Sábado 18 de octubre de 2003
 

Guerra a los infieles

 

Por Jorge Gadano

  Rodolfo Moreno, el autor del Código Penal de 1921, dio un trato distinto a hombres y mujeres responsables del delito de adulterio. En el artículo 118, primero en el título de los “delitos contra la honestidad”, se castigaba la infidelidad de los cónyuges y sus amantes con prisión de un mes a un año. Pero en el caso del varón no bastaba con una simple aventura para que el delito se perfeccionara, sino que era preciso que “tuviere manceba dentro o fuera de la casa conyugal”. O sea que si la infidelidad se consumaba en aventuras de tenorio con mujeres varias, el tipo no cometía delito. Para ella, en cambio, con una sola noche de pecado bastaba. En fin, que Rodolfo Moreno fue un hombre leal a su género.
Como, a pesar de todos los esfuerzos eclesiásticos por mantener la santidad del matrimonio, la infidelidad no dejó de crecer, el delito quedó derogado por el desuso. Formalmente el artículo fue eliminado a principios de 1995 por la ley 24.453. Otra ley, la 25.087, le dio un nuevo nombre a los delitos contra la honestidad, que pasaron a llamarse “delitos contra la integridad sexual”.
“Adulterio” significa, en su acepción más común, faltar al compromiso de la fidelidad en el matrimonio. “Adulterar” es tanto como falsear o falsificar. En tal sentido, el que comete adulterio, adultera.
El tema da para incursionar respecto del grado a que debe llegar el deseo puesto en otro u otra para que el adulterio se perfeccione. Porque hay gradaciones: desde una mirada adúltera hasta el sexo adúltero completo, con sadomasoquismo y toda clase de perversiones. Como quiera que sea, cuando una de las partes pone su deseo fuera de la pareja, la otra parte sufre.
Es, tal cual estaba en el Código Penal, un delito que requería de dos para su consumación. Dos deseantes. Con el requisito adicional del amancebamiento para el marido.
Hace falta otro u otra, lo cual remite al origen más remoto de la palabra adulterio, que es precisamente otro, alter, de lo que viene tanto “alterar” como “alternar”.
Para las religiones, el otro, en la pareja, debe ser siempre el mismo, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. La que cae, por lo general es la mujer, víctima de la condena moral de la sociedad cuando pierde la pureza monogámica. Y no sólo la condena moral: de acuerdo con la ley islámica, puede llegar a perder la vida.
En esta parte del planeta, el adulterio ya no se castiga con la pena de prisión, pero algunas sentencias de ciertos jueces todavía penalizan la infidelidad, al menos cuando es ostentosa, imponiendo al infiel el pago de una reparación pecuniaria que alivie el padecimiento de su cónyuge sufriente. De modo que la infidelidad sólo quedaría exenta de castigo mientras se mantenga en el secreto hasta, se supone, la sentencia de divorcio. Siempre que la sentencia llegue porque -la cita es del psicoanalista Germán García- según Freud hay mujeres que no se quieren divorciar hasta que no terminan de vengarse.
Recientemente, un tribunal de San Nicolás, provincia de Buenos Aires, condenó a un hombre a indemnizar a su legítima con 1.500 pesos, debido a que a la vista de todos, en el pequeño pueblo donde vivía, la engañaba con otra mujer. Los jueces dijeron que la infidelidad del sujeto lesionó “el concepto, prestigio, dignidad, honor e integridad espiritual” de la esposa. También que el tipo “solía concurrir a lugares públicos, asumiendo en oportunidades frente a terceros, conductas impropias, actitudes indecorosas, comprometidas, como de noviazgo”.
Seguramente, el pequeño pueblo se solazaba ante el espectáculo y fue un hervidero de habladurías hasta que todo acabó y hubo que volver resignadamente a la rutina cotidiana. Lo que llama la atención es que el “honor” indemnizable haya sido el de la mujer, mientras el del sujeto quedó indemne. En conclusión, que a juicio de los magistrados el vecindario aplaudía al transgresor y condenaba a la víctima.
La transgresión indemnizable no es, sin embargo, asunto de hombres solamente, porque también las mujeres hacen de las suyas en la posmodernidad. Pasó en Mar del Plata en 1997 que una mujer fue condenada a indemnizar a su marido porque de manera reiterada mantenía relaciones sexuales con otros hombres (la información no aclara si todos a la vez o uno por uno) a la vista de los vecinos y frente al domicilio conyugal (¿en la calle?). El monto de la indemnización fue superior -ascendió a 8.000 pesos-, lo que es desde todo punto de vista comprensible.
El caso es que, aunque el delito de adulterio haya dejado de existir, la infidelidad indiscreta sigue siendo punible. Para las iglesias, como para tantos jueces de espíritu cristiano que exhiben crucifijos en sus despachos, el ideal es la pureza incorrupta del matrimonio cristiano. Y si el demonio disfrazado de deseo carnal interviene y vence, lo menos que se puede hacer es tratar de que el pecado no se note.
Cualquiera puede entender que es una mala práctica la de la mujer marplatense con su amante, no sólo por la ofensa al cónyuge sino porque, aun en el caso de que los practicantes estén libres de todo compromiso, la moral social rechaza que “eso” se haga en la calle.
     
     
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