Viernes 19 de setiembre de 2003
 

La cruzada kirchneriana

 

Por James Neilson

  Con la excepción inevitable de Francia, no hay otro país en el mundo en el que los políticos e intelectuales se apasionen tanto por la teoría económica como en la Argentina. Desde el presidente de la República hasta el estudiante más confundido, nada les encanta más que “denunciar” en términos apocalípticos las ortodoxias ajenas y denigrar a sus adictos por haberse puesto al servicio del mal.
A menudo los obispos católicos suman sus voces al coro donde no desentonan del todo, lo que es lógico porque, al fin y al cabo, los políticos e intelectuales, por ateos o anticlericales que se supongan, también toman la economía por una rama de la teología, de ahí la vehemencia de sus diatribas contra un mundo dominado por viles herejes.
Como no pudo ser de otra manera, el desprecio de la élite político-intelectual por la economía moderna -la que, lo mismo que el sumo pontífice, habitualmente anatematiza calificándola de “neoliberalismo” o “capitalismo salvaje”-,  ha privado al país de la posibilidad de disfrutar de sus beneficios materiales, que son notables.
Según un estudio elaborado por el Ministerio de Trabajo y la Organización Internacional de Trabajo, hoy en día el salario real promedio de los argentinos es un sesenta por ciento -sí, un sesenta por ciento- más bajo de lo que era en 1970, un año que, recordarán los memoriosos, en aquel entonces no fue considerado llamativamente próspero sino todo lo contrario.  
En vista de que ningún otro país salvo Rusia y sus ex dependencias haya experimentado un colapso tan espectacular, uno supondría que los interesados en revertirlo compararían lo ensayado aquí con lo hecho en otras latitudes con el propósito de emular a los más exitosos. Sin embargo, lejos de llegar a la conclusión de que si bien los norteamericanos, europeos occidentales, asiáticos orientales y australianos han vendido sus almas al diablo “neoliberal”, la transacción miserable así supuesta los enriqueció, nuestros dirigentes más destacados sólo se sintieron reivindicados. A su entender, el desastre no fue ocasionado por la resistencia a hacer lo que ellos hicieron, sino por los intentos esporádicos de imitarlos. O sea, saben que el fracaso de la Argentina prueba de manera irrefutable que las modalidades propias del mundo desarrollado se inspiran en credos radicalmente equivocados.
Hace diez años era razonable presumir que la cruzada contra “el neoliberalismo”, palabra que para sus enemigos tiene tantos sentidos como “marxismo” en boca de ciertos militares, estaba acercándose a su fin, pero fue reanudada a mediados de la década de los noventa y a partir de entonces sus ejércitos no han dejado de atraer a nuevos reclutas, motivo por el cual el presidente Néstor Kirchner ha decidido que el mejor modo de “construir poder” consistiría en ponerse a la cabeza.  Aunque es posible que andando el tiempo se vea abandonado por la mayoría, ya hizo lo suficiente como para asegurar que mucho tiempo más transcurra antes de que la Argentina pueda recomenzar la tarea ardua planteada por la “modernización”.
No extrañaría en absoluto, pues, que en el 2020 la OIT y el Ministerio de Trabajo difundieran un nuevo estudio que muestre que el poder de compra del salario promedio se redujo todavía más.
El que la élite intelectual del país se haya comprometido emotivamente con una variante ideológica de trasfondo religioso que es claramente incompatible con el desarrollo puede entenderse.
Desde la fundación misma de lo que sería la Argentina la distancia entre dicha élite y “el pueblo” o, como se dice ahora, “la gente”, ha sido muy grande. Habituados a considerarse miembros de una especie de casta sacerdotal, los intelectuales y aquellos políticos que comulgan con sus representantes tratan a “los humildes” con una mezcla de desdén y amor romántico, oscilando entre lamentar su propensión a votar por personajes a su juicio indignos y, con generosidad paternalista, proponer liderarlos en la marcha hacia un paraíso en el que todos se asemejarían a progres porteños.
