Miércoles 17 de setiembre de 2003
 

Indumentarias

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  Las indumentarias son, también, símbolos exteriores de nuestras actividades, las formas visibles del interior del hombre. Por lo tanto, sin entrar en disquisiciones sobre la sociología de la moda, un ejercicio de constatación de las ropas de los gobernantes puede registrar algo más que una curiosidad inútil. Como todos los símbolos del poder, la indumentaria de los gobernantes y políticos revela rasgos psicológicos, jerarquías, distinciones y hasta ideologías. No sigue, en rigor, la moda general del pueblo, ni de las avanzadas de la industria del diseño costurero. La suya es una moda bastante restringida a las élites de mando.
Los actuales gobernantes de las democracias modernas de Occidente visten todos igual cuando se reúnen en conferencias internacionales, ruedas de prensa o presentaciones públicas de diversa índole ante la tevé. Trajes oscuros, de corte clásico, camisa blanca y corbata de seda, casi siempre de fondo azul o rojo oscuro: así se los ve a Berlusconi, Aznar, Schröder, Putin, Chirac, Bush, Tony Blair, Lula y hasta Fidel Castro -que cada vez usa menos sus ropas de fajina militar de la Sierra Maestra-. Esas vestimentas, alejadas de la moda cotidiana, son también las de los jueces, ejecutivos de empresa o agentes de Bolsa: estas figuras no pueden ir vestidas de cualquier manera. Son necesarios la prolijidad y el esmero personal. Como decían nuestras madres, uno no debe ir a la escuela con las zapatillas y el guardapolvo sucios, o con las uñas largas y negras.
Las ceremonias oficiales, desde luego, tienen rígidas normas protocolares respecto de las vestimentas. Provienen de los tiempos teocráticos y monárquicos, en los que la ropa mostraba los signos de la divinidad, origen, por entonces, del poder terrenal o celestial. Las repúblicas, desde la Revolución Francesa, han democratizado y atenuado las exigencias de las particularidades exclusivas, impregnadas del lujo solemne y honorífico del que toda divinidad dispone. Pero, aunque más estandardizadas, subsisten, y ninguna excentricidad innoble es admisible en el ámbito de los palacios gubernamentales.
Sin embargo los políticos, sobre todo cuando son candidatos (y casi siempre lo son), no descuidan las ropas de la intimidad desenvuelta en sus hogares, o en sus casas de vacaciones o en el trajín de las campañas electorales, donde deben frecuentar a gente de todo tipo. Siempre, claro está, que no se descubran en el ropaje las huellas del chorizo, el tuco y la empanada, o sus equivalentes. Esa es, por otra parte, la recomendación de los expertos en publicidad política, uno de cuyos objetivos es humanizar, pero no tanto, a sus clientes políticos ante las miradas de la masa votante. La ropa vulgar y hasta proletaria es también el caso de gobernadores provinciales, dirigentes de barrio e intendentes de pago chico. En sitios en los que el trato con los vecinos es directo, sería ridículo presentarse vestido al gran estilo de la tradición ceremoniosa para inspeccionar aceras intransitables y canillas públicas en los barrios marginales.
Alguna muestra de poder bélico es imprescindible en quienes dirigen la guerra. La iconología de Napoleón, Bolívar o San Martín (excepto cuando nuestro prócer estaba retirado, ya anciano en Europa) los representa en uniforme militar de gala. Belgrano, en cambio, aparece con vestido militar o civil, según la ocasión de sus exigentes compromisos revolucionarios con la libertad e independencia. Las estatuas ecuestres, con la espada indicando el rumbo de las cargas hacia la victoria, evocan las jornadas heroicas de otrora, evanescentes hoy, que son tiempos de competencias recluidas en los palacios financieros. ¿Cómo representar en eventuales estatuas, por ejemplo, a los ministros de Economía y a los popes del FMI, si no es con un dólar o un cheque en sus manos, habida cuenta de que los sables no parecen ser el instrumento apropiado para su difícil gestión? Esa dificultad reafirma la opinión generaliza de omitir tales monumentos.
