Lunes 25 de agosto de 2003 | ||
Los símbolos en lucha
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Por Tomás Buch |
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Nuestra especie se distingue de todas las demás por su capacidad de generar símbolos, capacidad cuyo ejemplo primario es el lenguaje. Los demás animales superiores viven con plenitud en su realidad biológica y emocional. Muchos tienen expresiones faciales o actitudes corporales que, por analogía y por empatía, nos hacen presumir que poseen sentimientos afines con algunos de los nuestros. Es probable que muchos tengan algún nivel de autoconciencia. Pero no lo sabemos, porque no se pueden expresar en forma simbólica. Una madre chimpancé se abraza a su pequeño muerto y puedo percibir que siente dolor. El macho dominante de su horda muestra los dientes a un competidor, y puedo entender sus emociones. Mi perro sólo puede mirarme; no me puede decir “te amo” aunque yo esté convencido de que lo que siente sería representado por esa frase. Y si lo castigo, puede expresar miedo, culpa o aún resentimiento. Este nivel, el emocional, probablemente sea privativo de las especies que, un tanto arbitrariamente, calificamos de “superiores”. Según algunas teorías filosóficas, todo ser vivo tiene cierta sensibilidad que va más allá de lo puramente bioquímico, pero sólo lo podemos intuir; no lo podemos saber, y entonces preferimos reconocer el nivel emocional sólo a aquellos animales superiores que tienen alguna forma de comunicación comparable con la nuestra. Nos sentimos más cerca de los mamíferos que de los peces, por ejemplo. Nosotros, además de nuestra realidad biológica y emocional, que es evidente y muy similar a la de por lo menos los demás primates, generamos toda una realidad paralela a aquéllas, formada por símbolos y mitos, que son símbolos de un orden más complejo. Es este nivel simbólico que expresa y fundamenta nuestra naturaleza de especie social, extendida más allá de la horda primitiva. Es lo que nos permite comunicarnos entre nosotros en el nivel intelectual, acumular experiencia intergeneracional, generar una cultura compleja y tecnologías que nos ayudan a mantener la primacía sobre las demás especies, para bien o para mal de todos. Más que homo sapiens, nuestra especie debería llamarse homo simbolicus. Operamos, pues, en tres niveles conceptualmente muy diferentes: el biológico, el emocional y el simbólico, los tres igualmente reales e igualmente poderosos. Pero estos tres niveles no se complementan armónicamente para generar una especie de seres plenos: frecuentemente, casi diríamos generalmente, entran en contradicción entre sí, una contradicción muy violenta que se puede encontrar en la raíz de todos nuestros conflictos. Cuando entran en conflicto, el nivel simbólico suele triunfar sobre los otros niveles, lo que nos ocasiona sufrimientos sin fin, porque ni nuestra existencia física ni nuestras emociones se dejan empujar al rincón de los trastos viejos y vuelven por sus derechos de maneras a veces violentas. Lo que quiero expresar se ilustra fácilmente mediante ejemplos que, a la vez, irán al fondo de lo que quiero expresar en estas líneas. Tomemos por caso los hechos más elementales de nuestra vida real como animales: el nacimiento, la reproducción y la muerte. La cultura, o sea el nivel simbólico, ha hecho de esos actos tan sencillos una maraña inextricable de negaciones, negociaciones y ceremonias, que origina sufrimientos indecibles. El nacimiento, aunque se toma como una fatalidad a la que no se debe tratar de eludir, se esconde y se confunde con la enfermedad: por suerte cada vez menos. La muerte, en nuestra cultura, como en casi todas, es directamente negada, al punto que necesitamos creer en que la muerte no es la muerte y que cuando morimos, volvemos a nacer o nos vamos a alguna otra parte. El sexo es reglamentado de las maneras que todos conocemos, entre las cuales una de las más siniestras es su confinamiento a la clandestinidad: por suerte cada vez menos. El sexo, por lo menos por ahora, es indispensable para la reproducción, pero también se relaciona con la emoción más profunda del amor y también con el placer, que