Martes 21 de octubre de 2003
 

El cordero patagónico

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  Durante siglos cada pueblo tuvo su cocina. Había una tradición gastronómica, conformada por el tipo de alimentos que le brindaba el acceso a la naturaleza más cercana. Pero hoy, la rústica cocina popular de plebeyas bisabuelas rurales se ha visto reemplazada por la autoría del “chef” súper estrella internacional, creador de sabores, olores y colores, y protagonista central de programas de TV gourmet. Además, aquellas tradiciones gastronómicas se convirtieron en objeto invocado por las reinvenciones del turismo, una actividad que produce dividendos bastante más importantes y circulantes que la vieja olla de la economía doméstica. Las guías turísticas señalan los platos “típicos” que pueden ser probados en los restaurantes de países, regiones y comarcas de todo el planeta. El turismo se basa en la búsqueda de lo peculiar. Nadie que posea las virtudes de la curiosidad gasta sus dineros para ver, comer y oír lo que ve, come u oye en su casa o a la vuelta de la esquina. Los expertos en publicidad de la industria sin chimenea lo saben bien. Pero tengo algo que decirles a nuestros gobernantes, en general poco imaginativos en esta materia.
Cuando se inventaron las nuevas naciones en el siglo XIX, las identidades y caracteres nacionales comenzaron a definirse por especificidades exclusivas. Una nación no era tal si no tenía sus héroes fundadores, su folclore, su literatura, su lengua, sus símbolos patrios, sus creencias religiosas, sus ropas típicas. Y también sus comidas, que provenían de ancestrales costumbres. Todo eso conformaba el mito del carácter nacional, que llegó a tener con los nacionalismos de otrora ontológicas figuras del “ser”. Este monosílabo, que tortura a los filósofos que quieren descubrir y explicar su condición y significado, se aplicó en los tiempos románticos (y aun se sigue aplicando, aunque cada vez con menor convicción) a las nacionalidades, unas esencias inmutables, irrenunciables e inevitables.
Pues bien: con ese criterio ha de haber un “ser gastronómico”. Nadie podría ser escocés si no gusta del whisky, italiano si no conoce de pastas, argentino si no sabe hacer un asado, ni mexicano sin haber condimentado sus alimentos con “chili”. Nuestra Patagonia también ha estado buscando su “ser”. Pero al propio tiempo, nuestros compatriotas se preocupan esporádicamente de amenazas separatistas. Se espantan con la eventualidad de perder su suelo y su agua, ante la evidencia de que el subsuelo ya no les pertenece, alquilado como está para largos futuros por módicas regalías que pagan las petroleras extranjeras. La Patagonia está de moda y fama en todo el mundo y eso debería ser aprovechado. Una persona, una ciudad, un país pueden adquirir ese sello de fama por distintas razones: buenas o malas, muchas de ellas nimias y circunstanciales. Algo similar pasa con los caracteres nacionales, provinciales o comarqueños.
El actual presidente ha hecho la propaganda de las exquisiteces del cordero patagónico ante sus colegas europeos, especialmente con Jacques Chirac, nada menos, que comanda los destinos de una nación cuya identidad culinaria es sobresaliente. Admitamos que el corderito de nuestros lares no es por aquí un plato popular ni extendido, menos aún en estos tiempos de jefes y jefas de hogar sometidas al subsidio estatal de supervivencia. Cuando se descubre algún corderito autóctono en restaurantes y carnicerías, su precio es alto. Si uno no es amigo de algún estanciero generoso es difícil degustarlo, y ello sólo es posible en los meses inmediatos a la parición. El peón de campo a veces accede al viejo carnero capón, que no tiene nada que ver.
Pero no seamos negativos: la actitud del presidente es loable. Y desinteresada, digamos, porque según su declaración de bienes no tiene ni una oveja. Incita a reflexionar sobre las posibilidades trascendentes del bello animalito, no sólo como alimento típico, sino como factor útil para construir el anhelado “ser patagónico” desde la gastronomía. Muy serio, un filósofo francés me preguntó: ‘¿Por qué no hacer del cordero patagónico, con sus especificidades de sabor inigualable, no sólo la síntesis identificatoria de la Patagonia, sino aun más ambiciosamente, del propio ser nacional? ¿Por qué no superar otros símbolos, como el tango, hoy reducido a danza acrobática “for export”? ¿O reemplazar en ese rol a nuestro grosero bife de chorizo, periódicamente sospechado de aftosa, y que por lo demás se refiere al centralismo de la pampa húmeda?
Si como ha sido calificado por el presidente Bush, quizá con cierta socarronería texana, nuestro primer mandatario es un “conquistador del FMI” (o viceversa, agregarían los críticos locales), ¿por qué no anclar en el cordero de las estepas sureñas, la reconquista de nuestro desdibujado “ser”, hoy en default psicológico y financiero?
El cordero tiene otras ventajas adicionales: remite a religiones y mitos prestigiosos. Según el antiguo testamento, por ejemplo, el cordero es primicia inocente y esperanza del rebaño, una víctima ideal para el holocausto perpetuo, un don total sacrificado en la pascua hebraica en adoración al único Dios verdadero. Para evitar confusiones, y no alentar a los paranoicos que sospechan una invasión de sionistas disfrazados de turistas con gorritos de lana y cámaras fotográficas, recordemos el Evangelio de San Juan. El mismo Cristo se significa en el cordero degollado y triunfante, redentor con su sangre y juez soberano, vencedor de todas la fuerzas del mal. Justamente, con el fin de distinguir malentendidos teológicos y analogías inconvenientes de ritos y creencias, el Concilio de Constantinopla del año 692 estableció que el arte cristiano representase a Jesús en la cruz con forma humana y no como era el uso hasta entonces en la figura de un cordero crucificado. El cordero es símbolo mítico de castidad y mansedumbre, y por su inmerecido sacrificio constituye la representación de los más puros pensamientos de justicia universal. Además, es lo opuesto a la agresiva águila imperial. Cubiertos con la piel del cordero, lo digo en sentido figurado, podemos disimular nuestras rebeldías de deudor ante la violencia expropiatoria del acreedor foráneo.
Alivianando estas cargas semióticas y ajustándonos a sus soberbias calidades manducatorias, la tipicidad de nuestro corderito al asador podría, una vez conquistados los favores de todo el mundo, ganarle fácilmente al gigot de los franceses, quienes lo comen casi crudo. Leonardo da Vinci, que sabía de todo, prefería el cordero al cabrito. Según argumenta en su libro de recetas culinarias*, nunca tendría a este último animalejo en su cocina por el nauseabundo olor “a chivo” que despide y porque se come cualquier cosa, hasta las mesas. Leonardo recomienda la siguiente fórmula a Francisco I de Francia, que fue su señor y patrón: los huesitos del costillar del cordero infantil asados hasta el dorado oscuro y crocante, con apenas algo de su propia carne en un extremo, aderezada con sal marina y remojada con leche de oveja y en la miel que elabora la abeja de la flor del manzano; y envueltos delicadamente con una caperuza de papel en el otro extremo, para que pueda ser tomado sin quemar ni ensuciar los dedos del príncipe. Si no alcanzara este manjar a convertirse en un complemento superlativo del “ser nacional”, tengo para mí que “las costillitas de cordero patagónico a la Da Vinci” sería el nombre de un plato muy bien retribuido, una exclusividad de nuestras parrillas sureñas con un dejo de cosmopolitismo globalizante. Podrían aceptarse dólares o euros, pero no bonos externos, por ahora.



Notas de Cocina de Leonardo da Vinci, Editorial Temas de Hoy, Madrid, 1999
     
     
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