Hitler, que no tenía formación profesional militar, vestía uniforme único e intransferible, diríamos paramilitar. Igual que Mussolini o Stalin. Por el contrario, Lenin siempre vestía de civil, con aires más bien notariales, como la “inteligentzia” de las vanguardias marxistas del siglo XIX. Pero no así Trotsky, quien, cuando comandaba el Ejército Rojo, exhibía correajes y botas lustrosas. Mao Tsé Tung impuso su propia moda sobria, mezcla de obrero ferroviario y soldado recluta, que se expandió por los bulevares parisinos; sería sorprendente, si uno tuviera en cuenta su falta de gracejo y olvidara los gustos sufridos de las izquierdas angustiadas.
Perón también vestía mixto. De todos modos, era obvia su preferencia, en los buenos tiempos de su primer gobierno, por el uniforme de generalato y a caballo. Si bien en las reuniones con sindicalistas o en sus actos públicos su imagen era la del hombre en mangas de camisa, aunque casi siempre de corbata y no descamisado como “los grasas”. Siendo primer deportista, en sus últimos años inauguró la motoneta y el gorro de beisbolista, que tuvo designación local: el sombrerito “Pocho”.
Hipólito Yrigoyen, el “Peludo”, que procuraba no ser retratado y detestaba las fotografías, no vestía bien, ni con levita (en los actos oficiales) ni con aquel traje que se ponía regularmente, que le quedaba chico. Las puntas inferiores del chaleco se erguían como picos de gallina y no alcanzaban a cubrir la camisa antes de llegar a la cintura. Alvear, el “Galerita”, tenía en cambio una natural elegancia aristocrática, con cualquier cosa que se pusiese, incluyendo la vestimenta de conductor automovilístico. En sus giras proselitistas, la campera de gamuza con el pañuelito de seda al cuello de Fernando de la Rúa aludía a estancia bonaerense y fue imitada por sus funcionarios más entusiastas. Hoy ya no la usan. Pero no podía jamás ser un remedo de las camperas de cuero negro del sindicalista Ubaldini, cuando las regalaba a sus allegados en las manifestaciones de la CGT incitando al paro general.
Isabel Perón, en su corta presidencia, llegó a vestir sacos de marinero en sus presentaciones en los actos de la Armada. Los generales del Proceso, de civil o de uniforme, eran demasiado sórdidos y el patetismo de sus imágenes durante los triunfos del Mundial de Fútbol está demasiado cercano como para diluir la tragedia que protagonizaron. No merecen comentario.
Alfonsín tenía la seriedad republicana tradicional de los líderes radicales. En cuanto a Carlos Menem, a quien las revistas de la farándula y el corazón (incluyendo las del mundo ‘yuppie’ internacional) llegaron a valorar como el hombre más elegante y con mayor ‘sex appeal’ del mundo, es un caso aparte. La variedad trasvestista del ex presidente, que confesó que si decía la verdad antes de los comicios no ganaba, lo condujo al ropaje del futbolista y del conductor de Fórmula 1, y finalmente al del más sereno verde de los campos de golf. En todo caso siempre ostentó las notas de un gusto demasiado a la moda “marquera” del tipo ricos y famosos. Ello no disminuyó y posiblemente acrecentó sus apoyos populares, que históricamente marchan por rumbos misteriosos y contradictorios.
Un sociólogo de la cultura, catedrático universitario, Horacio González, quizá el más brillante ensayista argentino de nuestros días, hace referencia al grisáceo traje cruzado de Balbín, con el saco arrugado, tal como está representado en su estatua (modesta) de la Plaza del Congreso. La vestimenta de Balbín remite a una arquetípica formalidad de clase media platense. Esa plebeya caracterización tiene un significado importante para expresar un ciclo republicano de la tradición política argentina, con resonancias éticas indudables. Las arrugas del saco de Balbín, y su perpetuación en una estatua casi desconocida -parece sugerir Horacio González-, diseñan la metáfora de una tipología política que se va alojando en la nostalgia. Se puede estar o no de acuerdo con esta interpretación del sociólogo. Pero convengamos en que el examen de las vestimentas y su relación con los usos y creencias sociales habilitan rincones aún poco explorados para entender el complejo mundo político de nuestros días.
     
     
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