Viernes 17 de octubre de 2003
 

Los costos de la corrupción

 

Por James Neilson

  Hasta hace muy poco, era habitual en muchos círculos atribuir la corrupción al parecer institucionalizada típica de los países latinos y musulmanes a la persistencia de ciertos rasgos culturales que, en el fondo, eran valiosos por privilegiar las relaciones personales por encima de los “fríos” principios abstractos reivindicados por anglosajones, holandeses, teutones y escandinavos. Aunque la defensa cultural de la corrupción tiene cierto atractivo -si incluimos a las dos ex colonias británicas Singapur y Hong Hong, todos los 19 países o jurisdicciones que según Transparencia Internacional son menos corruptos pertenecen al conjunto supuestamente “puritano”-, los más ya entienden que es perverso intentar de este modo minimizar la importancia de delitos perpetrados por sujetos que aprovechan su poder para despojar directamente o indirectamente a sus conciudadanos. Puede que el funcionario que se deja coimear por una empresa extranjera crea que no perjudica a nadie, pero la verdad es que traiciona a la comunidad a la que en teoría sirve, al subordinar el bien común a sus propios intereses. Asimismo, no es concebible una sociedad en la que la corrupción sea buena para todos: siempre habrá más perdedores por ser honestos, que ganadores privilegiados por su desprecio por las reglas éticas.   
He aquí una razón por la que la corrupción generalizada constituye una barrera casi insuperable contra el desarrollo económico. Si bien Estados Unidos parece una excepción porque a pesar de ser considerada la más corrupta de las naciones anglosajonas es la más rica y dinámica, el ranking difundido por TI se asemeja bastante al correspondiente al ingreso per cápita de los distintos países. Que éste sea el caso es lógico.  Cuando las decisiones gubernamentales más importantes se inspiran más en la voluntad de los funcionarios de enriquecerse personalmente y de favorecer a sus parientes o amigos que en la eventual conveniencia de una ley o de un proyecto, la racionalidad será lo de menos. Así las cosas, es legítimo suponer que cuánto más corrupta sea una sociedad, más difícil le resultará brindar al grueso de sus integrantes la posibilidad de disfrutar de una vida digna. La marejada de corrupción que nos ha inundado a partir de los años noventa y que a juicio de los consultados por TI cobró proporciones aún más alarmantes en el transcurso de la gestión nada feliz del cacique bonaerense Eduardo Duhalde, es a un tiempo síntoma y causa de la decadencia nacional: la depauperación de millones fue una consecuencia natural del triunfo de la inmoralidad. Además de impedir que los gobernantes manejen la economía con eficacia porque, claro está, sus objetivos raramente tendrán mucho que ver con el bienestar ajeno, la corrupción es de por sí degradante. Privilegia a los ladrones en desmedro de los honestos, creando de esta manera un orden social perverso en el que mandan los peores, o sea, una “kakistocracia”, en la que los respetuosos de la ley sufren humillaciones diarias. Huelga decir que en tales sociedades la hipocresía no tarda en hacerse rutinaria. Quienes denuncian con más furia la corrupción a menudo serán los más corruptos de todos, con el resultado de que la ciudadanía oscila entre el descreimiento absoluto por un extremo y la fe desesperada en la sinceridad del carismático de turno por el otro. La Argentina está pasando por la fase optimista de este ciclo: si el gobierno del presidente Néstor Kirchner la defrauda, la reacción será con toda seguridad virulenta. En el pasado aún reciente, la corrupción podría tomarse por un problema “interno”, por un asunto que sólo debería preocupar a los que, supuestamente por preferirlo, aceptaban ser gobernados por bribones juzgados simpáticos. Gracias a la “globalización”, empero, esta situación tan agradable para los ladrones ha cambiado. Como muchos dirigentes están descubriendo, si bien pueden robar con impunidad a sus propios compatriotas, no les será tan fácil tratar de la misma manera a los demás que no tienen por qué dejarse intimidar por la retórica oficial. En efecto, la convicción, robustecida por el informe de TI, de que la clase política argentina es extraordinariamente corrupta ya está incidiendo en las negociaciones del gobierno con los acreedores y bien podría frustrar sus esperanzas de llegar a un acuerdo mutuamente satisfactorio.   
