Sábado 18 de octubre de 2003 | ||
El legado de un
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Por Martín Lozada |
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El pasado jueves 25 de setiembre falleció en Nueva York el intelectual palestino Edward Said. Nacido en el Jerusalén ocupado por el colonialismo inglés hace 67 años, vivió su juventud en Londres y luego de culminar sus estudios se insertó en la comunidad académica norteamericana. Su condición de exiliado, primero en Egipto y luego en Estados Unidos, le concedió la marginalidad de quien, en razón de las circunstancias, acampa en una zona lindante, en la periferia de Occidente y del Oriente Próximo. Said comenzó a acrecentar su prestigio como profesor e investigador en culturas comparadas. En 1978 publicó la obra titulada “Orientalismo”, que produjo una conmoción en el ámbito de los estudiosos anglosajones y franceses. Allí aludió al largo proceso de definición reductiva de lo oriental por parte de la cultura occidental, y cómo ello sucedía en beneficio de su conquista y explotación. Su identidad árabe-palestina lo hizo derivar hacia la reflexión política a raíz de la guerra expansionista de Israel en 1967. En los últimos tiempos, esa reflexión se dirigió fundamentalmente al análisis de la manipulación política de la administración norteamericana en su afán de imponer su hegemonía a escala mundial. Tiempo más tarde, en la “Cuestión Palestina”, ahondó en las razones que llevaron a una alianza entre el lobby sionista en Estados Unidos y las élites políticas de Gran Bretaña. No sólo para edificar el Estado israelí, sino para animarlo en la expansión hacia territorios vecinos y en la puesta en jaque de la cultura palestina. Pero el profesor de la Universidad de Columbia estuvo siempre lejos de cualquier complacencia. A través de toda su obra, Said denunció la ausencia de autocrítica en los medios intelectuales árabes: el ensimismamiento de su cultura y su refugio suicida en el pasado. Pero también la falta de democracia real y la instrumentalización de las élites por parte de los gobernantes. Desde la zona fronteriza en la cual vivió, llamó a reflexionar sobre el papel que los Estados Unidos de América juega en el mundo contemporáneo. Y advirtió que para la mayor parte de los habitantes del mundo árabe e islámico la oficialidad norteamericana “es sinónimo de un poder arrogante, conocido por el apoyo que santurronamente brinda no sólo a Israel, sino también a muchos regímenes árabes represivos, así como por la poca atención que presta a la posibilidad de dialogar con movimientos laicos y con gente que tiene auténticos motivos de queja”. En este contexto, sostuvo, el antiamericanismo no se basa en un odio hacia la modernidad o envidia tecnológica: está fundado en una narrativa de intervenciones concretas, formas de depredación muy específicas y en el caso del sufrimiento del pueblo iraquí, por un régimen de sanciones y castigos arbitrariamente impuesto. Es por ello que se llamó a combatir contra la bancarrota moral de los intelectuales, afirmando que la primera obligación de aquéllos era desmitificar el lenguaje y las imágenes utilizadas para justificar las prácticas asimétricas de Washington. Y de ese modo afirmar que si la limpieza étnica era un mal en Yugoslavia, pues entonces también lo era en Turquía, en Palestina, en Africa y en cualquier otro lugar del mundo. La resistencia, afirmaba Said, comienza siempre en casa. Frente a un poder sobre el que podemos ejercer influencia como ciudadanos en ocasiones en que el nacionalismo se enmascara en patriotismo y pretende obedecer a un enfoque moral. Cuando coloca la lealtad a la propia nación por encima de todo y se revela más fuerte que la conciencia crítica. Lo que le resultaba “monumentalmente criminal” era el secuestro de palabras buenas y útiles como democracia y libertad, para enmascarar al pillaje, el abuso de la fuerza y el ajuste de cuentas. Su posición política, reflejada en cada uno de sus ensayos, da testimonio de una irrenunciable vocación para la paz, el diálogo y el entendimiento recíproco. Prueba de ello resulta un acontecimiento reciente: luego de recibir, junto al pianista y director de orquesta israelí-argentino, Daniel Barenboim, el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, ambos decidieron fomentar una experiencia única, consistente en reunir a jóvenes músicos israelíes y palestinos en una orquesta-conservatorio. Es decir, que quien tuvo en su momento el coraje para lanzar una piedra contra el ocupante ilegal del suelo palestino, se armó también de valor para encarar una propuesta humanista, insólita y provocadora para los halcones de la guerra. No por nada fue Said quien afirmó que “... si hay una verdad universal en el Holocausto, es que ese trágico y cruel castigo colectivo no sólo no debería ocurrirles nunca jamás a los judíos, sino que no debería infligírsele a ningún pueblo en absoluto”. El palestino, que sufre una ocupación militar desde hace 35años, incluido. |
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