Miércoles 27 de agosto de 2003
 

Keynes y la Argentina, agosto 2003

 

Por Ernesto A. Bilder (*)

  Entre la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y la Segunda (1939-1945), las economías industrializadas de Occidente sufrieron crisis sin precedentes. Sin duda el hecho más importante del período fue un desempleo elevado y persistente, con todas sus dramáticas consecuencias sociales y políticas. En 1929, la historia económica marca la caída de la bolsa de valores de Nueva York, como su momento trágico y de agudización de una recesión totalmente imprevista para los reconocidos y prestigiosos economistas de la época. Desocupados marchando por las calles de las grandes ciudades, colas para recibir pan y subsidios reflejaron la magnitud del problema y su complejidad.
En nuestra Argentina, el golpe militar de 1930 contra el presidente Hipólito Yrigoyen marcó el inicio de un oscuro período, donde la democracia instaurada en 1916 retrocedió y el modelo económico que nos catalogó como “el granero del mundo” evidenció sus limitaciones y debilidades.
Para responder a este derrumbe, los economistas del mundo académico no tenían una respuesta clara; para algunos había que tener paciencia y esperar que el mercado solucionara los problemas en el tiempo. Otros consideraron que para combatir la desocupación se debía bajar los salarios y así incentivar la demanda laboral de las empresas. Había quienes sostenían que se debía cortar los gastos de los Estados, disminuir los déficit y mostrar finanzas públicas equilibradas. La gravedad de la crisis llevó a tomar caminos heterodoxos, bajo la conducción de Roosevelt en 1933, los Estados Unidos lanzaron un programa identificado como el “New Deal”. La intervención del Estado por vía de la obra pública era una de sus herramientas importantes. Entre sus antecedentes, puede citarse la renovadora idea de Henry Ford de principios del siglo XX, quien sostuvo que los salarios altos creaban mercado a las empresas, identificando el pensamiento práctico de los norteamericanos.
Adolf Hitler llegó al poder utilizando el drama de millones de desocupados; posteriormente bajó el desempleo con gastos gubernamentales, entre los cuales el aumento gigantesco del presupuesto militar tuvo consecuencias que la civilización no dejó de lamentarse nunca.
La respuesta a la gran crisis de los años treinta fue construida desde la economía por el brillante profesor inglés J. M. Keynes. En 1936 publicó su libro “Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero”, donde cuestiona duramente los postulados del liberalismo económico de su tiempo, que identifica como la teoría clásica. Keynes reconoce que las economías pasan por ciclos de prosperidad y depresión; de los últimos, difícilmente las fuerzas del mercado puedan conducir a la superación.
En el primer capítulo de su libro Keynes sostiene: “...los postulados de la teoría clásica...no son los de la sociedad económica en que hoy vivimos, razón por la que sus enseñanzas engañan y son desastrosas si intentamos aplicarlas a los hechos reales”. El más grave problema de la depresión es la desocupación laboral, habrá entonces que utilizar el gasto público, impulsar las bajas tasas de interés que favorezcan las inversiones, generar estímulos para aumentar los gastos de consumo de la mayoría y salir de la trampa del subempleo, que puede tender a perpetuarse.
Al final de su obra sostiene que “los principales inconvenientes de la sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para procurar la plena ocupación y su arbitraria y desigual distribución del ingreso”. La economía intervencionista de Keynes fue aceptada con posterioridad a 1945 y sus tareas se extendieron hasta el denominado “Estado de bienestar”. Bajo esta concepción y en medio de la Guerra Fría, los países capitalistas desarrollados se propusieron cubrir todo aquello que el mercado no realizaba. Así, se protegió a las madres solteras, se implementaron seguros de desempleo generosos, se instalaron sistemas de salud para todos los habitantes, etc. Una manera criolla del Estado de bienestar fue el justicialismo en su primera década en el poder.
En el 2002, el PBI de la Argentina cayó un 10,9% según datos oficiales. Un derrumbe de esta magnitud, que se sumaba a los últimos años del declive de la convertibilidad, nos llevaron a una depresión mayor que la acontecida en los años treinta. En mayo del año pasado el desempleo superaba el 20% y los porcentajes de la población en la marginación e indigencia eran mayores a los del período de la hiperinflación que forzó a Raúl Alfonsín a dejar el poder a fines de los ochenta.
En este contexto, la referencia a las soluciones keynesianas parece un camino ineludible. Sin embargo, tendrán que cumplirse algunas de las condiciones implícitas del modelo del profesor inglés, entre las que mencionaremos:
a) La presencia de un empresariado nacional dispuesto a invertir en el país, asumiendo los riesgos. Esto lo está pidiendo el gobierno en sus apelaciones a construir un llamado “capitalismo argentino”.
b) Las posibilidades de armar una política monetaria con una oferta de fondos permanente y a bajas tasas de interés. La desorganización del sistema bancario, posterior a las medidas de congelamiento de los depósitos, no ha sido aún reparada. Un gran esfuerzo que devuelva la confianza en los bancos por parte de los ahorristas es una tarea no concluida.
c) El financiamiento del gasto público por vía de la emisión monetaria. Esta medida es riesgosa para una país en dificultades; no se puede llenar de papeles que pierden rápidamente su valor a una economía en dificultades. Un Estado estructuralmente fuerte quizás tiene más libertad de crear dinero sin riesgos inflacionarios.
d) La existencia de un mercado interno con capacidad de compra que incentive la demanda. La Argentina pos-devaluatoria necesita indudablemente la paulatina construcción de un nuevo poder adquisitivo de sus habitantes.
El condicionamiento que impone la pesada deuda externa en un mundo recesivo, quita libertad a los ejecutores de la política económica, ya que fuerzan a tener un elevado superávit fiscal que cubra los pagos internos y externos comprometidos. Este tipo de situaciones no estaba contemplado en la “Teoría general”.
No obstante las limitaciones, considerar a Keynes implica volver a pensar en un Estado activo que controle el funcionamiento de la economía. Es también mantener un tipo de cambio que aliente las exportaciones y genere las condiciones para la industrialización sustitutiva. Además es aceptar el gasto público creador de empleo y la necesidad de mejorar la distribución de ingresos del país, haciéndola más equitativa. Es pensar en un perfil productivo que posibilite una reinserción internacional de bienes con valor agregado, consecuencia del esfuerzo en ciencia y tecnología. El holandés Bernard Maneville escribió a principios del siglo XVIII: “El gran arte para hacer una nación feliz y floreciente es dar a todos y cada uno la oportunidad de estar empleado”. Pensamos que trescientos años después, esta reflexión sigue siendo válida.


(*) Profesor de la Universidad Nacional del Comahue
     
     
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