Viernes 12 de setiembre de 2003
 

Un mundo sin contadores

 

Por James Neilson

  A juzgar por sus declaraciones, a muchos políticos les gusta imaginar que sin los idiotas del Fondo Monetario Mundial el país podría dejar de preocuparse por la deuda externa, las tarifas de los servicios públicos y otros asuntos feos para concentrarse en repartir riqueza. Aunque pocos irían tan lejos como los piqueteros que de vez en cuando invaden el centro de Buenos Aires, donde exigen la expulsión inmediata de los representantes del FMI, toda su retórica se basa en el presupuesto de que al país le convendría romper con un organismo que se especializa en pedir lo imposible. Con todo, la mayoría compartió el alivio que sintieron los demás cuando, luego de haber estado en default con el FMI por un lapso muy breve Néstor Kirchner, un político que ha sabido aprovechar en su propio interés los prejuicios contra “los técnicos”, anunció con sobriedad un tanto sorprendente que ya se había alcanzado un “acuerdo virtual” y que la Argentina mantendría sus cuotas al día.
Si bien no lo confesarían, los más entienden que es una fantasía creer que el país prosperaría si tuviera un presidente con las agallas para cortar amarras con el resto del mundo. Saben que es una cosa parlotear en torno de tal alternativa, pero que es otra muy distinta ensayarla aunque sólo fuera porque un país que, para asombro de los escépticos, resultara ser perfectamente capaz de florecer en soledad nunca tendría ninguna necesidad de probarlo. Es factible que el Japón, digamos, sí podría protagonizar con éxito un experimento tan extraño, pero no lo es que lo hiciera la Argentina, que ni siquiera consiguió mantenerse a flote cuando todos los vínculos estaban intactos.
La ambigüedad propia de los que dan la impresión de querer romper con el FMI, pero que tienen un miedo cerval de intentarlo, es tradicional. Forma parte de la herencia genética de peronistas, radicales, izquierdistas, aristas, católicos militantes y muchos otros tratar al FMI como un enemigo ancestral odioso, pero sentir pánico si por algún motivo el sueño glorioso de la ruptura definitiva se transforma en una posibilidad genuina e inminente. Puede que en algunos casos sea sólo una cuestión de cinismo oportunista, de suponer que les es ventajoso tener a mano un chivo emisario multiuso, pero en otros, quizás la mayoría, parece ser sincera la convicción de que el FMI constituye a un tiempo un obstáculo en el camino del progreso y una roca a la que a pesar de todo les es forzoso aferrarse por filosas que sean sus aristas.
Esta actitud, la de querer dos cosas que son mutuamente incompatibles, es mucho más que una curiosidad psicológica inocua. Mal que nos pese, está en la raíz de la gran crisis nacional que ha hecho de un país, que en buena lógica ya debería tener más de cien millones de habitantes y un nivel de vida equiparable con el francés o el australiano, una ruina en la que más de la mitad de una población de menos de cuarenta millones malviven como saharianos. Al atribuir los límites de la economía -esta ciencia de la escasez tan triste- a la mala voluntad de una camarilla de técnicos de mentalidad foránea, la élite política y buena parte de su anexo mediático se han acostumbrado a tomar la ineficacia por progresista, la desidia por solidaridad con el pueblo y la irracionalidad principista por una manera de “luchar” con coraje e idealismo contra los enemigos de la Patria.
Según algunos kirchnerólogos, el presidente es diferente: las apariencias no obstante, piensa de otra manera. Dicen que si Kirchner a menudo repite las consignas de los populistas, ensañándose con “los neoliberales”, será porque espera anestesiar a sus presuntos congéneres para que no protesten toda vez que firme un acuerdo con el FMI, que de otro modo denunciarían con la furia de siempre. Es posible que ésta haya sido su intención. Después de todo, en Santa Cruz lo recuerdan como un administrador prolijo que nunca vaciló en pactar con capitalistas interesados en traer inversiones a la provincia. Pero aun cuando Kirchner haya estado maniobrando con astucia maquiavélica de suerte que los episodios dramáticos de hace un par de días se han debido a su deseo de madrugar a los populistas, el que al actuar de tal modo haya reivindicado la ambigüedad debilitante que caracteriza al grueso de la clase política nacional significa que los costos del operativo no podrán sino ser muy elevados.
