Sábado 16 de agosto de 2003
 

Comandante Luis Piedra Buena

 

Por Tomás Buch

  Luis Piedra Buena -como él escribía su apellido-, o Piedrabuena, como se escribe más habitualmente, es una de esas figuras de nuestra historia a la que todos han sentido nombrar, pero cuyos méritos no conoce casi nadie. Una antigua central eléctrica de Bahía Blanca lleva su nombre, un trozo de la ruta nacional 237 y una ciudad sobre el río Santa Cruz, allí donde él había establecido su casa, allá por 1862. Pocos son los que conocen la historia de esta interesante figura, de este marino aventurero de la Patagonia remota del siglo XIX, en que no había en ella nada que no fuesen mares bravíos, algunos pocos tehuelches y costas desconocidas habitadas por pingüinos y focas.
Piedra Buena fue un personaje novelesco, que reunía en su persona de marino una verdadera vocación de salvador de náufragos y un acendrado patriotismo argentino. En esas zonas y épocas en que nuestra soberanía sobre la Patagonia era disputada por Chile, Piedra Buena izaba nuestra bandera siempre que tenía la oportunidad de hacerlo, y la repartía a los tehuelches, para convencerlos de que eran argentinos. A la vez, tenía más vocación por el mar que por los negocios de bolichero a los que se trató de dedicar un tiempo en Punta Arenas; y también, una afición por la bebida digna de un lobo de mar, y que seguramente terminó por matarlo a los cincuenta años, en agosto de 1883, hace exactamente 120 años.
Luis Piedra Buena nació en 1833 en Carmen de Patagones, ciudad que era una verdadera adelantada austral argentina en una Patagonia casi desconocida. Fue marino desde su infancia y entró en la adolescencia como segundo de a bordo del barco de un norteamericano, transportando leña, sandías y otras mercaderías por el río Paraná, pero visitando también las Malvinas, Tierra del Fuego y la Antártida. Antes de los veinte años a había navegado todos nuestros mares australes, salvado náufragos y repartido banderitas argentinas por toda la costa. Pero su capitán también lo llevó al Caribe y los EE. UU., donde se quedó un año para estudiar. No sabemos de qué le habrán servido esos estudios, porque los siguientes años se dedicó a seguir salvando náufragos y a cazar lobos.
El año 1862 es clave en su vida: se establece en una isla en el río Santa Cruz, a la que pone el nombre de Pavón, en homenaje a la extraña batalla que acababa de ganar el general Mitre. Allí donde estableció su hogar, hoy se encuentra la ciudad que lleva su nombre. En el mismo año, también construyó un refugio en la Isla de los Estados, uno de los puntos más abandonados e inhóspitos del mundo. Y al año siguiente hace una patriada singular: en la isla del Cabo Hornos coloca una inscripción que reza: “Aquí termina el dominio de la República Argentina. En la Isla de los Estados (Puerto Cook) se socorre a los náufragos. Nancy, 1863. Cap. L. Piedra Buena”. “Nancy” era el nombre de su barco, que más tarde rebautizó “Espora”. El mismo año es iniciado a la masonería y logra entrevistarse con Mitre.
La Isla de los Estados, cuya propiedad, junto con la de su establecimiento de Pavón, le fue conferida en propiedad por una ley del Congreso Nacional en 1868, juega un papel muy especial en la vida de Piedra Buena. En 1868 también se había casado, y a lo largo de los años tuvo cuatro hijos, los que, como buen marino que era, no le impidieron seguir navegando y cazando focas y pingüinos. En 1873, mientras él y su tripulación estaban fabricando “aceite de pingüinos” en la inhóspita Isla de los Estados, la marejada destruyó el “Espora”; en unos meses, con la ayuda de sus tripulantes, construyó un barco nuevo, bautizado con el nombre del hijo mayor del capitán, Luisito. La “Luisito” sólo tenía 11 metros de eslora y desplazaba 18 toneladas, pero resultó ser lo suficientemente marinera como para afrontar los difíciles mares patagónicos. Hay que imaginarse la escena: un grupo de náufragos, viviendo vaya a saber de qué, ya que sus anotaciones confiesan sus penurias, acampando en una playa desierta en el fin del mundo, construyendo un barquito con los restos del naufragio. Con este barquichuelo siguió navegando las aguas australes salvando náufragos, hasta que lo