Jueves 28 de agosto de 2003
 

Un tribunal nocturno imparte justicia rápida en Nueva York

 

Por Thomas Burmeister

  El control de armas es exhaustivo. “Por favor, sáquense el cinturón y deposítenlo en la cinta. El reloj y la calderilla también”, dice el empleado del servicio de seguridad. “¿Tienen alguna navaja o cuchilla de afeitar? Revólveres, fusiles, granadas, todo está prohibido aquí. Tampoco está permitido fotografiar o hacer grabaciones”. Y con una pronunciada mueca agrega: “Por lo demás, que se diviertan con nuestros chicos malos”.
Bienvenidos al “night court”, el tribunal de noche. “Más atractivo que Broadway”, escribe la revista “New York Resident” “y, además, con entrada gratis”.
En la Corte Criminal de Justicia, el tétrico Palacio de Justicia en Center Street, a la vuelta de Chinatown, se representan cada noche, de lunes a viernes, pequeñas tragedias de la vida cotidiana. Detrás de la puerta de entrada de acero, se demuestra que la justicia penal estadounidense es una de las más rápidas del mundo.
El juicio contra el joven negro con peinado rasta dura exactamente 2 minutos y 14 segundos. La fiscal, de unos treinta años, recita los delitos que aparentemente cometió el joven. “¿Comprende las acusaciones?”, pregunta el juez, un hombre entrado en la cincuentena, de rostro rojizo y cabello pelirrojo. “In god we trust” se puede leer en un cartel de madera detrás de él y, a su lado, hay una bandera estadounidense polvorienta.
La abogada defensora del hombre con peinado rasta es una joven rubia. Su diploma de derecho no puede tener más de una semana. “Mi cliente se declara culpable”. El acusado asiente y murmura “sí, culpable, culpable, está bien”. El juez revisa durante 40 valiosos segundos sus papeles, mira una vez al acusado, cierra los ojos y anuncia: “Una semana y 500 dólares”.
Afuera, ya hace mucho que ha oscurecido. En el interior, unas luces de neón dan un ambiente de frialdad a la sala. El juez tiene aspecto de cansado. La abogada probablemente se mantiene despierta gracias al tintineo que provocan sus enormes pendientes de metal. La mayoría de los acusados espera medio absorta en un rincón. Un policía, con el pelo gris y largo hasta los hombros al estilo Buffalo Bill, con esposas y una pistola colgando de su ancho cinturón, apenas puede dominar los bostezos.
Sin embargo, una decena de turistas sigue atenta lo que ocurre, aunque sea poco antes de medianoche. “¿Escuchaste?”, pregunta una alemana a su acompañante. “Una semana y 500 dólares sólo por haber robado cigarrillos”. “Sí, pero se trata de un delincuente ya conocido. Ha comparecido varias veces ante el Tribunal”. “¡Silencio!” grita Buffalo Bill, “esto no es Times Square”.
Tan sólo en el distrito de Manhattan, el más poblado de la metrópoli de ocho millones de habitantes, tienen lugar entre 120.000 y 150.000 detenciones al año, un promedio diario de 330 a 410. Cada detenido puede reclamar, en el intervalo de 24 horas, ser presentado a un juez o puesto en libertad. El sistema judicial sólo puede enfrentarse a ello trabajando como en una cadena de montaje. Los casos que no consiguen despachar los juzgados de día, quedan pendientes para la “night court”. En sus dos cámaras se juzgan más de 200 casos desde las 18:00 hasta la una de la madrugada.
El empleado del juzgado, vestido con el uniforme oscuro de la policía judicial del Estado de Nueva York, llama el siguiente caso. “Más rápido”, grita. Un hombre calvo con una barba gris se levanta en dirección a la mesa del juez. También el nuevo acusado es afroamericano, como el chico de peinado rasta y como casi todos los acusados de esta noche.
Ante la “night court” sólo se juzgan los llamados “misdemeanors”, los delitos menores. Robos a tiendas, viajar en metro sin billete o manejar sin permiso de conducir, posesión de más de 500 miligramos de hachís, vandalismo, ebriedad en público o resistencia a la policía. También son juzgados aquí los ladrones de autos, siempre y cuando el vehículo robado tenga un valor inferior a los 3.000 dólares. El robo de un coche más caro es considerado “felony”, un delito grave y debe ser tratado en una instancia superior.
El acusado de barba gris no ha robado un auto, sino un juguete. “Sí, su señoría, culpable”, asiente y sus ojos tienen una mirada indefinidamente triste. El juez parece bien predispuesto. De alguna manera, el alegato de 60 segundos de la rubia defensora parece haberlo conmovido. El acusado es un abuelo que quería hacerle un regalo a su nieta para su cumpleaños y no tenía dinero suficiente, explicó ésta. Veinte horas de trabajo comunitario son suficientes, decide el juez. El acusado puede irse.
“Bravo”, grita alguno de los espectadores. Un cumplido para la abogada, quien conoció a su cliente sólo pocos minutos antes de que empezara el juicio. La defensora es pagada, al igual que sus colegas, por la asociación de asistencia judicial para pobres, la llamada “Legal Aid Society”. Reciben un honorario de 40 dólares la hora. Por esa cifra un abogado de la Upper East Side no le echaría ni tan sólo una hojeada a la tapa del informe de la Policía.
En una pequeña dependencia con dos puertas y ventanales, que más bien parece un confesionario público, debaten los abogados con sus clientes. Casi siempre les aconsejan que se declaren culpables para tener más posibilidades de recibir una sentencia inferior. Eso se llama “plea bargaining”. El acusado no se lamenta mucho, le ahorra al tribunal largas negociaciones y a sí mismo años de prisión.
Las cárceles de Estados Unidos están más llenas que nunca. Según cifras de la reciente estadística federal, existen alrededor de dos millones de presos. Por cada 100.000 habitantes, hay 702 detenidos, más que en ningún otro país. Sin la “plea bargaining”, las instituciones penitenciarias estarían todavía más llenas. La estadística también muestra que el alto porcentaje de acusados de color no es ninguna casualidad en esta oportunidad. El 4,8% de todos los ciudadanos estadounidenses negros se encuentra en la actualidad en prisión. El 1,7% es latino y un 0,6% blanco.
“¿Culpable?” “Sí, su señoría”. Un caso tras otro se resuelve rápidamente. Ante la mesa de acusados está de pie una mujer latina de grandes dimensiones. Se le acusa de intento de prostitución. Los espectadores reprimen la risa. El empleado de la cantina ofrece patatas fritas, hamburguesas y bolsitas de ketchup a los abogados defensores. La mujer gorda sólo es amonestada. Los abogados comen. Huele a refrito y a cebollas. Quizás debería colgar un cartel en la puerta de entrada que dijera “Food Court” en vez de “Criminal Court”, o quizás “McJustice”. (Feature - DPA)
     
     
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