Miércoles 24 de setiembre de 2003

Mediomundo

Cartas

Leo en los márgenes de los libros. En contratapas marcadas con birome. Teléfonos. Direcciones. Mails. Busco mensajes subterráneos en papeles caídos en las veredas. Palabras escritas con pasión y furia en las murallas. Busco cartas de amores perdidos. Sabores de antaño. ¿Adónde van el amor y su corso cuando se terminan? ¿En qué triste bodega terminan las cartas que nunca llegan a destino?

Unas semanas atrás un tipo encontró su valija extraviada hacía 45 años en un aeropuerto de Europa. Le dio las gracias a la aduana, aunque ya era tarde: había renovado todo su viejo vestuario.

Las promesas de amor que un día escribimos derramando lágrimas probablemente sigan el mismo derrotero. Se vuelven inútiles, raídas y carentes de sentido. "¿Qué quieres?", leo en una carta de mujer apuntada en mi mente. "Mejor después hablamos", leo en otra y así repaso. De todos aquellos momentos quedan fotografías oscuras. Imágenes que se han ido desvaneciendo sin belleza ni gloria.

He enviado miles de cartas que nadie respondió jamás. O, peor aún, en ocasiones me han respondido otros a quienes no me interesa contactar en lo más mínimo. Botellas al mar que vuelven con una cuenta de teléfono, un escupitajo, un mensaje automático o una canción triste de Lenny Kravitz. Me quedo con esta última posibilidad.

No hay un medio más poderoso que una carta para decir lo que sentimos. Sigo creyendo que la primera aproximación a otro ser humano que queremos conquistar debe ser indefectiblemente una carta. Una carta de amor. Luego esperas, a ver qué sucede. Una carta puede ser la puerta a un universo que no conoces o la paloma mensajera que nunca vuelve porque perdió la brújula del regreso o porque un cazador de temporada la confundió con una perdiz y le pegó un tiro.

En el fondo, no importa tanto lo que nos respondan esos seres que nos trastornan el alma como lo que seamos capaces de decir. No muy seguido entregamos el alma. Nos confiamos en la careta antes que en la verdadera intensidad de nuestros deseos. Y una carta retruca los argumentos que esgrime el miedo. Sobre unas líneas temblorosas nos dejamos llevar. Las metáforas se adueñan de nuestras manos. Fluye lo que está retenido en el pecho.

Muy de vez en cuanto, quizás cada mil años, una de esas cartas tiene una respuesta tan desproporcionada como la pasión que confiesa. Recibe besos igual de desquiciados. Un abrazo caliente. Una señal de que estás al borde del precipicio. Entonces algo cambia. El universo se explica solo. El Big Bang estalla en tu cabeza y te aterra cumplir tus sueños profundos.

Tus pasos aprenden otro ritmo.

Recibo un mail de último momento de una amiga, Ana. Escribe desde Las Grutas. Perfecto. Delicioso. Brillante:

"Bajo en apnea por la nada. Trasciendo la noche. Adivino a través de mi ceguera malditas sombras en el hastío. Con mi razón infectada de locura busco en los arrecifes del silencio, palabras, cuerdas a qué aferrarme. Bajo, más, hasta el fondo donde hieden las osamentas del olvido. Intuyo una imagen. Patética. Asustada. Perdida, dice, a comienzos de su vida. La sostengo entre mis brazos. Le quito la rémora pegada a la cuenca de los ojos y exhausta, me entrego a mi única, tal vez póstuma certeza: escribo".

Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar

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