vendió en 1875, junto con su negocio de Punta Arenas, y, prácticamente quebrado, se mudó con su familia a Buenos Aires. Los salvatajes de barcos naufragados le valieron cierta celebridad, y el reconocimiento del emperador de Alemania y del gobierno británico, además del respeto de sus conciudadanos, pero nunca aceptó recompensa alguna por esos salvatajes, algunos de los cuales fueron verdaderas hazañas heroicas. Pero lo que verdaderamente importó al gobierno nacional, que en 1875 lo nombró teniente coronel de la Armada nacional, era esa especie de guardia que Piedra Buena montaba en el sur para salvaguardar la soberanía argentina sobre esas regiones. Desde entonces y hasta su muerte, Piedra Buena siguió navegando los mares australes, ahora por encargo de la Marina nacional, aunque en relaciones un tanto ambiguas con las autoridades, ya que, al parecer, su espíritu de independencia, sumado a su alcoholismo, lo colocaban en una situación peculiar.
Vale la pena señalar que el tema de la posesión de la Patagonia era, en esos años, un tema álgido. El presidente Mitre promulgó la ley que creaba los Territorios Nacionales, en los años en que el pintoresco francés Orélie Antoine de Tounens pretendía que era el Rey de la Patagonia y Araucanía; pero Chile había fundado Punta Arenas en 1845. Esta era la única población al sur de Patagones, y desde allí los chilenos no sólo ocupaban toda la región del Estrecho de Magallanes, sino que presionaban fuertemente hacia la costa atlántica. Durante gran parte de los años ’70 hubo una variedad de actos semihostiles por parte de navíos chilenos que trataban de sentar sus reales sobre la costa atlántica, reclamaban arbitrajes, repartían banderitas chilenas a los indígenas, del mismo modo en que Piedra Buena las repartía argentinas; pero aunque en cierto momento los chilenos de Punta Arenas impidieron que se colocara una baliza argentina en el Cabo Vírgenes, y algunas veces se capturaron barcos de una y la otra bandera, nunca se llegó a actos de guerra. Al parecer, muchas de estas actitudes provenían más de los gobernadores de Punta Arenas que del gobierno chileno, que tenía otras preocupaciones. Estos actos de hostilidad nunca impidieron, sin embargo, los intercambios amistosos entre argentinos y chilenos, intercambios en los que hay que incluir las Islas Malvinas, que aunque estaban ocupadas por los ingleses desde 1833, tampoco se excluían de la solidaridad humana en esa zona tan remota y alejada de todo.
La soberanía argentina sobre la Patagonia atlántica seguía insegura cuando la escuadra argentina realizó, en 1878, una expedición a la zona, uno de cuyos barcos, el “Cabo de Hornos”, navegaba al mando de Piedra Buena. En el mismo año falleció su esposa Julia.
En 1881, cuando Chile estaba ocupada en la Guerra del Pacífico contra Bolivia y Perú y Argentina había sentado sus reales en forma definitiva en la Patagonia a través de la campaña de Roca hasta el Río Negro, finalmente se firmó el Tratado de Límites que aseguró en forma definitiva el principio bioceánico, cuyos detalles, sin embargo, nos llevaron al borde de la guerra un par de veces más, la última en 1978.
Piedra Buena murió en agosto de 1883, sin que se supiesen bien las causas inmediatas, aunque por los síntomas mencionados en alguna carta su muerte puede haber sido consecuencia de su alcoholismo. Sólo tenía cincuenta años, y estaba tan arruinado económicamente que sus hijos, que habían quedado huérfanos de madre en 1878, tuvieron que recibir una pensión, que les fue concedida por ley a pedido de los encargados de los niños, la mayor de las cuales era adolescente. El menor tenía sólo 5 años. Piedra Buena no fue un “héroe nacional” en el sentido que se suele dar a ese término. Los que lo conocieron destacan su afabilidad y buen talante, y su vocación por ayudar a los náufragos, sin siquiera reclamar las recompensas que le hubiesen correspondido, habla de una naturaleza generosa y desinteresada. Una verdadera figura de novela, proveniente de una época que la novela argentina pocas veces ha rescatado.

Referencia: “Piedra Buena, su tierra y su tiempo”, por Arnoldo Canclini, EMECE, 1998.
     
     
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