Jueves 28 de agosto de 2003
 

Democracias impuestas

 

Por Aleardo Fernando Laría

  Afirmaba Joseph Schumpeter (Capitalismo y democracia) que del mismo modo que para un físico un mecanismo funciona de modo diferente en lugares distintos, la democracia prospera sólo en sistemas sociales que muestran ciertas características y es dudoso que prosperen en otras sociedades que no tienen esas características. Para Schumpeter, la democracia sólo era posible en los países de gran industria de tipo moderno. De esta manera consideraba que la implantación de una democracia representativa era la culminación de un largo proceso previo de transformaciones económicas y sociales y que resultaba inútil invertir esa secuencia.
Para que funcione, una democracia representativa necesita como mínimo contar con una burocracia relativamente capacitada, que no haya sido contaminada por el fenómeno de la corrupción. Requiere además que funcione una serie de instituciones que permitan la elaboración de leyes generales que sean luego aplicadas por una administración de justicia de modo imparcial. Demanda también un cierto nivel educativo y cultural de la población que la incline por el respeto a las leyes y por un cierto grado de tolerancia hacia la opinión de los demás. Todas estas condiciones políticas resultan muy difíciles de alcanzar en medio de la pobreza, la miseria y la desesperación.
Si dirigimos nuestra mirada hacia países como Afganistán, con un territorio extenso, pobre y árido, en el que se asienta una población que se divide en tribus feudales pertenecientes a diferentes etnias y religiones, armadas y enfrentadas en eternos conflictos la pretensión de implantar una democracia representativa es completamente ilusoria. La actual presencia de tropas extranjeras que sólo controlan la capital, Kabul, y sus alrededores, no resolvió ningún problema de fondo, y en su desesperación la población reanudó los cultivos de opiáceos, de modo que Afganistán, según la Agencia Internacional contra la Droga, recuperó su condición de primer suministrador mundial de heroína.
En Irak, un país relativamente moderno, la guerra no ha hecho más que aumentar la desesperada situación de la población. Según UNICEF, se incrementó el número de infantes fallecidos por infecciones respiratorias y diarreas, a los que deben sumarse ahora los miles de niños muertos por las bombas de racimo que quedaron en el terreno sin explotar. La alimentación deficiente, la ausencia de energía eléctrica y la falta de agua potable afectan al conjunto de la población. Según Bremer, el administrador norteamericano, “más del 50% de los iraquíes están desempleados actualmente”. Resulta difícil imaginar un sistema democrático funcionando en medio de esa desesperada situación.
Es obvio que los casos de Afganistán e Irak, sometidos a la inclemente acción de la guerra, son muy particulares. Pero justamente, dado que entre los motivos de justificación de esas guerras se invocó la supuesta implantación de modernas democracias representativas, cabe ahora formularse la pregunta de si aquella proposición era realista. En definitiva, la democracia ¿puede plantarse, como si de un árbol se tratase, en medio de un desierto sin agua?
En el curso de la historia, todos los imperios han mantenido siempre que su misión era civilizadora y que sus nobles propósitos, dirigidos a educar e implantar el orden y la democracia, requerían sólo en ocasiones el uso de la fuerza, por la feroz oposición de los sectores más retrógrados de esas sociedades. Esta retórica moralista ha servido actualmente para justificar claras violaciones del derecho internacional.
Convengamos que la democracia no es un bien exportable y menos mediante la violencia. Como afirma el profesor Edward Said, nuestros dirigentes parecen incapaces de entender que la historia no puede borrarse como una pizarra, para que a continuación “nosotros” escribamos en ella e impongamos nuestras formas de vida a otros pueblos inferiores.
Algunos dirigentes de democracias consolidadas, en ocasiones, no dudan en adoptar actitudes cínicas, como lo revelan ahora las exageraciones acerca de las armas de destrucción masiva en Irak. El problema es que sus mensajes calan en una opinión pública que advierte, cuando ya es demasiado tarde, que la guerra no es un camino que desemboca necesariamente en la democracia.
     
     
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