Se trata de un alarde de escapismo por parte de la élite de una sociedad en la que los abogados, psicólogos, sociólogos y, últimamente, graduados en periodismo ocupan un lugar en la jerarquía que es respetado mucho más que el alcanzable por meros científicos, ingenieros y otros practicantes de las artes “banausicas” que tanto despreciaban los griegos antiguos.
Por lo tanto, es comprensible que haya un superávit de los primeros y un déficit de estos últimos y, lo que es más grave, las actitudes propias de quienes raramente tienen mucho que ver con las empresas que en su conjunto conforman la economía hayan incidido de manera muy profunda en la evolución del país.
Huelga decir que el deterioro constante de la economía ha tenido el efecto perverso, pero previsible, de fortalecer la hegemonía cultural de quienes en un país más rico vivirían en comodidad, pero que han tenido la mala suerte de encontrarse en uno que no está en condiciones de mantenerlos en el estilo al que quisieran acostumbrarse.
Para defenderse contra los dardos que les disparó la fortuna, los miembros de la élite criolla han optado por hacer causa común con algunos congéneres privilegiados del mundo desarrollado que descubrieron que es agradablemente fácil gozar de los beneficios posibilitados por el capitalismo moderno y denunciarlo por inmoral y, cuando no, “salvaje”.
Puede que a la larga la propensión de las sociedades ricas a incubar una “inteligentsia” rabiosamente crítica cada vez mayor termine destruyéndolas, pero hasta ahora la contradicción así supuesta ha resultado tolerable.
En el “Tercer Mundo”, empero, la convivencia no puede sino tener consecuencias infelices porque si hay algo que necesita, esto es cultivar una clase empresaria vigorosa, emprendedora y materialista, acompañada por una multitud de científicos y técnicos de diversos tipos, cuyos integrantes no pueden sino guiarse según un código de valores que en opinión de la clerecía será despreciable.
En las escasas ocasiones en el pasado en las que hubo señales de que tal clase estaba por configurarse, los guardianes de la llama tradicional no vacilaron un solo minuto en salir a hacerle frente, criticando a sus miembros “emblemáticos” por su ignorancia, su vulgaridad y su materialismo craso, además de cargar las tintas ante toda sospecha de corrupción.
Por cierto, el odio por el “menemismo” que Kirchner y los suyos han sabido aprovechar se debió no tanto a la conducta personal del ex presidente y algunos allegados, cuanto a la sensación de que la vieja Argentina de los aristos intelectuales izquierdistas corría peligro de ser reemplazada por otra que sería regida por una horda de nuevos ricos impresentables.
Asimismo, la tesis de que haya una relación íntima entre el capitalismo liberal y la represión militar ha venido de perlas a los resueltos a impedir por todos los medios posibles que la Argentina nunca sea país dominado por mercachifles.
Desde el punto de vista de un defensor de élites tradicionales determinadas, la lucha contra los empresarios que, para aliados coyunturales de Kirchner como Aníbal Ibarra son menemistas por antonomasia, tendrá algún sentido, pero mal que nos pese no es concebible un país aceptablemente rico sin un empresariado fuerte, muy pagado de sí mismo, que para disgusto de los intelectuales tenderá a dejar su impronta en los valores vigentes y en la cultura diaria del país, como en efecto ha sucedido en Estados Unidos, el Japón y Europa occidental. Así las cosas, la guerra santa que están librando los kirchneristas contra los empresarios, banqueros y otros agentes del mal no puede sino demorar aún más el día en que el argentino común, aquel personaje virtual que sabe muy bien lo que es tratar de sobrevivir en un país que haya logrado triunfar sobre el “neoliberalismo”, tenga la posibilidad de aspirar a algo más que un Plan Trabajar y un ingreso que sería considerado insultante hasta en las zonas más agrestes de Africa o Asia central.
     
     
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