Jueves 18 de setiembre de 2003 | ||
Una nación de descerebrados |
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Por Tomás Buch |
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Con el panorama electoral ya casi definido, habrá llegado el momento de encarar uno de los problemas más graves del país, que amenaza el futuro aún más que la deuda externa. Se trata, nada menos, de evitar que la Argentina se transforme, en el mediano plazo, en una nación descerebrada. Al margen de las graves falencias de la educación pública argentina, que no por ser archiconocidas y denunciadas en todas las tonalidades durante años se han comenzado a corregir, en los últimos días me golpeó la conjunción de cuatro noticias periodísticas que en su conjunto, y en relación con lo anterior, pintan un panorama verdaderamente pavoroso para la Argentina de un futuro no muy lejano. Las cuatro noticias son las siguientes. Primera: desde que se denunció el grave estado de desnutrición de buena parte de los niños argentinos, no se ha hecho nada para remediar esa situación, cuya irreversibilidad se destaca con datos sobre el desarrollo cerebral deficiente de los desnutridos en sus primeros años. En muchas provincias, el clientelismo se sigue aprovechando de la debilidad de sus poblaciones para perpetuarse en un ejercicio inmoral y sin escrúpulos del poder, sin vacilar ante la inmoralidad extrema de lucrar con la miseria. Segunda: hay mucho menos estudiantes en ingeniería y ciencias “duras” que en las carreras “tradicionales”, abogacía y “negocios”, mientras se habla, todo el tiempo, de que se nos viene encima la “sociedad del conocimiento” y se discursea acerca de la importancia de la ciencia y la tecnología. Tercera: sigue la fuga de cerebros: según recientes encuestas, el 80% de los estudiantes de posgrado en ciencias piensa en emigrar, y las autoridades no prevén hacer nada para mejorar la situación salarial de los investigadores. Cualquiera de éstos, sin ser un candidato a Premio Nobel, podría ganar mucho más sin ir más lejos que el vecino Brasil. Cuarta: la manera en que se manejan comercialmente los “viajes de egresados” a Bariloche prácticamente obliga a los chicos a pasarse todas las noches de su estada entre nosotros en estado de embriaguez. A esta lista, admitidamente heterogénea, podríamos agregar otros temas, cada uno de los cuales merecería una nota por separado. La desinformación que produce la televisión, cuyos noticieros tienen por lo menos tres defectos: una terrible vaciedad de contenido, un énfasis en el delito que hace mucho por ayudar a difundirlo, además de una invasión de la publicidad que sorprende a los extranjeros por su extensión; los textos de la popular “cumbia villera”, expresión artística de la explosión social de los años pasados, que son una verdadera apología del delito, como la gran mayoría de los programas que no son políticos son escuelas de una vertiginosa imbecilidad. Lo profundo, lo realmente educativo, lo que nos ayudaría a no seguir cometiendo siempre los mismos errores, ¿es aburrido?, ¿obliga a pensar? De nuestra historia surgen datos que se parecen alarmantemente a lo que vemos que será la “clase dirigente” del país dentro de, digamos, diez años. Hacia 1900, en la época de oro de la Argentina agroexportadora, la mitad de los profesionales eran extranjeros; pero mientras lo era el 70% de los ingenieros, el 80% de los argentinos eran abogados. Tanto la distribución de la matrícula universitaria como la tendencia al exilio de los más capaces, ahora nos pronostican un futuro similar. En aquellos años, a pesar de los esfuerzos de escolarización, predominaba el analfabetismo, porque la estructura económica de la oligarquía no necesitaba técnicos. Ahora, la escuela pública genera analfabetos funcionales que, en el mejor de los casos, se alimentan con fotocopias y apuntes, y que nunca han leído un libro. Parece que el monocultivo de la soja y la explotación de los servicios en manos extranjeras tampoco necesitan más que consumidores imbéciles. Al parecer, entonces, ahora nos movemos en la dirección de una estructura demográfica del mismo tipo que hace cien años, con una enorme mayoría de ignorantes, sean ellos semianalfabetos, con deficiencias mentales o simplemente idiotizados. Pero hay una diferencia esencial: al margen de las graves crisis económicas de aquellos años, la población del país era de sólo unos pocos millones, que, mal o bien, podían vivir de lo que dejaba el comercio de carnes y granos, aunque la población casi se duplicó entre 1895 y 1914, de 4 a casi 8 millones. Ahora, somos 37 millones, y la soja, que ocupa menos mano de obra que en aquellos años la ganadería, sencillamente no basta para crear suficiente empleo para todos, haga lo que haga el gobierno frente al FMI. ¿Cuál sería entonces, la política que debería llevar a cabo el gobierno para salvarnos de un destino similar al de un país africano? Por de pronto, reforzar la educación pública en todos sus niveles, y eso implica no sólo aumentar los niveles salariales, sino, sobre todo, apretar un poco las clavijas en cuanto a la disciplina: lo que es necesario es, sencillamente, ¡que en la escuela se estudie, lo cual incluye la capacitación de los docentes! Los demás factores, muy desdichadamente, escapan en gran medida al control del Estado. La televisión enseña más que la escuela, y sus contenidos son altamente indeseables desde el punto de vista de un país que quiere salir del pozo y que quiere mantener cierta moral y no me refiero a la hipócrita mojigatería sexual. Y el control sobre los desmanes de los viajes de fin de curso cae en el mismo capítulo que el del control sobre las actividades delictivas, y en el fondo es muy sencillo: sólo requiere que el gobierno, en sus diferentes niveles, deje de hacerse el sonso y cumpla las leyes y las haga cumplir a los demás. Las recientes elecciones mostraron que la consigna de “que se vayan todos” no se ha cumplido: la mayoría de los políticos de hoy son los mismos de ayer, aunque muchos se acomodaron cual camaleones a los nuevos aires reclamados por la sociedad. Sin embargo, el movimiento de protesta ciudadana dio su lugar a una especie de optimismo prudente que es muy positivo, ya que se ha disipado la atmósfera del “sálvese quien pueda” de fines del 2001. Eso nos permite augurar que la Argentina va a sobrevivir la contingencia actual. Pero, ¿cuál será esa Argentina, a la luz de las cuatro noticias mencionadas y de muchas otras del mismo tenor? Es urgente que el nuevo gobierno sea lo suficientemente lúcido como para ver y encarar no sólo los problemas económicos contingentes, sino también los problemas culturales, mucho más difíciles aún que aquéllos. |
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