Jueves 17 de julio de 2003
 

Las manos de Hitler

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  La seducción es el arte de los grandes maestros. Arrastra voluntades, persuade y provoca justas o deleznables adhesiones y admiraciones. Es un arte instrumental, y puede ser utilizado tanto para el engaño como para la verdad.
Sin embargo, es frecuente que el maestro seductor no tenga otras intenciones que el alimento de su propia egolatría o, como en su forma política, para la demagogia y el deseo incontrolable de sumar poder.
Al maestro seductor le puede suceder lo que al amante fingido: tarde o temprano provoca decepciones; si exagera con el aluvión de las promesas incumplidas, al final queda descubierto en su falsedad. La seducida y engañada, por vergüenza, pocas veces lo confiesa.
El maestro seductor puede ser peligroso, sobre todo cuando tiene grandes atributos creativos y ejerce facultades de superior intelecto. Me refiero, claro está, al "Maestro" como intelectual mayúsculo, al "gurú", director espiritual, "general de la mollera", según decía Ortega y Gasset.
Hay dos ejemplos estupendos de la Alemania del siglo XX: Martín Heidegger, (1889-1976), una de las mentes más poderosas en la historia de la filosofía; y el brillante jurisconsulto Carl Schmitt (1888-1985). Hoy son todavía muy influyentes en las derechas e izquierdas extremas. Ambos estuvieron claramente comprometidos con el nazismo.
Heidegger es quizá el autor más comentado, estudiado y explicado de toda la historia de la filosofía, incluyendo a los grandes griegos de la Antigüedad. La filosofía necesita siempre ser explicada, no como la infantería prusiana. Pero el caso Heidegger absorbe cualquier examen racional. Ejerce una fascinación inalterable entre sus colegas académicos. Su lenguaje es de una exacerbada complejidad. Anna Harendt, que fue su amante y que mezclaba respecto de su viejo maestro algunas dosis exaltadas de admiración y de rechazo, decía que el idioma de Heidegger ostentaba un "insoportable retorcimiento". Pero todos sabemos que la oscuridad es un signo que suele confundirse con la más profunda sabiduría.
Las grandes mayorías poco saben del "ser" y del "ente", palabras que Heidegger escarbó hasta la saturación. Pero admitamos que ninguna persona cultivada, aunque tampoco lo entienda en esas elucubraciones, y los pocos que sí dicen entenderlo, dejan de sentirse prisioneras del misterio de Heidegger. Mentor de los existencialistas de izquierda de la posguerra, el extraño alemán quiere ser justificado hoy con la separación drástica entre su pensamiento filosófico y su conducta política. Política y filosofía son disciplinas autónomas e inconexas, argumentan. Aunque rechazo el contenido de esa alegación, y reconociendo que es discutible, la distinción no es aplicable al caso Heidegger. Su pensamiento está impregnado de connotación totalitaria, y viceversa.
Este filósofo (hoy ya está documentado abundantemente) fue un afiliado convencido y entusiasta del Partido Nacional Socialista alemán y nunca rompió su carné de militante. Cuando asumió, en 1933, la Rectoría de la Universidad de Friburgo, su mensaje sí fue claro y terminante, hasta en el estilo de rígida arenga autoritaria, y nadie puede interpretarlo de otro modo: era un seguidor incondicional del Führer, porque ese jefe superhombre era lo que Alemania y el mundo necesitaban para la "gran revolución del ser". Después de 1937, y precisamente por esa exaltación, que presumía ir más allá del propio Adolf Hitler, fue sospechado por la paranoia del régimen como un competidor extremista. Envidias, celos e intrigas académicas se sumaron para que fuera aislado de todo cargo directivo. Pero ello no quita un ápice a su adhesión al nazismo y a su odio equitativamente distribuido entre las democracias liberales y las doctrinas marxistas. Veía en ambas, con un furioso reaccionarismo, a las responsables del progreso de las ciencias y las tecnologías modernas, "ejes del mal de nuestro tiempo". En sus últimos años, sin embargo, daba conferencias ante las élites empresariales de la gran industria alemana (algunos de sus componentes conspicuos miraban con nostalgia oculta los grandes éxitos y beneficios que alcanzaron durante el régimen nazi). Ante ellos asimiló, sin metáfora alguna, a la agricultura intensiva violadora del "ser de la naturaleza" con el genocidio en las cámaras de gas de Auschwitz.
Heidegger hipnotizaba a sus alumnos y oyentes con su místico y a veces poético discurso. Karl Jaspers, que fue su amigo y colega universitario, pero que por tener una esposa judía fue expulsado de la cátedra por los nazis, tenía mucho que decir al respecto. Ante la Comisión de Desnazificación de la posguerra que investigó el compromiso de Heidegger con el Führer, recomendó que no se le permitiera ejercer la enseñanza universitaria. La fascinación que su persona ejercía ante la juventud podía ser sumamente peligrosa, advirtió Jaspers.
Lo notable de Heidegger es que el mismo encantamiento que le provocaba la jefatura de Hitler, sobre la base de su famoso "principio del caudillaje", se constituía en un reflejo de su propio carisma, y no al revés. Cuando Jaspers le preguntó cómo podía tener ese sentimiento por el dictador alemán, siendo que éste era un hombre inculto y de burda conformación intelectual, Heidegger le respondió: "Es que no has visto sus manos, extraordinariamente bellas".
El caso de Schmitt es distinto en muchos aspectos. Las teorías sobre el Estado y el Derecho de Schmitt tuvieron una gran repercusión en la Argentina. Un voluminoso (quizá demasiado) y apasionante libro del catedrático argentino Jorge Dotti, "Carl Schmitt en la Argentina" -Edit. Homo Sapiens, Buenos Aires, 2000-, recoge esas influencias y al propio tiempo reivindica parcialmente el pensamiento de Schmitt, que fue designado por el régimen nazi "supremo jurista de la Corona del III Reich". Pero el comentario del libro y de las curiosas influencias que hoy reaparecen en la figura de Carl Schmitt, tanto en los halcones de la ultraderecha que rodean al presidente Bush, como en las corrientes neomarxistas de Europa y Latinoamérica, las postergo para otra próxima ocasión. Merecen un examen propio, que sobrepasa este espacio, y reclaman otra mirada sobre la seducción de los extremos y sus manos raptoras.
     
     
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