Jueves 9 de octubre de 2003 | ||
La Universidad desarrollista |
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Por Héctor Ciapuscio |
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Hay diversas etapas en la vida de nuestra Universidad contemporánea, cada una generalmente clausurada por un decreto de intervención política y siguiente purga de profesores. Se contaron cinco intervenciones en medio siglo, algo así como una cada diez años desde la de 1943. La última ocurrió en 1976 con el inicio del Proceso, pero la más traumática fue la del gobierno de Onganía en 1966, porque puso fin a su período histórico más brillante iniciado en 1955 por un grupo liderado por hombres excepcionales como J. Babini, J. L. Romero, R. Frondizi, M. Sadosky, R. García y V. Fatone. Un libro reciente (1) recapitula, a través del testimonio de varios participantes en diversas facultades e institutos, el insólito desarrollo académico y material que llevó a la UBA y otras de ese tiempo a una posición de ejemplaridad en Latinoamérica y una elevada consideración internacional. Entre todos esos testimonios hay uno que resulta particularmente interesante porque ofrece, en momentos en que el gobierno da señales concretas de apoyo, una lección sobre la energía y el ingenio necesarios para un proyecto de desarrollo universitario. Es el que rinde sobre su participación uno de los dirigentes conspicuos, quizá el más decisivo entre los de aquella patriada universitaria, un hombre apasionado y luchador que llevó adelante una serie de avances de gran porte a fuerza de inteligencia y carácter. La clave del éxito estuvo en el acierto táctico de largada: ubicarse en el lugar estratégico desde donde se manejan los fondos para desde allí poder realizar cosas fuera de la ortodoxia, a la Sarmiento, con creatividad y sin miedo. Cuenta Rolando García que cuando Risieri Frondizi comenzó su gestión le preguntó en qué comisión quería trabajar y que cuando él le respondió que en la de Comisión de Presupuesto y Hacienda, el rector le recordó que ella obviamente correspondía a la gente de Ciencias Económicas. El, convencido de que medios y organización son vitales para grandes reformas y de que para manejarlas es necesario tener la sartén por el mango corrigiendo a los especialistas en impedir, le explicó que quería estar en ese lugar porque la gestión y distribución del presupuesto, lo mismo que la organización y agilización de la burocracia, se “cocinaban” allí. El rector, aunque no del todo convencido, aceptó finalmente. Veamos -dejando de lado por más conocido lo sustancial del proceso de cambio que se dio en el período, lo académico- algunos de los logros que se describen en el testimonio. En primer lugar el “Fondo Universitario”, una innovación que surgió de observar la cantidad de dinero que se devolvía al fisco al final de cada ejercicio presupuestario por partidas no ejecutadas; una ley autorizó que ese remanente pasase cada año a integrar el presupuesto universitario para construcciones, equipamiento, becas, viajes y contrataciones. El Fondo permitió además dar contrapartida a un importante préstamo del BID (cuyo presidente, Felipe Herrera, fue convencido de modificar los reglamentos del Banco con un rubro de apoyo a la investigación científica) para un plan de reequipamiento de las universidades nacionales. Se logró un decreto de financiamiento de dedicaciones exclusivas, se pudo convencer a Houssay, presidente del Conicet, de la financiación parcial de la primera gran computadora inglesa para el Instituto de Cálculo, se motorizó a Eudeba. Pero el “opus magnum” en materia de realizaciones materiales fue la construcción de la Ciudad Universitaria, para lo cual hubo que vencer duros cuestionamientos, primero en cuanto a la propiedad de los terrenos aledaños al río de la Plata (por la Marina que intervino aduciendo que pertenecían al “Sistema de Defensa Costera” y por varios concejales que los veían como oportunidad para permisos a nuevos “carritos de la costanera”), y luego -en cuanto a la obra edilicia- no sólo de quienes se manifestaban asustados por los costos, sino también de sectores que temían que la disposición de esos pabellones estuviera pensada como para futuros refugios de guerrilleros. Finalmente, un hecho pintoresco: cuando en esos tiempos de políticas compulsivas de “austeridad” el gobierno dictó una medida prohibitiva de compra de “muebles y útiles de oficina” para edificios públicos y ante la urgencia de habilitar el primer pabellón, el de Exactas, se recurrió, luego del rechazo del pedido de excepción, a “rebautizar” elementos necesarios. Entre otras cosméticas ingeniosas, las vulgares mesadas del laboratorio de Física pasaron a ser “soportes antigravitatorios para material científico” y las modestas máquinas de escribir “transcriptores de fonemas”. Así, jerarquizado por la ciencia y la semántica, el expediente pasó sin observaciones por el escrutinio de los cancerberos de Hacienda y Economía. (1).- Rotundo y Díaz de Guijarro (comp.): “La construcción de lo posible. La Universidad de Buenos Aires de 1955 a 1966”, Libros del Zorzal, 2003. |
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