Dadas las circunstancias, la prioridad de Kirchner, o de cualquier otro presidente cuerdo que quiera que la Argentina disfrute por fin de lo que docenas de otros países menos promisorios alcanzaron hace mucho tiempo, tendría que consistir en convencer a los demás integrantes de la clase política de que de ahora en adelante les será preciso cumplir sus funciones con la máxima eficiencia, porque despilfarrar no equivale a luchar en pro de los pobres, sino todo lo contrario y porque resistirse a impulsar la modernización de la economía con el propósito de ponerla a la altura de las más productivas es atentar contra el futuro de decenas de millones de personas y de sus descendientes. A menos que los responsables de manejar el país se curen de la idea de que por estar reclamando cambios dirigentes extranjeros y “técnicos” desalmados les corresponde procurar defender el statu quo, a lo sumo manifestándose dispuestos a tolerar ciertas reformas a fin de ahorrarse males mayores sin tener ninguna intención de instrumentarlas, la Argentina nunca logrará salir del pozo en el que se ha precipitado o, mejor dicho, en el que fue empujado por políticos tardíamente persuadidos de que el “modelo menemista” encarnaba el mal y que por lo tanto era su deber destruirlo, faena ésta que concretaron con vigor extraordinario durante la malhadada gestión del presidente Fernando de la Rúa.
En el psicodrama argentino, el FMI cumple el papel del contador severo que no sólo advierte a un empresario que sus cifras son un horror y que a menos que gaste menos caerá en bancarrota, sino que también, a pedido del empresario mismo y de sus acreedores, le dice cuáles son las reparticiones en las que a su entender podría ahorrar dinero. Si el FMI se limitara a señalar que la Argentina está en la vía, no serviría para mucho porque hasta el político más obtuso ya lo sabe muy bien. Sin embargo, al formular propuestas concretas, el contador internacional se convierte en seguida en el blanco de la indignación santa tanto de los directamente afectados como del gobierno nacional que, por motivos nada misteriosos, prefiere que otros sean acusados de mezquindad inhumana, de ahí el mito de que los problemas económicos del país son meros inventos de los técnicos extranjeros. Aunque nadie con la posible excepción de algunos fanatizados realmente cree en dicho mito, muchos hablan y actúan como si lo tomaran en serio.
Puesto que lo mismo sucede en otras partes del mundo porque el FMI sólo interviene cuando un país ya está en graves dificultades por las que las élites locales se niegan a asumir la responsabilidad, son cada vez más los “liberales” en Estados Unidos que suponen que lo mejor sería abolirlo.
Desde su punto de vista, sin el FMI los gobiernos de países como la Argentina no tendrían más opción que la de negociar directamente con “el mercado” que, huelga decirlo, sería un interlocutor incomparablemente más duro y más caprichoso que Hans Köhler o Anne Krueger. Sin embargo, aunque a la larga algunos gobiernos -incluyendo, sería de esperar, al argentino- podrían lograr adaptarse a un mundo sin el FMI y la ausencia de una institución que para muchos políticos es un símbolo sumamente útil del mal los obligaría a prestar más atención a los problemas del país, mientras todos aprendieran las lecciones así supuestas las convulsiones serían sin duda alguna tremendas y las penurias trágicas. Lo que es peor, muchos gobiernos sencillamente no estarían en condiciones de manejar las crisis resultantes: presas de desesperación, se entregarían a la demagogia xenófoba autodestructiva bajo la ilusión de que cuanto más terrible fuera el sufrimiento del pueblo más avergonzados se sentirían los imperialistas ricos. Puesto que la hipotética angustia de un puñado de dirigentes internacionales conocidos no haría más soportable la depauperación de poblaciones enteras, convendría que la eventual abolición del FMI fuera un proceso muy lento, no, como quisieran ciertos ultras, el resultado de una ejecución pública fulminante.   
     
     
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