Martes 12 de agosto de 2003
 

El oscuro papel del Vaticano
ante el Holocausto

 

Por Vicente Poveda

  Pocas etapas en la historia de la Iglesia Católica son tan oscuras y arrojan tantos interrogantes como las relaciones entre el Vaticano y la Alemania nazi. Los papas que convivieron en el tiempo con Hitler, Pío XI (1922-1939) y sobre todo Pío XII (1939- 1958) debido a su estrecha vinculación con los alemanes, son desde hace décadas objeto de serias acusaciones.
¿Era el Vaticano una institución infectada por el antisemitismo? ¿Hicieron aquellos papas causa común con Hitler y permanecieron pasivos ante el Holocausto? ¿Y si conocían los graves crímenes perpetrados por los nazis, por qué no levantaron su voz y emitieron duras palabras de condena contra el genocidio judío? Son cuestiones que todavía mantienen divididos a los historiadores.
Desde el comienzo de su pontificado, Juan Pablo II se ha esforzado por formar una comunidad de valores entre las diferentes religiones y confesiones con el fin de hacer frente común ante la progresiva y, según el Vaticano, barbárica secularización del mundo moderno. Parte importante de esta misión es la reconciliación con el mundo judío. Así, el polaco pidió en el 2000 perdón por los pecados históricos de la Iglesia y peregrinó incluso a Jerusalén para rezar junto al Muro de los Lamentos.
Sin embargo, Juan Pablo II parece ser consciente de que la reconciliación total con el judaísmo no se producirá hasta que quede aclarada por completo la actuación de sus antecesores antes y durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). De este modo, en febrero, abrió a investigadores independientes las puertas de los archivos vaticanos, que incluyen numerosos documentos de la época, tales como la correspondencia entre la Secretaría de Estado, el centro político del Estado pontificio y sus nunciaturas en Berlín y Munich, embajadas encargadas de las relaciones con el Reich.
Al desclasificar los documentos de sus amplios archivos -se dice que sus estanterías puestas una al lado de la otra tienen una longitud de ochenta kilómetros-, la Santa Sede consideró que de ellos no saldría ningún dato revelador. Sin embargo, ya desde el principio, las pruebas encontradas parecen liberar a Pío XI y Pío XII de las peores sospechas y acusaciones.
En cartas enviadas por la Santa Sede a sus nunciaturas en Alemania se muestra por ejemplo cómo Pío XI, alias de Achille Ratti, instó desde el principio a sus diplomáticos a oponerse a cualquier ley nazi que fuera en contra de los judíos. También se ve cómo el Papa personalmente borró unos párrafos de alabanza a Hitler en el borrador de un discurso que el por entonces nuncio apostólico en Berlín, Cesare Orsenigo, tuvo que pronunciar a finales de 1936 como decano del cuerpo diplomático. Al año siguiente, le prohibió participar en un acto por el 48 cumpleaños del dictador.
El cardenal Eugenio Pacelli, quien gobernó la Iglesia como Pío XII, fue nuncio en Alemania entre 1917 y 1929 y posteriormente, bajo el Papa Ratti, ocupó el puesto de secretario de Estado. A un ritmo constante, el “primer ministro” vaticano enviaba quejas a los diplomáticos alemanes en las que mostraba su desacuerdo con la persecución de los judíos y consideraba por ejemplo que “la absolutización de la idea de la raza es un error cuyos frutos negativos no tardarán en llegar” (proforma del 14-V-1934).
El nuncio Orsenigo escribió además, tras una reunión con Hitler en noviembre de 1943: “Fui recibido por el Führer, pero tan pronto como toqué el tema de los judíos, se dio la vuelta, fue hacia la ventana y empezó a hacer ruidos en el cristal con la punta de los dedos. Usted puede imaginarse lo desagradable que me resultó transmitir mi mensaje con mi interlocutor de espaldas. Pese a ello lo hice. Entonces se volvió, tomó un vaso de agua y lo estampó contra el suelo”. Todas estas intervenciones podrían ser una prueba del rechazo de los papas a Hitler.
El Vaticano dispuso desde muy pronto de fuentes fidedignas que lo advirtieron de los crímenes nazis. En los archivos se han encontrado numerosas cartas enviadas por católicos a Roma en las que denunciaban la persecución contra los judíos. El mismo Orsenigo escribió en 1935: “Si, como parece, el gobierno nacionalsocialista permanece todavía mucho tiempo en el poder, los judíos desaparecerán completamente de este país”.
Pero entonces, si el Vaticano conocía bien la amenaza que se desprendía del nazismo, ¿por qué no actuó a tiempo alzando su voz contra Hitler y evitó un número mayor de víctimas? Cuando Achille Ratti murió, el 10 de febrero de 1939, tenía sobre su escritorio el borrador de una encíclica contra el racismo y el antisemitismo, continuación de “Mit brennender Sorge” (“Con ardiente preocupación”), encíclica de 1937 contra los nazis en la que el tema de la raza ocupaba un puesto secundario. ¿Por qué su sucesor Pío XII no publicó este segundo documento u otro parecido?
En opinión de historiadores próximos al Vaticano, el Papa consideraba que Hitler tenía como rehenes en Alemania no sólo a millones de judíos, sino también a millones de católicos y que una actuación pública en contra de los nazis podría haber traído la muerte a todavía más personas. Una posible reacción podría haberse asemejado a lo ocurrido en Holanda, donde los obispos levantaron su voz vehementemente contra la ocupación nazi.
Los prelados de aquel país, acompañados de sus colegas protestantes, emitieron una dura condena a las deportaciones de los judíos. Como represalia, el Reich dio la orden de sacar de los conventos a todos los religiosos y religiosas de origen judío, unos 300, que murieron ejecutados en campos de exterminio, según la Santa Sede. El caso más conocido es la monja Edith Stein, canonizada en 1998, quien fue llevada a Auschwitz y posteriormente ejecutada.
El Vaticano, respondiendo a las críticas, afirma que Pío XII tuvo que afrontar un dilema: el silencio podía ser interpretado como indiferencia ante la muerte de los judíos, cobardía ante Hitler o incluso filonazismo, pero la protesta pública podía acarrear represalias contra los católicos alemanes y provocar nuevas atrocidades contra los judíos. Al parecer, el Papa prefirió, no sin dudas y problemas de conciencia, elegir la vía diplomática e intervenir ante autoridades que podían ser receptivas con el fin de evitar males mayores. (DPA)
     
     
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