Viernes 18 de julio de 2003
 

El regreso de los políticos

 

Por James Neilson

  Cuando Fernando de la Rúa se acercaba con pasos vacilantes al patíbulo, las calles del país estaban llenas de ciudadanos enfurecidos que querían que todos los miembros de la clase política nacional compartieran el triste destino que le esperaba. En la actualidad, con Néstor Kirchner firmemente instalado en la Casa Rosada y anunciando medidas contundentes a un ritmo digno de un martillero público bonaerense, el clima no podría ser más diferente. Ya nadie pide a gritos el linchamiento de todos los "dirigentes". Por su parte, éstos no creen conveniente disfrazarse de linyeras o encerrarse en sus mansiones bajo la protección de contingentes de correligionarios o compañeros patovicas.  No se sabe aún si el gobierno está actuando bien o si está preparando otro desastre, pero por lo menos está actuando, lo que de por sí ha sido más que suficiente como para restaurar la fe de la gente en la política y por lo tanto en los políticos que tienen por qué sentirse agradecidos.
Con todo, este cambio fulminante acarrea ciertos peligros. No es natural que un país esté atomizado un día y encolumnado detrás de su presidente el siguiente. Algunas sociedades que luego de un período de desconcierto han recuperado la confianza en sus líderes de golpe se precipitaron en desastres debido a la voluntad de casi todos de negarse a criticar a sus líderes por creerse patrióticamente obligados a respaldarlo. El ejemplo clásico de este fenómeno fue brindado por Alemania, cuando la mayoría abrazó a Hitler con fervor so pretexto de que por lo menos la había rescatado de la incertidumbre desmoralizadora de los años de la República de Weimar y que por lo tanto era deber de todo buen alemán solidarizarse con el Führer. Si bien el gobierno de Kirchner no tiene nada que ver con aquel de los nazis, la casi unanimidad en cuanto a sus virtudes que reflejan las encuestas de opinión no puede sino ser preocupante. Después de todo, a mediados de mayo a nadie se le ocurrió imaginar que apenas dos meses más tarde más del setenta -según algunos, más del ochenta- por ciento coincidirían en la necesidad de emprender un "rumbo" determinado, pero parecería que la Argentina tan fragmentada de aquellos días ya lejanos se ha transformado, una vez más, en el país del gran consenso nacional.
Podría atribuirse esta metamorfosis a que el gobierno de Kirchner no se ha definido todavía, que hasta ahora se limitó a ensañarse con miembros del elenco estable de malos: militares, policías, jueces de "la mayoría automática", empresarios, sindicalistas notorios, empresarios presuntamente emblemáticos y así por el estilo. Sin embargo, si bien el perfil de su "proyecto" sigue siendo relativamente borroso, sus líneas principales ya pueden verse. Según parece, Kirchner se ha propuesto apostar todo a una lucha contra "el neoliberalismo", la "patria financiera", los bancos privados, el FMI, los acreedores y los empresarios locales o extranjeros más poderosos en defensa de los intereses del "pueblo". Tal estrategia cuenta con la aprobación de los muchos que están acostumbrados a creerse víctimas de las doctrinas, entidades y personajes mencionados, además de sus presuntos aliados militares, pero no hay ninguna garantía de que la eventual derrota de los malos de la película dirigida por Kirchner traería las consecuencias deseadas por el gobierno o por quienes están aplaudiendo sus primeras iniciativas.
Subyace en el ideario de Kirchner y de los entusiasmados por su gestión aún embrionaria la convicción de que el resto del mundo cometió una serie de errores garrafales al dejarse engatusar por las "mentiras neoliberales" propias del "pensamiento único" en boga. Si les fuera necesario confirmarlo, les basta repetir lo dicho por quienes dicen que el FMI, a su entender una especie de Vaticano de la herejía "neoliberal", se ha equivocado por completo en sus intentos de manejar el caso argentino. Pero, ¿cuáles son los errores de los que hablan? Dependen del punto de vista del crítico de turno, pero parecería que los mayores fueron el haber confiado en la palabra de gobiernos anteriores, el insistir en la importancia de pagar la deuda y de mantener sanas las cuentas fiscales y vaticinado catástrofes aún mayores que las efectivamente sufridas. Tengan razón o no los adversarios del chivo expiatorio mundial, los errores así supuestos no necesariamente significarían que sus representantes deberían confiar en las promesas de los kirchneristas, mofarse de los acreedores, pasar por alto los números y hacer gala de su optimismo. Sin embargo, la noción popular de que el FMI nunca acierta no ha servido de excusa para que Kirchner lo haya tratado con "dureza", negándose a firmar ningún acuerdo porque, al fin y al cabo, es posible vivir sin él.
