Viernes 11 de julio de 2003
 

El pasado comenzó ayer

 

Por James Neilson

  Aún más que en otros países, en la Argentina se habla mucho de la importancia de "la memoria", pero sucede que lo único que quienes nos advierten contra los peligros planteados por el olvido suelen tener en mente son los crímenes perpetrados por el régimen militar. En cuanto a lo demás, tanto ellos como la mayoría de sus compatriotas prefieren suponer que la historia empezó hace muy poco. Esta propensión es notoriamente fuerte entre los integrantes del gobierno de Néstor Kirchner y aquellos sectores que, por ahora cuando menos, lo apoyan. Creen o brindan la impresión de creer que "la crisis" económica comenzó en 1989 o a lo sumo en 1976, de suerte que es obra exclusiva de los llamados neoliberales y que la Argentina había sido una democracia pacífica hasta que por razones satánicas los uniformados optaron por entregarse a una orgía de violencia.
Así las cosas, no extraña que muchos políticos y sindicalistas hayan reaccionado frente a la difusión del informe de la Unesco según el que el nivel educativo promedio de los argentinos que ahora tendrán 17 años es netamente inferior a aquel de sus contemporáneos japoneses, coreanos, escandinavos y anglosajones, aunque, para consuelo de algunos, podría considerarse superior al alcanzado por los chilenos, brasileños y mexicanos, como si fuera evidencia de una caída muy reciente atribuible, conforme a algunos, a ciertas medidas tomadas por el gobierno de Carlos Menem.
Desde luego que no es así. Aunque es perfectamente factible que la calidad educativa en los colegios de clase media sí se haya deteriorado últimamente, no se dan motivos concretos para presumir que hasta hace muy poco la escuela pública argentina fuera la envidia del resto del planeta. Cuando Menem todavía era nada más que el gobernador pintoresco de actitudes ultrapopulistas de una provincia exótica se estimaba que menos de la mitad de los habitantes del país había cursado el ciclo secundario y "escuelas rancho" abundaban en buena parte del territorio nacional, mientras que los docentes -mejor dicho, las docentes- habían constituido en términos económicos una especie de subproletariado desde hacía muchas décadas.
Pero pocos se sentían dispuestos a prestar la debida atención al significado de aquellos datos innegables. Como siempre ha sido el caso, los más daban por descontado que los logros de una minoría reducida eran típicos del país en su conjunto, llegando a la conclusión autocongratulatoria de que por la proliferación de librerías en el centro de la Capital Federal la Argentina era una nación de lectores empedernidos, que la cantidad de estudiantes que colmaban las aulas de universidades ya superpobladas para estudiar derecho, medicina o arquitectura probaba, si hacerlo fuera necesario, que en materia de educación el país se encontraba entre los más avanzados de todos. Huelga decir que de haberse tratado de algo más que una ilusión, la evolución de la Argentina a partir de la Segunda Guerra Mundial hubiera sido bien distinta: una sociedad tan comprometida con el estudio y el saber como la evocada por la leyenda dorada nunca se habría permitido degenerar en un campo de batalla disputado por demagogos populistas, militares y "revolucionarios".
La voluntad generalizada de imputar los males más penosos a los errores o delitos perpetrados un par de años atrás no se debe meramente al deseo comprensible de los políticos y los politizados de aprovechar las desgracias colectivas en beneficio propio. Antes bien, es una forma de escapismo, una manera de minimizar las tareas que sería forzoso emprender para que el país tuviera una posibilidad de prosperar en el mundo del siglo XXI. Después de todo, si tanto la crisis económica como la desigualdad extrema y el fracaso educativo tuvieran su origen en medidas equivocadas recién tomadas, remediarlos no resultaría demasiado difícil. Si coincidimos en que el país no está gravemente enfermo sino víctima de un accidente lamentable que fue causado por personajes bien conocidos como Menem, no sería necesario pensar en nada tan drástico como aquellos cambios "estructurales" que siguen reclamando el FMI y los gobernantes de ciertos países extranjeros.  Parecería que ésta es la opinión de Kirchner que, además de querer volver a los años paradisíacos anteriores a la irrupción del Proceso, no vacila en exaltar la calidad de "la mano de obra nacional", dando a entender que en este ámbito tan estrechamente vinculado con la educación no tenemos por qué preocuparnos.
