Viernes 26 de setiembre de 2003
 

La Corte (II)

 

Por Félix E. Sosa (*)

  La clase política argentina ha comenzado a brindarnos, en clave de mal teleteatro, su versión de una de las instituciones que en un país normal debiera manejarse con la máxima seriedad: el juicio político a uno de los integrantes de la Corte Suprema de Justicia. De lo único que entienden nuestros senadores y diputados es de “política”, de modo tal que lo de “juicio” los tiene más bien sin cuidado y no se molestan siquiera en fingir imparcialidad u objetividad; tal parece que el resultado ha sido ya preacordado, como que está claro qué es lo que quiere el Ejecutivo, al que sistemáticamente se subordina el Legislativo para no desmentir la tradición.
A poco de iniciada la obra, se conmovió a la opinión pública con el descubrimiento de dos “sena-truchos”, respecto de cuya intrusión en el Senado las autoridades del mismo claman inocencia, mas difícilmente ella resulte reconocida por el grueso de la opinión pública, siempre dispuesta -en base a los antecedentes de los protagonistas- a suponer o hasta dar por sentadas premeditación y alevosía.
Aparte de la falta de imparcialidad del Senado que debe actuar como “tribunal”, lo que más aterra del juicio político en cuestión son las causales por las que se quiere expulsar a Moliné O’Connor, todas relacionadas con fallos dictados por él (y otros jueces) como integrante de la Corte, sentencias en las que las finanzas del Estado Nacional no habrían salido bien paradas. Es decir que los diputados y senadores parecen querer reservarse la última palabra en cuanto a la corrección de los pronunciamientos del máximo tribunal, castigando “políticamente” a los jueces que habrían cometido la “terrible falta” de fallar contra el Estado.
Obvio es decir que si el juez acusado resulta separado del cargo por tales fundamentos, el precedente sentado será funesto, ya que afectará directamente a la independencia del Poder Judicial. De allí en adelante, cualquiera a quien se designe como ministro de la Corte sabrá que será removible ‘ad libitum’ del mandamás de turno, según guste o no el contenido de sus sentencias, es decir: “Te nombro, pero debes fallar así o asá; de otro modo, sales”.
Lo que no parecen entender los responsables de la parodia de juicio es que justamente la esencia de la función jurisdiccional y de la independencia de la Justicia es que los magistrados puedan fallar y efectivamente lo hagan con plena libertad de criterio, precisamente en contra de cualquier autoridad, y especialmente en contra del Estado, toda vez que la posibilidad de fallar en contra del mismo Estado que los nombró es la garantía que tienen los ciudadanos de que ese Estado (o gobierno, o partido) no pisoteará sus derechos ni avasallará sus libertades.
De modo tal que, si las razones que fundaron sus sentencias pueden eventualmente ser la causa de la separación del cargo, la función jurisdiccional quedaría seriamente acotada en sus posibilidades de pronunciarse con libertad de criterio, es decir, de ser efectivamente independiente.
En la otra vereda resulta tanto o más lamentable leer la conferencia de prensa del recién electo presidente de la Corte, quien hace saber que “no aceptará presiones”, en orden a la urgencia manifestada por el Ejecutivo respecto del fallo por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; en buen romance, lo que nos está comunicando Fayt es que resolverán este tema cuando les parezca cómodo u oportuno, o sea, que no se consideran urgidos a cumplir con su deber. Nada más ni nada menos.
En efecto, la primera función de los jueces es la de fallar, no están allí si no es para eso, no es atendible ni justificable que se atrincheren en el no cumplimiento de su deber. No se les está pidiendo que hagan nada fuera de sus funciones, sino precisamente que cumplan lo que ya están demasiado morosos en hacer; todo juez tiene que fallar, ha sido designado justamente para eso, si se niega a hacerlo es ésta la principal razón para expulsarlo, porque no hace aquello que es su deber hacer, y no cómo lo hace.
Quiere entonces decir que los actuales integrantes de la Corte entienden que su cumplimiento del deber de fallar está sujeto a su propia determinación en cuanto a la comodidad u oportunidad de hacerlo, y que si no quieren no lo hacen, demostración de tamaña arbitrariedad que aterra, en cuanto es demostrativa de que no tienen siquiera la noción de cuál es su obligación básica: sentenciar.
En tiempos del anterior presidente de la Corte asistimos atónitos al impúdico chantaje con el cual se demoró el primer fallo sobre la pesificación, en el juicio iniciado por la provincia de San Luis, cuya resolución tardó cerca de un año, siendo una causa de puro derecho, y que razonablemente no tendría que haber demorado más de dos o tres meses. Al igual que el embaucador callejero que engaña a desprevenidos transeúntes con el juego de la “mosqueta”, la Corte amenazaba un día con sentenciar y al otro día decía que “por ahora” no lo haría, con desvergonzada manipulación de lo que debiera ser su principal obligación: cumplir con el deber de fallar. Dentro de la misma manipulación, hace algo más de un año que espera resolución otro juicio sobre la pesificación, al parecer “cajoneado”, sin que la Corte cumpla con su obligación de sentenciar. De parecido modo se manipulan las designaciones de subrogantes, cuando existen vacancias temporarias o definitivas en las vocalías: la obligación de cubrir esas subrogancias con conjueces de la lista se posterga o se acelera, según la comodidad (léase “conveniencias políticas”) del cuerpo.
