Martes 23 de setiembre de 2003
 

La oposición política y social en provincias sultanistas

 

Por Gabriel Rafart

  El presente de nuestro país parece cobijar sistemas políticos provinciales que constituyen un tipo adaptado de esos regímenes sultanistas que durante gran parte del siglo XX dominaron la escena estatal de América Central y el Caribe. Si bien algunos de estos gobiernos provinciales no lograron consolidar liderazgos personalizados haciendo que esas posiciones sean ocupadas por un conjunto reducido de redes familiares que controlan férreamente sus partidos, otros sí lo hicieron o lo están intentando con relativo éxito pero con un alto costo para sus sociedades. En cualquiera de esas variantes, sus capacidades y atributos se asientan en el intercambio de favores para la apropiación de recursos públicos y privados. Aquí los negocios privados se confunden con los públicos en manos de núcleos selectivos de familias que controlan fundamentalmente el área de las finanzas públicas del gobierno y la estructura del Poder Judicial para encubrir sus efectos perversos. En los años treinta o cincuenta las cosas se presentaban de la misma manera para tal o cual república centroamericana, donde el gobernante sultanista se hacía con la aduana o el banco central y la guardia nacional o milicia pretoriana sin profesionalización, pero obediente a sus designios. Además, sultanes en su carácter de presidentes o gobernadores de provincias siempre se entendieron con un tipo de mecanismos de reproducción del poder en tanto electores de su propia continuidad. Son ellos los que establecen las reglas de sucesión y fundamentalmente decididos a eliminar toda competencia real en el poder.
Parece que en este mundo de sultanes individuales o colectivos su cuenta regresiva comienza cuando se ha decidido pasar la raya y desbordar sus capacidades, involucrándose abiertamente en algún crimen motivado por el hambre de placeres y la consecuente impunidad, o al momento en que la venalidad adquiere ribetes indigeribles para la sociedad que le toca gobernar, o en ocasión de que otro centro político no puede, ni moral ni responsablemente, seguir coexistiendo con ese mundo de arbitrariedades manifiestas. Allí están los casos de la provincia de Catamarca durante la década pasada y en estos días pareciera que la fortuna está lejos de sonreírle a los Juárez en Santiago de Estero. En tierras centroamericanas, los Trujillos o Somoza también tuvieron su crimen y derrumbe.
En cada uno de estos escenarios, de provincias tan próximas al sultanismo, la oposición política existe. Se presenta tanto en la escena social como política partidaria. Habiéndose aceptado el formato representativo, los sultanes han entendido que el campo parlamentario es el mejor para el despliegue del adversario. Aquí la oposición dispone de recursos de poder diferenciados, que considera efectivos pero no siempre acepta que son insuficientes para pensarse en términos de eventual triunfo. Es que desde esta visibilidad, el gobernante sultanista conoce a sus opositores, les otorga carta de ciudadanía y naturalmente con ellos logra identificar sus puntos débiles y hasta dónde puede llegar la vocación de ser opositor.
En cambio la oposición que se constituye desde lo social es plural, tiene muchas voces, exponiéndose con la necesaria virulencia de quienes reclaman un lugar bajo el sol y sin embargo le es negado. Las oposiciones sociales, sean sindicatos de maestros, organizaciones de desocupados, trabajadores de fábricas abandonadas o movimiento de meretrices, son abordados por el estilo sultanista desde el campo de la disciplina de los reglamentos de la burocracia estatal, las escalas salariales o las fuerzas de choque policiales, más que desde su consideración como ciudadanías parciales. Su exclusión afinca sentidos mucho más poderosos entre sus integrantes, y en no pocas ocasiones se desenvuelven en el terreno de la tragedia.
Es cierto que en estos escenarios hay oposiciones blandas y duras. Ello sucede aun en los régimenes más “puros” y excluyentes del sultanismo político. Es que aunque les pese, nunca logran clausurar la lucha política. No nos olvidemos de que muchos de aquellos gobernantes sultanistas caribeños validaban su insistente presencia en el poder con elecciones no siempre regularizadas en el tiempo, pero sí de carácter semicompetitivas. Las oposiciones blandas son aquellas que dialogan, se abren y aceptan a las instituciones construidas desde el régimen sultanista como si fueran propias. ¿Qué acercan las oposiciones blandas al gobierno del sultán? Una relativa legalidad. Además, las oposiciones blandas tienen en común con los hombres del gobierno sultanista el entenderse dentro del juego de la elegancia y los buenos tratos, prefiriendo unos y otros permanecer más tiempo en recintos cerrados alejados del juicio del público. Su lugar natural es el Parlamento o el refugio de alguna estructura de poder menor, como la conducción de un municipio. Los blandos creen limitar, desde sus acciones legislativas o imponentes piezas oratorias, el poder del sultán y sus amigos, corrigiendo ciertos abusos y aun más, exponen como triunfos su asistencia puntual a las reuniones de comisiones dentro del Parlamento o ser buenos administradores de intendencias. Procuran siempre dividir los resultados, los bienes públicos son piezas para negociación que arroja ingentes resultados para el que detenta el gobierno y escasos productos para extender su oposicionismo. Su límite está dado por la reglas de juego que acepta con la participación en cada competencia electoral. La oposición siempre expone ese comicio como un acto refundacional para la vida pública y, consecuentemente, el punto de partida para el final del gobierno sultanista.
En cambio, las oposiciones duras se exponen sin límites y recurren a la calle como lenguaje y escenario para sus rituales. La plaza llena es su mejor momento. El único límite que reconocen es su consolidación dentro y para el movimiento social que representa. La exclusión que el régimen sultanista les impone los obliga a ser duros, inflexibles. A pesar de ello, no dejan de exigir ser escuchados, atendidos en oficinas de gobierno pero, por encima de todo, procuran el respeto y una carta de ciudadanos plenos. Hay razones para exigir ese respeto y dicha ciudadanía, porque son las fuerzas de la cultura o del trabajo insuficientemente atendido por la administración sultanista. La intransigencia a la que pareciera muchas veces arribar no es necesariamente un resultado inevitable, si del otro lado encontrará un Estado democrático inclusivo y no de sultanes excluyente.
En el país existen provincias con estilos y hombres de gobierno que se piensan desde el sultanismo de cuño centroamericano, aun cuando no lograsen disponer de la totalidad de sus atributos. En gran parte la clausura de los tiempos dictatoriales, hace veinte años, los ha inhibido de ampliar su margen de discrecionalidad e impunidad.
Sin embargo, debemos habituarnos a pensar en que elementos de este tipo de regímenes políticos pueden coexistir y, aún más, ser parte de las democracias realmente existentes. Es que ésta parece circunscribirse a elecciones periódicas con parlamentos o municipios donde cobijar oposiciones políticas, mayormente blandas. Si existen otras oposiciones sociales, seguramente lo serán duras, porque un Estado del tipo sultanista carece de democracia en clave de estilo y políticas públicas basada en el otorgamiento de cartas de ciudadanías.
     
     
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