No cabe duda de que el país cuenta con muchos islotes pequeños de "excelencia" productiva, creativa y educativa. El problema es que se trata de islotes que sobresalen en un océano de mediocridad, desidia y atraso.  A su modo, son enclaves primermundistas, similares a los supuestos por los brotes de consumo febril que entusiasmaban a los menemistas, cuya existencia no quiere decir que en verdad la Argentina ya se encuentra a la altura de Europa occidental, América del Norte, Australia y el Japón. Podría llegar un día a estarlo, pero antes tendría que experimentar una serie de transformaciones no sólo políticas y económicas sino también culturales.
El que a pesar de todo los índices argentinos sigan siendo superiores a los registrados en otras partes de América Latina no debería considerarse un atenuante o motivo de orgullo sino, por el contrario, evidencia de lo profundas que son las raíces del atraso. Si los niveles educativos son lamentables según las normas internacionales en todos los muchos países de una región determinada, es razonable suponer que se haya debido a ciertos rasgos culturales compartidos, tesis ésta que se ve confirmada por el nivel excepcionalmente alto que han logrado los países de otra región, Asia oriental, donde los coreanos, japoneses y los habitantes mayormente chinos de Hong Kong superan a todos salvo los finlandeses y canadienses.
¿Es porque el Japón y Hong Kong son ricos y pueden darse el lujo de pagar bien a los maestros? No: son ricos porque siempre, incluso en épocas de miseria extrema, han privilegiado la educación no sólo los gobiernos y los académicos profesionales, sino también los obreros y campesinos que a menudo hicieron sacrificios enormes para asegurar que sus hijos aprovecharan al máximo todas las oportunidades disponibles. Más importante aún, si cabe, sus hijos se sentían obligados a retribuir los sacrificios de sus padres, docentes y la sociedad toda dedicándose al estudio: como reza un dicho que ha sido popular en el Japón, Corea y China: si un estudiante duerme más de seis horas cada noche, fracasará; si duerme menos, tendrá éxito. Asimismo, es llamativo que en Estados Unidos los hijos de los inmigrantes "hispanos" sean considerados "víctimas" de vaya a saber cuáles injusticias históricas, de suerte que como los negros pueden aprobar exámenes con un puntaje bien inferior al exigido a los blancos no hispanos, a los hindúes o, es innecesario decirlo, a los procedentes del Este de Asia que, como ocurrió antes con los judíos, son castigados por su superioridad académica.
Los éxitos académicos impresionantes que se anotaron en el ámbito educativo los coreanos han servido para desvirtuar los planteos de los decididos a atribuir todas las diferencias económicas, sociales y educativas a "la injusticia": el ingreso per cápita de Corea del Sur aún es comparable al monto modesto alcanzado por la Argentina antes de la caída. ¿A qué se debe la diferencia, pues? A la voluntad de los coreanos -y de los chinos y japoneses- de estudiar con ahínco y a su respeto, que comparten con todos los pueblos avanzados, por la palabra escrita. Es gracias a esta característica cultural que se negaron a dejarse seducir por teorías educativas facilistas basadas en el presupuesto de que a los docentes les correspondía permitir a los jóvenes expresar lo que ya tienen en la cabeza en vez de tratar de llenarla de información e ideas nuevas. Por cierto, al coreano descalzo y mal nutrido de veinte o treinta años atrás le hubiera resultado tan denigrante, cuando no incomprensible, aquel infame eslogan peronista "libros no, alpargatas sí", como la noción de que la educación es un "derecho" que no supone ningún deber por parte del alumno.
     
     
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