Martes 14 de octubre de 2003
 

¿Superhombres?

 

Por Héctor Ciapuscio

  Hace veinte años un biólogo eminente alertaba sobre los dilemas morales que habrían de experimentar en un futuro no lejano no sólo los científicos, sino las enteras sociedades avanzadas ante la marcha espectacular de la ingeniería genética. Esta, que ya estaba transformando a la propia biología (al modo radical como la síntesis lo hizo con la química), cambiaría revolucionariamente tanto la medicina como la producción agraria y finalmente afectaría quizá a la misma evolución humana. Robert Sinsheimer, de la Universidad de California, se formulaba tres preguntas especulativas sobre la problemática futura de la intervención genética en la línea evolutiva: “¿Es segura, es inteligente, es moral?”
Esas preguntas han dejado de ser especulaciones. Hay científicos que tienen respuestas afirmativas y hasta entusiastas, aseguran ahora que la genética reproductiva permitirá en un horizonte no lejano nada menos que “diseñar nuestra especie”. Cuando estén resueltas las cuestiones de seguridad técnica, la “reprogenética” (así bautizada) podrá poner el organismo del niño que ha de nacer en manos de sus progenitores. El razonamiento es claro: tanto el deseo de tener hijos como el interés de que esos hijos sean sanos, felices y exitosos están insertos en la naturaleza y la psicología de los humanos. Y así como los padres ambiciosos gastan fortunas enviando a sus hijos a universidades caras porque desean que sean distintos, que tengan entornos favorables y accedan al triunfo en la vida social, seguramente harán todo lo que puedan para dotarlos de genes superiores cuando éstos, identificados ya por la investigación genética, les sean ofrecidos en las clínicas de fertilidad que proliferan como el negocio médico más proficuo desde hace veinte años con el primer niño de probeta.
Un líder en el campo avanzado de la reprogenética es Lee M. Silver, quien trabaja en el laboratorio del Nobel James Watson (el co-descubridor de la estructura del ADN) en Long Island, es profesor de biología molecular en Princeton y autor de “Remaking Eden” (“Rehaciendo el Edén”, con subtítulo “Cómo la ingeniería genética y la clonación transformarán a la familia americana”). Este hombre advierte, como posible consecuencia de lo que vendrá, una división futura de los seres humanos en dos especies: los “Genrich” y los “Natural”, algo como la dicotomía “dueños y esclavos”, descendientes los primeros de los adinerados que hayan podido invertir en el mejoramiento genético de sus críos; salvo, aclara, que la genética reproductiva -como ha ocurrido históricamente con tantos productos tecnológicos- se abarate con el tiempo y sea accesible “a la mayoría de la población en los países desarrollados”. En el plano internacional, dice que será probable que las ventajas socioeconómicas de las naciones ricas así se expandan y sus diferencias con las pobres devengan muy profundas. A no ser, también aclara, que se configure un único Estado mundial que provea a todos los niños de las mismas mejoras genéticas e idénticas oportunidades de salud, felicidad y éxito. Pero esto le suena a ilusión política.
Como es obvio, ante manifiestos como éste se han levantado voces de repulsa por parte de entidades religiosas y bioeticistas. En Francia distintos grupos han manifestado argumentos morales: la convicción de que la sociedad civil descansa en el respeto por los seres humanos como individuos, no como medios para un fin, que la dignidad humana es de capital importancia y que la intervención en la línea germinal es intrínsecamente incompatible con esas ideas, como se expresa en la Convención de Derechos Humanos y Biomedicina: “Una intervención que busque modificar el genoma humano puede sólo ser ejecutada para propósitos preventivos, diagnósticos o terapéuticos y solamente si su propósito no es introducir alguna modificación en el genoma de cualesquiera descendientes”. En Italia, días atrás, Umberto Veronesi, director científico del Instituto Europeo de Oncología de Milán y hasta hace poco ministro de Salud Pública de Italia, planteó la necesidad de constituir en cada país o en Europa una “cámara alta” de intelectuales -filósofos, científicos, juristas- para proponer reglas enderezadas al diseño de la evolución futura de la sociedad respecto, entre otros problemas de la bioética, del tema reprogenético. “El problema -manifestó- es establecer límites”.
Varios conocidos bioeticistas de Estados Unidos a quienes el doctor Silver califica como “bio-Luditas, tanto de derecha como de izquierda”, que actúan como frenos del progreso y a quienes juzga como sustentadores de posiciones religiosas, no científicas, cuestionan fuertemente sus manifestaciones. Uno cercano a ellos está proponiendo ahora mismo, en un libro cuyo título traducido sería “Genes milagrosos: mejoramiento genético y el futuro de la sociedad”, seis medidas concretas de política para la reprogenética a fin de que sus efectos sean más equitativos en un futuro que -nos advierte- con las prácticas actuales de las clínicas de fertilidad -aunque no seamos conscientes de ello- ya empezó. La principal preocupación de este autor, Maxwell Mehlman, es que sobrevengan nuevas y profundas diferencias sociales por la emergencia de lo que denomina “genobility”, una nobleza genética.
Era lo que nos faltaba.
     
     
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