Miércoles 29 de octubre de 2003


 

Austeridad demagógica

 
  Si algo distingue al “kirchnerismo” del “menemismo”, esto consiste en su voluntad de reivindicar el papel del Estado que, de acuerdo con sus ideólogos, debería no sólo cumplir bien todas sus muchas funciones indelegables, como las relacionadas con la seguridad y la educación, sino también vigilar el sector privado con eficiencia ejemplarizadora sin caer nunca en la tentación de vender favores. Así las cosas, era de suponer que al iniciar su gestión el presidente Néstor Kirchner hubiera borrado enseguida aquel decreto absurdo que firmó Adolfo Rodríguez Saá según el cual los funcionarios del gobierno nacional, entre ellos el mismísimo presidente de la República, tendrían que conformarse con sueldos por debajo de un tope de 3.000 pesos mensuales, de este modo convenciendo a la ciudadanía de que sus gobernantes eran dechados de austeridad. Dicho decreto no habrá molestado demasiado ni a los presidentes interinos Rodríguez Saá y Eduardo Duhalde ni al propio Kirchner por tratarse de personas tan acaudaladas como sus antecesores inmediatos, pero es inconcebible que no haya incidido de forma sumamente negativa en la calidad de la administración del país. Lo mismo que tantos profesores universitarios, los secretarios, subsecretarios y otros han tenido que trabajar virtualmente ad honórem, una situación que acaso sería tolerable en un país primitivo en el que se diera por descontado que los funcionarios sabrían enriquecerse aprovechando su poder, pero que en una sociedad moderna como la nuestra es aberrante.
Sin embargo sólo ahora, luego de muchas vacilaciones nada kirchnerianas, están comenzando a insinuar ciertos miembros del gobierno que tal vez sería conveniente  eliminar aquel tope. El que hayan temido plantear el tema por miedo a la reacción adversa del público nos dice mucho acerca de nuestra cultura política sui géneris. Puede que la sociedad sea instintivamente estatista en el sentido de que la mayoría entiende que el Estado debería solucionar sus problemas, pero muchos desprecian tanto al Estado que se indignarían si un funcionario percibiera un sueldo que en el sector privado no merecería comentario alguno. 
Por supuesto que los más comprenderían que es necesario pagar a los abogados nombrados para defender al Estado argentino contra los acreedores extranjeros las comisiones abultadas exigidas por “el mercado”, pero parecería que los mismos protestarían con amargura si al responsable de elegirlos le fuera permitido ganar una fracción minúscula de los honorarios que ofrece a los contratados.
Nadie ignora que el Estado argentino es deficiente, tanto que ni siquiera es capaz de repartir asistencia social, tarea ésta que, frente a la negativa de la Iglesia Católica de encargarse del asunto, suele delegar a organizaciones no gubernamentales como las improvisadas por los piqueteros, cuando no a los punteros políticos. Pero a pesar de que muchos se afirman consternados por el “repliegue del Estado” y quisieran que recuperara cuanto antes su rol tradicional, tales sentimientos no han sido óbice para que sean reacios a reconocer que puede existir una conexión directa entre su pésima calidad y los sueldos grotescamente magros que cobran los responsables de administrarlo. Huelga decir que a través de los años este fruto extraño del populismo hegemónico ha contribuido de forma decisiva a la evolución lamentable del país. Sin un Estado de primera calidad que sea manejado por personas que de optar por trabajar en el sector privado pronto alcanzarían posiciones en las que ganarían diez veces más o incluso cien veces más que el monto supuesto por el “tope” fijado por Rodríguez Saá y respetado por Duhalde y, hasta ahora, por Kirchner, no habrá ninguna posibilidad de que el país por fin consiga sustraerse al pozo en el que se ha precipitado. Aunque en todas partes del mundo se dan hombres y mujeres talentosos que por su vocación de servicio estarán dispuestos a dar la espalda a los jugosos premios económicos que les aguardarían en el sector privado, no existe ningún motivo para suponer que haya muchos que, sin ya contar con una fortuna particular abultada, aceptarían asumir responsabilidad por la administración de un país como la Argentina a cambio de menos de 3.000 pesos mensuales.
   
     
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