Viernes 8 de agosto de 2003
 

El pasado reconstruido

 

Por James Neilson

  Desde la llegada a la Casa Rosada de Néstor Kirchner, la Argentina es otro país, uno en el que una mayoría abrumadora repudia tanto el salvajismo económico que le había encantado en los años noventa como la feroz represión militar que le pareció perfectamente lógica allá por los setenta. El salto evolutivo así supuesto es tan impresionante que, de haberlo previsto, Charles Darwin hubiera tenido que modificar su famosa teoría, pero por desgracia no hay manera de saber si se trata de un cambio permanente o de una etapa pasajera más que se verá seguida por otras que sean igualmente llamativas.
Aquí, los consensos suelen conformarse para después esfumarse a un ritmo enloquecedor. Una sola persona, el mítico hombre de la calle, habrá podido celebrar con imparcialidad ejemplar el golpe del general Juan Carlos Onganía, las proezas truculentas de los muchachos montoneros, el retorno triunfal de Juan Domingo Perón, el comienzo del Proceso que pondría fin a la decadencia, la guerra de las Malvinas, el surgimiento de Raúl Alfonsín como paladín de la democracia reencontrada, la fiesta menemista, la elección de Fernando de la Rúa, un presidente fuerte que cambiaría todo, el regreso masivamente aplaudido al Ministerio de Economía de Domingo Cavallo, su caída posterior, el default jubiloso y el veranito del pesificador Eduardo Duhalde. ¿Resultará ser tan efímera la apoteosis de Kirchner? Pronto veremos.
Sobrevivir más o menos indemne a tantas transformaciones políticas, para no hablar de los disgustos proporcionados por una economía en crisis permanente, requiere un talento muy especial. Hay que ser capaz de defender el yo propio contra los embates desconcertantes del tiempo y acaso el mejor modo de hacerlo consiste en mantenerlo aislado de lo que podríamos llamar la realidad formal. A primera vista, nuestro hombre de la calle, este protagonista de una serie alucinante de aventuras ideológicas, es un ser muy politizado, pero la verdad es que la política con mayúscula le importa muy poco, aunque a veces le gusta seguir las vicisitudes de los personajes que conforman el elenco estable del teatro nacional. Su experiencia personal, más lo que le han legado sus mayores, le ha enseñado que todo es pasajero en este mundo pero que aun así pueden durar un poco más la familia y las amistades, razón por la que se aferra a ellas.
Lo mismo que sus equivalentes en muchos otros países en los que la estabilidad política ha sido hasta hace poco una ilusión y no meterse siempre ha sido una opción sensata, si bien nada valiente, toma lo privado más en serio que lo público, de ahí su apego a modalidades arcaicas como las vinculadas con el clientelismo, el nepotismo, el amiguismo y, huelga decirlo, la corrupción consentida. Luchar contra tales vicios públicos derivados de virtudes privadas es el deber de todo político, pero por ser ellos productos de la misma cultura que sus demás compatriotas sus intentos de reducir el abismo que separa la Argentina formal del país real raramente prosperan. ¿Será distinta la campaña contra la corrupción que ha emprendido Kirchner? Es poco probable:  como Carlos Menem y De la Rúa, el santacruceño no tardó un solo minuto en informarle al país de que pertenecer a la familia presidencial o por lo menos a su círculo áulico constituye una ventaja muy grande.
Por ser la memoria un depósito lleno de piezas que de vez en cuando tienen que ser reordenadas a fin de adecuarlas al presente, la capacidad para remodelar el pasado, actualizándolo conforme a la moda de turno, ayuda a conservar la cordura en una sociedad en la que la ortodoxia de un día suele verse reemplazada el siguiente por otra muy diferente. Cuando en un momento determinado el hombre de la calle se da cuenta de que la cosa no va más, que los militares son malísimos, el menemismo es un desastre, la convertibilidad una fantasía, De la Rúa un pobre tipo o lo que fuera, puede deshacerse de los entusiasmos que han sobrepasado su fecha de vencimiento cambiándolos por otros nuevos que, jurará, eran los que siempre se había propuesto comprar.  