Miércoles 1 de octubre de 2003
 

Ante todo, la verdad

 

Por Rolando Citarella

  No deben ser pocos los que festejaron fervorosamente la declaración de default del entonces presidente Adolfo Rodríguez Saá, y hoy están cayendo en la cuenta de que en realidad estaban celebrando la incobrabilidad de sus propios ahorros.
Una vez más el Estado argentino, a través de los gobernantes de turno, ha producido una nueva estafa a sus ciudadanos. Esta vez, destruyendo el trabajo acumulado de generaciones (los ahorros jubilatorios en las AFJP). Eso sí, van a tratar de que a los ojos de la sociedad no se vea de tal manera, sino que aparezca como el fracaso del sistema de capitalización. De paso, también aprovecharán para instalar, como alternativa, el retorno al sistema de reparto.
Ante semejantes disparates, es saludable mantener presentes algunas cuestiones que pueden haber caído en el olvido para algunos y, seguramente, son desconocidas para los jóvenes que no las vivieron.
Hasta mediados del siglo anterior, en el país no había jubilados. Los viejitos se mantenían como podían. Algunos lo hacían con sus ahorros acumulados y otros con la ayuda de sus hijos. Era evidente, entonces, la necesidad de un régimen jubilatorio que atendiera el problema. Pero claro, en plena efervescencia estatizante, lo lógico era que surgiera un régimen tal, que más que servirles a los trabajadores, les sirviera al Estado y a los que lo manejan.
Así nació el régimen previsional de reparto, bajo el fuerte supuesto de que los futuros jubilados (que eran activos en ese momento) serían mantenidos con los aportes de los futuros activos, y así sucesivamente. Así de fácil.
Con este sistema, los gobernantes obtenían dos claros beneficios: 1) tenían más plata para gastar, dado que los ahorros de aquellos primeros aportantes no tenían que ser devueltos y por lo tanto engrosaban las rentas generales; y 2) el diseño permitía la implementación de regímenes de privilegio, entendiendo por tales a todos aquellos que no relacionan el haber de pasividad con los aportes realizados, o dicho en otras palabras, aquellos que no vinculan beneficios con sacrificios realizados.
Claro, el problema iba a ser en el futuro, como realmente lo fue, cuando la relación entre aportantes y jubilados no fuera la esperada y, en consecuencia, la plata no alcanzara para pagar las pasividades.
La magnitud de los problemas del régimen de reparto y sus consecuencias apenas son percibidas por el ciudadano común, que quizás sólo visualiza el bajo nivel de las jubilaciones. Hay que agregar al inventario: la grosera desigualdad entre haberes y aportes realizados; la brutal incidencia en el déficit fiscal y, por ende, en el endeudamiento público; la alta carga impositiva sobre los salarios, destinada a financiar el déficit del sistema, constituyendo una traba en la generación de empleo (eufemísticamente, a esta carga se la llama contribución patronal), etc.
El régimen de capitalización a través de las AFJP apuntaba a solucionar los problemas del régimen de reparto. En primer lugar, los aportes están individualizados. El futuro jubilado recibirá lo que realmente haya aportado y capitalizado. Por eso mismo, además, el sistema no admite jubilaciones de privilegio. Nadie recibe más de lo que ha contribuido. En segundo término, el régimen elimina la carga sobre las generaciones futuras. Un beneficio adicional proviene de la masa de ahorro interno que se genera, el cual puede destinarse a la inversión.
Pero, lamentablemente, dado que su implementación implicaba un desfinanciamiento del anterior régimen de reparto (los aportes, en lugar de ir a pagar jubilados, van a las AFJP), el sistema nació rengo. Para recuperar en parte este financiamiento perdido, el Estado obligó por ley a las AFJP a invertir una parte sustancial de los aportes en títulos públicos nacionales. De esta manera, la plata volvía al Estado para pagarles a los jubilados.
La justificación de entonces para tal obligación radicaba en que era necesario financiar la transición desde un Estado deficitario a otro superavitario. El Estado necesitaba tiempo para equilibrarse primero y tener excedentes después, que permitieran pagar aquellos títulos públicos entregados a las AFJP. Todo muy lindo. ¿Pero qué pasó entonces? Lo de siempre, el Estado no paró de tener déficit y por lo tanto siguió endeudándose. Lo demás es historia reciente.
Todo esto daría como para que los que han tenido poder de decisión al respecto, y que muy probablemente estén disfrutando de alguna jubilación de privilegio, al menos se pusieran colorados e hicieran un mea culpa. Pero lejos estamos de esas actitudes en este país. Basta con ver que en lugar de esos reconocimientos, insólita e hipócritamente, faltando totalmente a la verdad, se pretende hacer aparecer a los gerentes de las administradoras como los responsables del descalabro.
     
     
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