalidad. Es decir que la disponibilidad de los recursos de este organismo dependía del cumplimiento de una serie de compromisos en virtud de los cuales los países se comprometían a introducir las reformas del Consenso de Washington. La admisión de esas políticas dio lugar al conocido perfil que alcanzaron las administraciones de Menem en la Argentina, Salinas en México, Fujimori en Perú y Sánchez de Lozada en Bolivia.
Las políticas preconizadas por el Consenso de Washington experimentaron dos sonados fracasos. En primer lugar, la desregulación financiera y la liberalización de la cuenta de capitales contribuyeron a la inestabilidad de estos países. En segundo lugar la sacralización del libre mercado dio lugar a un crecimiento preocupante de la desigualdad y la pobreza. En 1990 el propio Banco Mundial se hizo cargo del problema y en su famoso informe sobre la pobreza admitía que los ajustes estructurales podían tener efectos desfavorables en el empleo, incrementando la pobreza.
De modo que la reciente declaración conjunta de los presidentes del Brasil y la Argentina -denominada no por casualidad el Consenso de Buenos Aires- viene a ratificar una línea de pensamiento cada vez más firme en la economía: el crecimiento económico no debe hacerse a costa del incremento de la desigualdad.
Lula y Kirchner saben que muchos problemas que hoy nos aquejan reconocen una base en los fuertes desequilibrios y desigualdades y que el flagelo de la pobreza no se resuelve con planes asistenciales. De allí que se comprometen a “propiciar ordenamientos tributarios y fiscales más justos”.
Después de afirmar que la administración de la deuda pública debe tener como horizonte la creación de riqueza y puestos de trabajo, señalan que se proponen disminuir la desocupación y generar condiciones propicias para el desarrollo de los negocios y la inversión productiva, puesto que no es posible dividir la sociedad entre quienes tienen trabajo y quienes son asistidos. Como señala Stiglitz, no se debe ver nunca más el desempleo como una simple estadística, como las víctimas inevitables provocadas por la lucha contra la inflación. Los desocupados son personas, con familias, cuyas vidas resultan afectadas -a veces devastadas- por las políticas económicas que unos extraños recomiendan y, en el caso del FMI, efectivamente imponen.
     
     
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