Sábado 18 de octubre de 2003

 

Rodando por la vida

 

Por la luz que me alumbra

  Estaba acostumbrada a estar entre hombres. Sabía que ejercía una especie de fascinación entre ellos, pero también sabía que no era ella en particular. En realidad, todas las de su clase tenían éxito con los hombres y, como corresponde, las mujeres de aquellos hombres las odiaban.
Aquellas mujeres sabían que ellas eran una competencia con la que muchas veces perdían.
Ellas no podían hacer otra cosa, estaba en su naturaleza juguetear con ellos de tarde en tarde y toquetearse sobre el pasto de algún parque cercano.
A ella, en particular, no le importaba andar rodando por la vida. Era una profesional y si alguna vez le tocó estar con mujeres lo hizo, aunque nunca le gustó. El toque de los hombres era especial aunque no lo hicieran bien, incluso cuando le pegaban.
La rudeza de aquellos muchachones eran caricias. Como a cualquiera, le gustaban los jóvenes de buen físico pero no tenía preferencia por el estilo del trato. Algunos se relacionaban con sutilezas, con una sonrisa en la boca y a ella le encantaba hacerlos felices. Otros en cambio eran serios, más rudos, pero se adivinaba la pasión y como a ella le daba el cuero, eso la hacía sentirse bien.
Desde siempre y por algún destino que desconocía, sus romances acababan mal. Aquellos que la seducían le terminaban pegando.
Mucho tiempo se preguntó por qué. Tanto tiempo que la pregunta fue perdiendo sentido. Como esas sensaciones confusas que están en la frontera del placer y el dolor, quizás tan cercanas como el amor y el odio, la necesidad de que aquellas historias terminaran igual se había transformado en un abandono en el que se dejaba caer. Aprendió a disfrutarlo.
Ella sabía que sus redondeces sacaban a los hombres de control y más se potenciaba cuando se juntaban varios. Era consciente que aquel poder los hacía reír, festejar como borrachos y hasta a veces llorar. Sin embargo en aquellas tardes de circo romano no todo estaba bajo su control y se sentía amada y rechazada al mismo tiempo. Pasaba de hombre en hombre, algunos se peleaban por ella, otros la rechazaban con violencia para rodar a veces en una confusión de cuerpos transpirados.
Pero ella tenía un preferido. Era amable con todos pero con el joven Andrés era… especial.
Aquella tarde Andrés la miraba con codicia. La rozó de atrás y ella corrió. Volvió a tocarla (qué bien la tocaba) y ella corrió más ligero.
Estaba excitada y buscaba el momento de dejarse alcanzar. Siguió corriendo y cuando sintió que el clímax la desbordaba, se dejó alcanzar. Andrés la tuvo a su alcance, miró al horizonte y le pegó una hermoso puntapié de zurda que la hizo girar como un trompo, como un enloquecido vals que explotó en un orgasmo al estrellarse en la red del arco rival.
Mientras, el grito de la gente estallaba en gol. Andrés, el goleador, su hombre, tirado en el área chica relajado y feliz, festejaba con sus amigos y como tantas veces, ya no se acordaba de ella.

Horacio Licera
hlicera@rionegro.com.ar
   
     
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