Viernes 1 de agosto de 2003
 

El proyecto norteamericano

 

Por James Neilson

  Felizmente para la Argentina, el presidente Néstor Kirchner no parece compartir la opinión de personajes como Elisa Carrió que dicen creer que George W. Bush es un texano codicioso autor de "una guerra injusta para apropiarse de los recursos naturales de los países pobres".
Si basara su política exterior en aquel presupuesto truculento, a Kirchner le sería casi imposible no seguir el camino trazado por Fidel Castro, haciendo del odio hacia el "imperio" y todo cuanto representa su fuente principal de motivación, lo que sería una forma excelente de asegurarnos un futuro miserable. Aunque el predominio de Estados Unidos no será eterno, quienes esperan que llegue a su fin en los próximos meses o años viven en un mundo de fantasía: lo más probable es que siga aumentando hasta que surja otra superpotencia. De los países candidatos, el más promisorio es China, pero tendrían que pasar varias décadas sin convulsiones antes de que lograra aprovechar sus inmensos recursos humanos.
Además, si a raíz de una serie de calamidades apenas concebibles -un ataque nuclear, una implosión económica en una escala jamás vista- en el corto plazo Estados Unidos dejara de desempeñar el papel de superpotencia única, el resultado no sería el inicio de una época de paz e igualdad universal, sino con toda probabilidad el regreso de los dictadores mesiánicos.
Es de suponer que Carrió y los muchos que se aferran con pasión al antinorteamericanismo imaginan que el mundo sería un lugar mejor si Saddam Hussein, más  sus hijos Uday y Qusay, aún reinaran sobre Irak, torturando, mutilando y asesinando a sus compatriotas con la más absoluta impunidad, pero no deberían sentirse sorprendidos si otros, entre ellos la mayoría abrumadora de los iraquíes mismos, tienen una actitud un tanto distinta.
En el fondo, la breve y relativamente poco cruenta guerra contra el dictador más sanguinario del Medio Oriente, lo que es mucho decir, se inspiró en la conciencia de que a menos que los países de aquella región trágica se integraran sin demora a la "comunidad internacional" continuarían exportando la violencia terrorista y el fanatismo más virulento en cantidades cada vez mayores.
De ser así, los atentados contra la embajada de Israel, la sede de la AMIA, las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono sólo habrían sido los primeros golpes de una lucha apocalíptica contra el Occidente "satánico" emprendida por individuos enamorados de la muerte.
Aun cuando Saddam hubiera destruido las "armas de destrucción masiva" que tenía y que ya había empleado antes de la invasión, esto no significaría que tarde o temprano grupos de mentalidad similar no estarían en condiciones de conseguirlas y, huelga decir, de usarlas. Por lo tanto, Estados Unidos, se vio frente a una disyuntiva: no hacer nada hasta que el peligro se concretara de un modo tan impactante que nadie, con la excepción de un puñado de ilusos convencidos de que en adelante no habría guerras si no fuera por el belicismo yanqui, discutiría la necesidad de reaccionar o, caso contrario, entregarse a la tarea sumamente ambiciosa y ardua de transformar el Medio Oriente en una zona más o menos democrática cuyos habitantes se preocupen por asuntos más pedestres que la Yihad contra los enemigos de Alá o de "la nación árabe".
Por ser Estados Unidos y su aliado principal, el Reino Unido, democracias en las que es natural que una parte significante de la clase política y sus acompañantes mediáticos se esfuerce por pintar lo hecho por los gobernantes con los colores más feos, el trabajo que han emprendido les resultará sumamente difícil. Si fueran las potencias ultramilitaristas de la caricatura contestataria, no les importaría del todo la muerte de dos o tres soldados por día: las bajas tendrían que alcanzar una cifra cien veces superior para que los mandos manifestaran cierta preocupación, pero esto no sucedería porque los focos de resistencia y las zonas aledañas serían convertidos en seguida en baldíos humeantes.