Por desgracia, todavía no se ha encontrado la forma de discriminar entre “la gente” que se supone inocente de una sociedad atrasada y los presuntamente corruptos que la despojaron. Aunque es notorio que la Argentina es un país, uno más, en el que muchos políticos -y, según parece, muchos comisarios policiales- son multimillonarios que tendrían graves dificultades para justificar en público la evolución de su patrimonio mientras que la mayoría percibe ingresos que son comparables con los típicos de países africanos miserables, nadie ignora que cualquier “salida” del default beneficiaría más a los corruptos que a los demás. Hasta hace aproximadamente diez años, las instituciones transnacionales como el FMI y el Banco Mundial pasaban por alto la corrupción de las élites tercermundistas por tratarse de organismos básicamente gubernamentales, pero últimamente han llegado a la conclusión de que a menos que se eliminen sus prácticas parasitarias todos los créditos y dádivas destinados a financiar el desarrollo terminarán indefectiblemente en cuentas bancarias numeradas en Suiza o en las islas Caymán.    
Es que durante décadas los confiados en que tarde o temprano todos los países conseguirían “modernizarse” para poder compartir los frutos del progreso económico se concentraban más en cuestiones técnicas o ideológicas que en los costos supuestos por la corrupción rampante, sistémica e institucionalizada. Por no querer ofender a nadie o por miedo a dar la impresión de respetar más a culturas determinadas, como las sajonas, que a otras, se las ingeniaban para persuadirse de que la corrupción era un tema meramente anecdótico de importancia limitada. Sin embargo, debido en buena medida al fracaso espectacular de estrategias de desarrollo a primera vista infalibles, son cada vez más los dispuestos a considerar la posibilidad de lo que siempre debería haberles sido evidente: un país gobernado por ladrones habituados a anteponer su propia rapacidad al procomún nunca podrá aprovechar plenamente sus recursos materiales y humanos. Es factible que de vez en cuando un país regido por corruptos experimente períodos de auge a raíz de la venta de materias primas fácilmente comerciables, como el petróleo, o de la ingenuidad de inversores extranjeros deseosos de creer que todos los gobernantes son personas de buena voluntad, pero no estará en condiciones de emular a los países en los que hasta los más poderosos suelen respetar la ley. Si no fuera por la corrupción generalizada y por la mentalidad perversa que genera, la Argentina y Venezuela gozarían de un nivel de vida por lo menos equiparable con aquél de Suecia.   
Al entender por fin que la ética pública es un factor clave, el FMI, el Banco Mundial y gobiernos como el estadounidense están intensificando las presiones contra las autoridades de sociedades consideradas demasiado corruptas. 
No es una cuestión de una ofensiva emprendida por el puritanismo sajón, ni de la frustración que pueden sentir los teóricos por el fracaso de los esquemas que antes propusieron, sino de la conciencia de que es inútil esperar que una clase dirigente corrupta haga el esfuerzo necesario por gobernar con un mínimo de eficiencia y realismo. No lo intentará, porque en el momento de elegir entre una medida apropiada que no les reportaría beneficios personales y otra claramente contraproducente pero provechosa, los responsables de decidir siempre optarán por esta última. Puesto que por razones patentes aquellos empresarios o funcionarios, nacionales o extranjeros, que entienden muy bien que sus propias propuestas son inferiores a las ajenas, serán los más propensos a tratar de ganar un contrato sobornando a los encargados de elegir entre las distintas ofertas, un país corrupto siempre tenderá a optar por las peores alternativas disponibles, asegurando así su propio fracaso, como en efecto ha sucedido con regularidad deprimente en la Argentina.        
     
     
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