gratifica al ser biológico tanto como al ser emocional; pero, por alguna razón simbólica, el placer es mal visto en nuestra cultura, que en sus versiones más conservadoras lo identifica con el pecado, es decir, con la ofensa al símbolo máximo, nuestro presunto creador. Lo peor ocurre cuando las emociones son enteramente puestas al servicio de los símbolos, como ocurre en las guerras u otros conflictos intergrupales. La guerra es el máximo triunfo del nivel simbólico sobre el nivel biológico: nuestro semejante y vecino se equipa con una estructura simbólica diferente de la nuestra y afecta nuestro nivel emocional: se transforma en el enemigo, al punto de que estamos dispuestos a sufrir y sobre todo a infligir al otro indecibles penurias en el nivel emocional y el físico para gloria del nivel simbólico. No es en vano que la guerra se facilita siempre mediante la deshumanización del otro, como para que el nivel real, en el cual existen los cadáveres desmembrados, los hogares destruidos y los niños abandonados, desaparezca de nuestra conciencia. La política es otro de los campos simbólicos donde la realidad suele desaparecer detrás de las palabras. El dinero es un símbolo, el más poderoso de nuestro sistema social en su versión actual; el tenerlo o no tenerlo se transforma en la cuestión central, literalmente de vida o muerte, con total predominio sobre los otros niveles. La pasión por el dinero puede anegar toda nuestra sensibilidad y llegar a destruir nuestro ser biológico. Es así como el derecho a la propiedad resulta tener preeminencia sobre el derecho a la vida y a la gratificación emocional, lo que es un absoluto absurdo biológico. Y es curioso que en la historia del dinero, su concepto se vaya haciendo cada vez más abstracto, pasando de monedas y conchillas a papeles y de allí, a pulsos electrónicos. “Todo lo sólido se diluye en el aire”, escribía Marx en su crítica al capitalismo, aunque luego sus seguidores siguieron profundizando esa evaporación. Sería perfectamente absurdo pretender volver a una etapa prehumana y eliminar lo simbólico de nuestra vida social, ya que esa capacidad forma parte de nuestro bagaje biológico y va más allá de nuestra capacidad emocional. Nadie ha propuesto transformar a un grupo de humanos en una horda de seres desnudos carentes de lenguaje articulado y comunicándose sólo con gruñidos. Pero el conflicto entre lo biológico, lo emocional y lo simbólico se aliviaría si tomásemos conciencia de su existencia. El triunfo de lo simbólico sobre lo biológico y lo emocional podría haber sido el hecho más maligno en la vida de nuestra especie y está ocurriendo desde el fondo de la Prehistoria. Tal vez haya sido el precio a pagar por la revolución neolítica y todo lo que siguió a ésta. Freud dijo que la neurosis es el precio que pagamos por la cultura. Puede ser, pero es absurdo que llevemos eso al límite en que la cultura reniega de lo biológico en forma tan terminante que hoy amenaza nuestra misma existencia. La gran tarea que estamos emprendiendo desde los comienzos de la modernidad es el retorno a un mayor equilibrio entre los tres niveles de nuestra existencia como especie. Seríamos mucho más felices si lográsemos poner lo simbólico en nuestra estructura social y psicológica al servicio de lo biológico y lo emocional, en vez de hacer, como ahora, exactamente al revés. Si no es ya demasiado tarde, esta propuesta, en la actualidad, sólo puede triunfar paulatinamente; la lucha por los derechos humanos forma parte de la liberación de lo real de la asfixia de lo simbólico; la lucha de la ciencia como forma de conocimiento de lo real contra los mitos y las pseudociencias; la lucha por salvar a Amina Lawal, la nigeriana condenada a morir lapidada; la lucha por la liberación de nuestro derecho al goce; la lucha contra la tiranía del dinero sobre la vida. La lucha, en fin, contra el triunfo de lo formal sobre lo real, y la toma de conciencia de dónde está lo real, para ir haciéndoles más espacio en nuestras vidas, sin por ello abandonar los logros de lo simbólico: sobre todo, la comprensión entre los humanos y el camino hacia la sabiduría. |
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