Puede que escaseen los que antes del 25 de mayo hayan creído que Kirchner sería un buen presidente, pero en la actualidad muchos, muchísimos, están persuadiéndose de que en el fondo siempre lo habían sabido. Para el hombre de la calle reconstruir el pasado suele ser una tarea relativamente fácil. A diferencia de los políticos, jueces, periodistas y militares, no se ha visto constreñido a comprometerse firmemente con nada ni con nadie. Puesto que sus familiares y amigos lo han acompañado en su periplo evolutivo, ellos no tendrán por qué hacerle recordar aquellas partes que quisiera eliminar. En cambio, los personajes públicos han dejado impresas sus huellas de tal modo que en teoría debería serles imposible borrarlas. ¿Es así? Depende. Por motivos un tanto misteriosos, a algunos les será perdonado virtualmente todo, pero a otros absolutamente nada.
Entre los beneficiados por la generosidad popular está el juez Eugenio Zaffaroni. Según algunas encuestas de opinión, los bien pensantes lo adoran casi tanto como adoran a Kirchner, por creerlo un hombre recto, un héroe de los derechos humanos, un liberal en el buen sentido de la palabra y muchas otras cosas admirables. Lo que hace extraño tal veredicto consensuado es que Zaffaroni fue un "juez del Proceso" que juró por los estatutos de la dictadura y, como si esto no fuera más que suficiente, al parecer se negó a admitir un hábeas corpus cuando tenía la oportunidad para asestar un pequeño golpe en favor de la dignidad humana. Para justificar su conducta poco honrada en los setenta, Zaffaroni dice que hasta viajar a Europa un par de años después del inicio del Proceso no sabía que la Argentina se había convertido en un matadero ni que en "la guerra contra la subversión" el régimen empleaba tácticas equiparables con las nazis o comunistas. En boca de otro juez o político, tal afirmación sería tomada por evidencia de que era un mentiroso desvergonzado porque nadie en sus cabales podría creer que un hombre en su posición fuera capaz de ignorar por completo lo que estaba ocurriendo a su alrededor, pero en la de Zaffaroni parece que no meramente es considerada convincente sino que también es muy respetable, una prueba, si una fuera necesaria, de que el futuro ministro de la Corte Suprema no tiene nada que ocultar.
Ahora bien: el que Zaffaroni sea un converso no lo descalifica. En vista de todo cuanto ha ocurrido en el país en el transcurso de los cincuenta años últimos, sería muy difícil encontrar muchos jueces, dirigentes políticos, periodistas o militares ya sesentones que nunca jamás se hayan dejado tentar por una variante del fascismo, del totalitarismo de izquierda o de una mezcla sui géneris de las dos perversiones, que siempre hayan respetado los derechos humanos de todos y no sólo aquellos de quienes comparten sus prejuicios y que no hayan sido cómplices, por comisión u omisión, de alguna que otra canallada. Si abundaran tales prodigios de virtud cívica, la historia del país hubiera sido bien distinta. Lo notable en este caso, pues, no es que Kirchner, las organizaciones pro-derechos humanos y los intelectuales bien pensantes con muy pocas excepciones, si es que hay algunas, hayan acordado dar al bueno de Zaffaroni una cédula de impunidad por los deslices que afean su currículum, sino que estas mismas personas se hayan mostrado más que dispuestas a linchar a muchos otros de trayectoria menos discutible. Después de todo, si hay algo que distingue al gobierno actual y a su claque, esto es la intolerancia, cualidad que lejos de perjudicarlo ha contribuido a su popularidad extraordinaria, aunque tal vez pasajera, al hacer pensar al grueso de la ciudadanía que por fin el país está en manos de una banda de puritanos inflexibles que tratarán a los malos con severidad cromwelliana para que la Argentina auténtica logre limpiarse del lodo que a través de los años se le ha pegado.   
     
     
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