Sábado 30 de agosto de 2003
 

Sobrevivientes

 

Por Jorge Gadano

  En una revolución se triunfa o se muere, si es verdadera”, supo decir el ‘Che’ Guevara, defendiendo la idea de la revolución como un acto único y redentor, cuya derrota sólo permite mártires, nunca sobrevivientes. No obstante, lo capturaron vivo en Bolivia, y si murió fue porque sus captores lo asesinaron, temerosos de guardar en sus cárceles y llevar a juicio a semejante prisionero.
Es, sin embargo, un muerto que habla, tanto para mostrar el fracaso de la llamada “teoría del foco”, desarrollada por Regis Debray en un librito titulado “Revolución en la revolución” -texto cuasi oficial en Cuba durante varios años-, como para hacer ver que, de haber sobrevivido, el juez Claudio Bonadío lo habría procesado como partícipe en las muertes de quienes lo acompañaron en la guerrilla del altiplano. Porque si el magistrado cree -según informó este diario el miércoles pasado- que a los ex dirigentes montoneros se los puede acusar por “dolo eventual”, ya que no pudieron ignorar “el riesgo que corrían las víctimas de la “contraofensiva” de 1979/80, es claro que tampoco Guevara, revolucionario más experimentado que Firmenich, Vaca Narvaja y Perdía, pudo desconocer el peligro de la incursión boliviana. Peor aún, defendía la consigna de ganar o morir. “Patria o Muerte” fue, desde los años de la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista, la consigna de los revolucionarios que encabezaba Fidel Castro en el asalto al cuartel Moncada, pero la sobrevivencia del líder no fue motivo para que se lo sospechara cómplice del dictador.
En los años de la última dictadura argentina, Juan Perón ya no pertenecía al mundo de los mortales sino al de los inmortales. No obstante, con todo lo que hizo desde su exilio madrileño y hasta la ruptura del 1º de mayo de 1974 (cuando desde el famoso balcón de la Rosada provocó a los jóvenes que preguntaban a coro “qué pasa general, que está lleno de gorilas el gobierno popular”), el primer candidato al “dolo eventual” tendría que ser él, por el amparo y aliento que dio a los militantes de las “formaciones especiales” mientras sirvieron a sus fines. Naturalmente, ningún magistrado se atrevería a iniciar un juicio pos mortem al más reciente prócer de la historia nacional -mucho menos Bonadío, que es peronista-, como responsable no sólo de los muertos, sino de tantas calamidades padecidas por el pueblo argentino en las últimas décadas. Es que, aplicando con retroactividad la teoría de los dos demonios -y generalizándola- habría que llevar a los estrados judiciales a quienes derrocaron al “general” en 1955 y a los que participaron en las dictaduras sobrevinientes. Sólo en Neuquén, por su participación en la dictadura de la Revolución Argentina (Juan Carlos Onganía et altri), todo el MPN tendría que ser llamado a prestar una declaración indagatoria.
Uno puede pensar que Bonadío no es más que un convencido de que en la Argentina violenta hubo dos demonios enfrentados y que ambos son responsables de la sangre derramada. Pero resulta que la Constitución nacional, que pasó a mejor vida cuando la dictadura la subordinó a las actas y estatutos del Proceso de Reorganización Nacional, establece en su artículo 21que “Todo ciudadano argentino está obligado a armarse en defensa de la patria y de esta Constitución”. De modo que cualquiera de los tres encartados, o los tres a la vez, podrían decirle al juez que ellos no hicieron más que cumplir con ese precepto, y que si todos los argentinos los hubieran seguido (lo que, como se sabe, no sucedió), se habría salvado la democracia. Y, quién sabe, el país podría haber tenido presidentes constitucionales mejores que los que tuvo.
En esa línea argumental, colaboradores serían quienes permanecieron en la pasividad. Porque cuando el Estado de derecho cede su lugar al Estado terrorista, no es justo pretender que quien reacciona lo haga solamente con las armas de la ley, cuando la única ley es la de la fuerza. Que su política -la que pone en la boca del fusil- sea errónea, y aun despiadada, es harina de otro costal. De modo que sólo puede ser demonizado si la condición de subversivo es apenas un disfraz que esconde a un colaborador del dictador. En tal caso no hay dos demonios sino uno, la dictadura y sus colaboradores, abiertos o encubiertos.
En la novela de Fedor Dostoiewski, “Los endemoniados”, los terroristas son -como lo fueron en la realidad histórica de Rusia en la segunda mitad del siglo XIX- aquellos superhombres que pretendían despertar de su milenario sueño al mujik con el estruendo de las bombas y lanzarlo contra los Romanov. Matando zares, ellos eran capaces de lograr lo que el pueblo llano no hacía. Con esas ideas causaron grandes daños al progreso de la democracia en Rusia, pero de ahí a tenerlos como colaboradores del zarismo hay una gran distancia. De no ser así sería forzoso pensar que el asesinato del zar Alejandro II por los terroristas de Narodnaia Volia fue el resultado de un exceso de celo en la simulación.
Como los terroristas criollos no fueron, en sus ideas redentoras, muy distintos de sus predecesores rusos, hubo bastante similitud en las prácticas. Aquí también se pretendió arrastrar a las masas tras todopoderosos líderes que mataban a los enemigos del pueblo y repartían comida entre los hambrientos.
Fueron malas artes de seducción que sólo tuvieron éxito hasta que Perón les soltó la mano. Después llegó la soledad, el exilio, la desesperación, el afán por mantener un comando que era apenas ficción y la contraofensiva. Pero una cosa es un delirio estructurado -aunque signifique enviar gente a una muerte casi segura- y otra complicidad, señor juez.
     
     
Tapa || Economía | Políticas | Regionales | Sociedad | Deportes | Cultura || Todos los títulos | Breves ||
Ediciones anteriores | Editorial | Artículos | Cartas de lectores || El tiempo | Clasificados | Turismo | Mapa del sitio
Escríbanos || Patagonia Jurásica | Cocina | Guía del ocio | Informática | El Económico | Educación