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En una fría madrugada madrileña me encuentro con un hombre no muy alto,
algo regordete y de anteojos con mucho aumento que asomaban de su barba,
ya un poco encanecida. Con el cuerpo encorvado intentaba abrir con su
llave el portal del edificio donde yo vivía. La cerradura presentaba
ciertas dificultades. Le sugiero: "¿quiere que lo intente yo?" "Si me
hace usted el favor", contestó deslizando una amigable sonrisa.
- Disculpe, ¿es usted Savater? -le pregunto sorprendido.
-Ah... sí, contesta con humildad.
- Pero ¿usted vive aquí ?
- Sí, en el octavo -me dice-. Su sonrisa se tornó un poco socarrona.
Caminamos juntos unos metros hasta llegar al ascensor, el espacio suficiente
para contener la emoción que me produjo el descubrir que Fernando Savater
era mi vecino.
Como sentí su acogedora cordialidad, me permití continuar el diálogo.
-¿Usted estaba en el programa de tevé de Balbín, que recién termina?
-Sí de allí vengo, todavía llevo las cremas pringosas que a uno le ponen
en la televisión -me dice mientras señala con su mano sus cachetes artificiosamente
sonrosados.
Ya adentro del ascensor.
-¿A qué piso va?
-Al quinto -respondo.
Pulsa el botón y en el rápido trayecto me pregunta: "¿Qué le pareció
el programa?" "Muy bueno", alcanzo a responder. El ascensor se detiene.
Me bajo y nos despedimos con un cordial "buenas noches".
Esto ocurrió a principios de los "80. España vivía entonces la alborozada
transición democrática, dejando atrás la tenebrosa noche del nacional-catolicismo
franquista.
El clima cultural que se respiraba fue avasallante por su intensidad.
Transmitía un contagioso espíritu de alegría, innovación y cambio. Los
intelectuales "malditos" del régimen que moría se abrían paso como estrellas
rutilantes de un firmamento en el que sobresalían las figuras de Rafael
Alberti, La Pasionaria, Santiago Carrillo. Los exiliados que retornaban.
Los filósofos excluidos de la Universidad, como Aranguren, tomaban la
palabra. El entrañable "viejo profesor"como popularmente se lo conoció
a Don Enrique Tierno Galván, se convirtió poco después en alcalde de
Madrid, con las primeras elecciones democráticas. Un profesor de filosofía,
intendente de la capital del Estado Español. Un sueño.
En ese contexto Savater se destacaba entre los jóvenes filósofos que
fervorosos defendían los principios del pensamiento ético y político
de la Ilustración. Tal vez sea hoy el Voltaire de nuestro tiempo.
Su persona pasó a ser parte de mi paisaje cotidiano por muchos años,
en la calle del General Pardiñas del barrio de Salamanca de Madrid.
Del vecino guardo el recuerdo de su perdurable cordialidad. El pensador
sigue siendo una inagotable fuente de humanismo filosófico capaz de
brindar un estado de ánimo, una actitud intelectual vivificante, que
renueva la posibilidad de un mundo civilizado.
Alberto Laría
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