Asimismo, de haber sido lo único que quisieran los norteamericanos y británicos apoderarse del petróleo iraquí, lo habrían arreglado comprando a Saddam y sus hijos al ofrecerles mucho más de lo podrían haberle prometido sus competidores franceses, alemanes o rusos.
Dicha modalidad, justificada con alusiones al respeto por la soberanía y la no intervención en los asuntos internos de otros países, fue la preferida por todos los países occidentales hasta que, en buena medida a causa de los ataques contra Estados Unidos, algunos se dieran cuenta de que sostener así un statu quo horrible en Medio Oriente, donde los tiranuelos aprendieron muy pronto que les convenía atribuir todo lo malo a las maniobras siniestras de los cristianos y judíos, les resultaba contraproducente, de ahí la ocupación de Irak.
En el mundo democrático, la pasividad frente a peligros externos que, por lo común, son imputados a la vileza propia, no a la eventual agresividad ajena, es normal. En consecuencia, no extraña que a ojos de millones de personas, incluyendo a muchos compatriotas, Bush y Tony Blair sean imperialistas feroces resueltos a pisotear países pequeños por razones inconfesables.
Muchos políticos y periodistas locales, algunos de los cuales parecen creer que la Argentina podría figurar en la lista negra de Washington, claramente piensan de este modo a pesar de que el país sufrió en carne propia dos ataques de origen mediooriental que, como señaló Kirchner, era como el de aquel 11 de setiembre "sin los aviones".
Modificar esta realidad no será fácil en absoluto.
Aunque la democracia es el gran motor del poder occidental, también equivale a un freno en ocasiones irresistible debido a la voluntad de tantos de aprovechar a pleno las dificultades de los más poderosos encabezados, en la actualidad, por el presidente de Estados Unidos
Para que el freno se levante, aunque fuera un poco, el enemigo externo tiene que ser extraordinariamente terrible, pero aun cuando sus facciones sean tan amenazadoras como las de Hitler o Stalin, se dará una franja amplia proclive a considerarlo un invento de la propaganda oficial.
Así, pues, para disfrutar del apoyo de todos los gobiernos occidentales y del grueso de la ciudadanía en el proyecto de construir democracias en el Medio Oriente, Bush y Blair, o sus sucesores, hubieran tenido que permitir que sus países fueran blanco de ataques masivos ordenados abiertamente por un dictador, pero por motivos comprensibles prefirieron actuar antes.
Por razones de política interna, es muy poco probable que Kirchner rompa filas con el resto de la clase política nacional, de la latinoamericana y de la europea continental aceptando colaborar con el proyecto por ahora meramente anglonorteamericano de democratizar el Medio Oriente comenzando con Irak.
Sin embargo, a juzgar por su conducta en Estados Unidos, donde por fortuna parecería que no reeditó los errores que cometió en Europa, entiende que la obsesión con el terrorismo internacional de Bush se basa en algo un tanto más sustancial que su condición de texano agreste.
Es que a menos que los países comprometidos con la democracia, es decir, con la libertad del hombre, se movilicen dentro de sus propias posibilidades para ayudar a los pueblos sujetados a regímenes tiránicos, no habrá forma de impedir que tales focos de infección diseminen su veneno por todo el mundo. Al facilitar las comunicaciones de todo tipo y, al hacerlo, ampliar las perspectivas ante los violentos para que les parezca perfectamente lógico elegir blancos hasta en ciudades tan remotas como Buenos Aires, la "globalización" ha brindado a los enemigos de todo lo occidental oportunidades para golpearlo que sus precursores apenas pudieran concebir. Aunque nunca será posible eliminarlos por completo, la democratización generalizada por lo menos serviría para reducir al mínimo su capacidad para provocar los desastres enormes que, por desgracia, tientan no sólo a los cineastas de Hollywood sino también a miles de individuos rencorosos que sueñan con la destrucción de lo que es, al fin y al cabo, nuestra civilización.   
     
     
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