Claro está sin embargo que la valoración de estas causales, la demora injustificada de la resolución de los pleitos, la manipulación de los términos procesales y las subrogancias, etc., resultan de difícil entendimiento para los legisladores, los que están habituados a hacer lo mismo con los proyectos de ley, o con el cumplimiento de sus otros deberes: esto no lo consideran falta, el no cumplir con la obligación propia no es entendido como grave, es pan de todos los días, es la conducta habitual de los funcionarios públicos en nuestro castigado país.
La burocratización de la Corte Suprema tampoco asusta: los cerca de doscientos abogados que han terminado por poblar el “staff” de dependientes de la Corte, entre secretarios, relatores y otras hierbas, tienen adecuado correlato en la paralela superpoblación del Legislativo, y en la colmada cohorte de asesores, “ñoquis” y demás, que acompañan a cada senador y diputado, por lo que tampoco pueden éstos ver la falta en aquello que a un ciudadano preocupado por el debido ejercicio de la función pública lo escandalizaría.
Los códigos procesales de la Nación y de la mayoría de las provincias han omitido la fijación de un término para fallar a los integrantes de la Corte Suprema y los superiores tribunales provinciales. Los jueces inferiores, de primera o segunda instancia, tienen un plazo determinado para resolver los asuntos que se les someten, vencido el cual los litigantes afectados están habilitados para requerirles la llamada “pérdida de jurisdicción”; ésta constituye una “falta grave” que puede dar lugar al enjuiciamiento y remoción. Con este “estatus” se convalida la politización de los máximos tribunales, dándoles una facultad de resolver que puede llegar a ser indefinida temporalmente, y colocándolos en los hechos como una institución aparte del resto del Poder Judicial, en cuanto no están vinculados con iguales obligaciones: no es de extrañar entonces que sus valoraciones no aparezcan guiadas estrictamente por la intención de hacer justicia y resolver los problemas de la gente, sino por otros parámetros más vinculados con la política o cosas peores (si es que las hubiera).
Es ésta una política constante de los superiores tribunales: cuando en 1986, con otros colegas del medio, quien suscribe estas líneas trabajó para adaptar la provincia de Río Negro el Código de Procedimientos en lo Civil y Comercial de la Nación, incluimos un artículo por el cual se fijaba un plazo para sentenciar a los miembros del Superior Tribunal, y se preveía la posibilidad de la pérdida de jurisdicción; el proyecto se convirtió en el actual Código (ley 2.208), no sin antes pasar por el Superior Tribunal de Justicia, que junto con algunas modificaciones menores excluyó el citado artículo, autocolocándose de este modo al margen de las obligaciones del resto de los jueces. El mensaje resulta claro: “Los jueces están obligados a fallar, y a hacerlo en término; nosotros, los integrantes del Superior Tribunal, como los de la Corte, somos de otra categoría, lo hacemos cuando queremos o si queremos”.
Personalmente, opino que a partir de esa desvinculación son menos jueces y más políticos, y que ésta es una de las causas de que estemos como estamos.
En algunas provincias, no obstante, se han incluido términos para fallar a los miembros del Superior Tribunal, tal como en Mendoza, donde expresamente se califica a tales términos como perentorios, indicándose así el buen camino.
Con independencia entonces del contingente problema actual de si se van los que están (obviamente, si tuvieran un mínimo de vergüenza, se irían todos), entiendo que para que los jueces de la Corte y de los superiores tribunales de provincia se comporten como jueces y sean realmente jueces, es imperioso modificar los códigos de procedimiento, fijándoseles términos para sentenciar y previéndose las sanciones pertinentes para cuando no lo hacen. También sería menester incluir en esta reforma la obligación de integrar el tribunal con conjueces, en casos de vacancias transitorias o definitivas, y de hacerlo en tiempo breve y también perentorio, para evitar la manipulación a la que se ha hecho referencia más arriba.
En suma: se deberían ir todos, pero no por la discordancia con el contenido de sus fallos, porque ello implicaría un golpe mortal al principio de independencia del Poder Judicial; la inobservancia del principal deber del juez, el de fallar, y la manipulación de los términos y las subrogancias debieran ser el principal cargo. Pero además, para que esto se parezca a una República, es necesario, más, es imperioso, que los miembros de la Corte y de los tribunales superiores provinciales sean más jueces y mucho menos políticos. Serán tanto más jueces en tanto tengan las obligaciones y las responsabilidades de los otros jueces, y tanto menos políticos en la medida en que se supriman, a su respecto, privilegios írritos como los que ostentan, y a los que hemos hecho referencia.

(*) Ex juez de la Cámara Civil de Apelaciones de General Roca. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Comahue.
     
     
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