Además de querer pelear con el organismo que, sus deficiencias no obstante, es considerado fundamental por los gobiernos de los países más ricos, Kirchner parece resuelto a informar a la "comunidad" empresaria internacional que en adelante la Argentina distinguirá entre los inversores genuinos y los meramente especulativos, entre los empresarios buenos y los otros y que, de todos modos, dará prioridad a los intereses de las empresas pequeñas y productivas por encima de los de las grandes vinculadas con conglomerados financieros. En principio, discriminar de esta manera sería muy bueno, pero sucede que al concentrarse tanto en la perversidad de los empresarios indeseables, Kirchner y los suyos están sembrando un clima de sospecha que afecta a todos, por pequeños y productivos que fueran, de suerte que no sorprendería demasiado que los bancos, hostigados por el gobierno, optaran por no abrir nuevas líneas de crédito y que todos los inversores, reacios a ser acusados de fomentar la especulación, decidieran esperar algunos meses más o ir a un país más hospitalario como el Brasil. De ser así, el "veranito" prolongado que hemos disfrutado sería seguido por un invierno todavía más largo.
Lo mismo que otros líderes populistas, Kirchner cree que por haberse equivocado repetidamente el resto del planeta, éste debería reformarse para crear un contexto en el que a la Argentina le sea dado prosperar sin verse constreñida a emprender cambios políticamente molestos. En Europa, América del Norte y el Japón, empero, suelen suponer que son las élites argentinas las que se han equivocado, razón por la que les incumbe dar comienzo a aquellas reformas "estructurales" que desde hace años le están pidiendo. Puesto que además de ser desagradablemente rico el Primer Mundo es sumamente grande y la Argentina es pobre y en términos económicos y demográficos muy pero muy chica, es legítimo suponer que le convendría adaptarse a los demás porque, bien que mal, no existe la más mínima  posibilidad de que éstos se adapten a ella.
Los intelectuales criollos que rodean a Kirchner son expertos consumados en el arte de denunciar lo malo que es el "neoliberalismo" y de mostrar con muecas de sorna todas las muchas contradicciones de la "globalización", señalando la hipocresía de los gobernantes de los países opulentos, las condiciones de vida poco envidiables de quienes no han resultado capaces de gozar de los beneficios disponibles y las sucesivas crisis financieras, sobre todo las imputables a la torpeza de George W. Bush, que en su opinión presagian el colapso inminente de Estados Unidos y en consecuencia del capitalismo liberal planetario. Lo que no han logrado hacer, empero, es conjurar por completo el monstruo que tanto fastidio les ocasiona. A pesar de los certeros misiles verbales que disparan contra el caparazón agrietado de la "globalización", ésta sigue avanzando a una velocidad nada tortuguesca, obligando a los diversos países a adaptarse a sus exigencias sin prestar atención a las protestas indignadas de los sindicalizados, a los sermones eclesiásticos, a las manifestaciones multitudinarias y a menudo violentas de los globalifóbicos o a los ruegos sentidos de quienes repiten cada tanto que "otro mundo es posible".
Huelga decir que a Kirchner no le será dado apartarse del camino de este gigantesco tren de la historia, aunque sí podrá asegurar que el país espere algunos años más en el andén antes de que, por fin, se resigne a conformarse con un lugar poco cómodo en el furgón de cola.          
     
     
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