Sábado 12 de julio de 2003
 

Un pecado que se repite

 

Por Jorge Gadano

  Tanto por nuestra educación escolar como por el Pequeño Larousse Ilustrado, sabemos que uno de los más grandes logros de Benjamin Franklin fue la invención del pararrayos. Pero antes fue uno de los "Padres Fundadores" de la nación americana y un hombre inquieto que, en su avidez por saber de todo, estudió geología, agricultura, los eclipses, los tornados, los terremotos, las hormigas y los alfabetos. En su Historia de los Estados Unidos, Paul Johnson menciona estas aficiones y otras, como que fue un experto en electricidad y autor de un libro de 86 páginas sobre el tema, del que se publicaron ocho ediciones en cuatro idiomas. Para Franklin, como para la mayoría de los hombres que poblaron el vasto territorio de este a oeste detrás de los adelantados del Mayflower, lo bueno era sinónimo de lo útil y por eso fueron un pueblo industrioso que no paró de inventar cosas que mejoraran la vida.
Franklin fue también un hombre pródigo en pensamientos fecundos, a los que no ha sido ajena la prosperidad de los Estados Unidos. Dijo, por ejemplo, que "lo único que se puede considerar seguro en este mundo son la muerte y los impuestos". Al contrario de lo que sucede aquí, la evasión impositiva, allá, es una actividad altamente riesgosa. Al Capone lo supo en carne propia.
Yendo al asunto de esta nota. Franklin, quien vivió en el siglo XVIII, de 1706 a 1790, escribió en los últimos años de su vida un folleto que alentaba a los europeos a migrar hacia su país. Decía allí -lo cita Johnson- que "en ningún otro sitio los pobres que trabajan están tan bien alimentados ni tan bien vestidos, tienen una vivienda mejor ni son tan bien pagados como en los Estados Unidos de Norteamérica". Y concluía que en su pueblo prevalecía "una feliz mediocridad general".
Señalaba lo que a su juicio era una virtud, no un defecto, en la vida cotidiana de la gente común, los hombres y mujeres comunes.
Sin ser quizás tan virtuosa, hay en el pueblo norteamericano una "feliz credulidad", que corre pareja con la "feliz mediocridad". Por lo general, la gente tiende a confiar, tal vez porque lo necesita, en lo que sus líderes le dicen. Hay en eso una consistente tradición puritana, heredada de los Padres Fundadores, que posiblemente no lo sea tanto en los países que, como el nuestro, recibieron de Roma su legado religioso.
Los mensajes del poder, sobre todo cuando tienen acompañamiento mediático, calan hondo. Pero pueden volverse en contra de quien los emite cuando se descubre -los periodistas suelen, solemos, ser los responsables- que sus contenidos son mendaces.
Richard Nixon, un republicano virtuoso que no jugaba con doncellas en el Salón Oval, no cayó por haber autorizado una operación de espionaje sobre la convención demócrata que sesionaba en el hotel Watergate. Cayó porque mintió al afirmar que no sabía de que se preparara algo así, cuando en realidad estaba enterado.
William Clinton, que sí jugaba con doncellas (el plural admite que Monica Lewinsky pudo no haber sido la única), tampoco estuvo al borde de la destitución por eso, sino porque negó la "inapropiada" relación con la becaria. Fue perdonado porque finalmente lo admitió, porque faltaba poco para que concluyera su mandato y, en fin, porque no era tan grave. En el Partido Demócrata es casi una tradición que sus presidentes más populares hayan dedicado buena parte de su tiempo a las mujeres, en desmedro de sus deberes de Estado y de la fidelidad hacia la propia y legítima mujer. Franklin Roosevelt es un ejemplo y John Kennedy otro. Sin hablar de Clinton, claro.
Situado en la tradición republicana, el presidente George W. Bush nada tiene que ocultar a su esposa Laura. Pero de lo que se duda en estos días es de que no haya tenido la misma conducta con respecto al pueblo de su país. Al parecer, por esa duda y otras es que la aprobación a su gestión cayó del 74 al 60%.
La confiabilidad del gobierno republicano sufrió su primer tropiezo cuando la Casa Blanca tuvo que reconocer que faltó a la verdad cuando, en su discurso de enero sobre el estado de la Unión, el presidente afirmó que Irak le había comprado uranio a Nigeria.
Como cualquiera sabe a esta altura de la posguerra iraquí, las armas de destrucción masiva que motivaron el ataque preventivo de la alianza occidental no han aparecido. Existen, por lo tanto, fundadas dudas de que hayan existido, al menos en la magnitud suficiente como para justificar el ataque. Y como si todo eso fuera poco, el miércoles pasado la comisión federal encargada de investigar el atentado terrorista contra las Torres Gemelas acusó al gobierno federal de bloquear la investigación y de intimidar a los testigos. Bush, por cierto, rechaza las acusaciones pero, como hemos visto, así se empieza.
Los líderes demócratas, que parecían inmersos en un estado de sopor, han despertado porque empiezan a ver ahora una oportunidad de ganar los comicios presidenciales de noviembre del 2004. No sólo porque la confianza popular en los mensajes presidenciales haya caído, sino porque la recuperación de la economía es débil e insuficiente para detener el alza del desempleo. Según una encuesta reciente, un 62% de los consultados cree que el gobierno no acierta en sus esfuerzos por mejorar el crecimiento económico.
     
     
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